Mi nombre es Ana Vega, La historia que voy a contar supuestamente tuvo lugar en un lugar muy cercano a donde me encuentro ahora mismo; un pueblo cercano a Toledo. Estoy aquí tratando de recuperarme de una mala racha personal que, como suele ser habitual, me ha llevado a sufrir una serie de trastornos físicos y de salud.
Mi actividad profesional es la docencia. Y todo se desencadenó un poco después de la Semana Santa de este año; no pude terminar el curso y me vi obligada a solicitar la baja en lo que era, es, mi trabajo actual. Soy profesora de historia en un instituto de Madrid y empalmé el final del curso con las vacaciones de verano para venir a intentar recuperarme al pueblo en donde me crie.
Todo vino por un desengaño amoroso; algo que ya se estaba anunciando desde hacía varios meses y que no me debería haber tomado por sorpresa. Pero, los sentimientos de las personas, y como afecta a su estado físico, son completamente impredecibles. Por eso, decidí que sería una buena idea pasar unos días, un par de meses, en la casa en la que me había criado y en la que había pasado mis primeros años de adolescencia.
Quizá, pensaba, podría recuperar la ilusión y la esperanza que una llegó a desarrollar en ese tiempo y que, luego, con el paso de los años se perdiendo día a día, desengaño a desengaño, y, evidentemente, no me refiero solo a los desengaños amorosos. La vida no es cómo uno se la había imaginado y, quizá eso habría que reprocharles, tus padres y educadores nunca se encargaron de decirte que estabas equivocada, que las cosas no iban a ser exactamente así cómo te lo estabas imaginando.
O quizá si te lo dijeron y nunca lo quisiste escuchar. Es posible que cuando eres pequeño tienes tanta prisa que, nunca, quieres ver las dificultades que vislumbras o sobre las que te avisan. El futuro es demasiado tentador cómo para ponerle pegas.
En este periodo de descanso no quería ni ver la televisión, ni leer la prensa; ni estar en contacto con las redes sociales y con cualquier cosa que me conectara con el exterior. Apenas contestaba a las llamadas al móvil y mi deseo era que estos tres o cuatro meses de retiro espiritual fuera, de verdad, retiro del mundo que existía ahí fuera.
Básicamente, me dediqué en ese tiempo a leer y a hablar con los antiguos conocidos de mi tiempo de infancia y primera adolescencia. Tampoco quería leer sobre temas demasiado actuales, tenía claro que las conversaciones que desarrollara sería sobre los tiempos y las personas que estaban cuando yo vivía en el pueblo.
Me producían una cierta ternura leer esas tres escuetas antologías que sobre jarchas podía encontrar en la pequeña biblioteca, seguramente la deberíamos considerar grande si la comparamos con cualquier mueble con libros que pudiera existir en un piso de una gran ciudad, en la casa que fue de mi abuelo materno, don Adrián Segura.
En esta casa me crie y viví hasta que nos desplazamos a vivir a Madrid, por razones que tenían que ver con el trabajo de mi padre. Y allí continuamos viviendo hasta la actualidad. Pero, a la muerte de mi abuela, la casa pasó en herencia a mi madre. Ella no viene mucho; tan solo le sirve para que se ocupe todo el día en quejarse de lo costoso de su mantenimiento.
Y es que mi madre siempre ha querido, una cuestión sentimental supongo, mantener la casa en perfecto estado, cómo ella la había conocido mientras había vivido allí. Por eso, cuando le dije de venir a pasar sola unos meses aquí, le pareció de maravilla. Al fin alguien iba a aprovechar todo el coste de haberla mantenido en perfecto estado.
Esa tarde estaba releyendo una de las antologías de jarchas que existían en la biblioteca, me hacían mucha gracia la simpleza y el sentimiento que desprendían sus cortos mensajes. El libro que tenía en mis manos mostraba las jarchas escritas en su idioma romance original y, después, se ofrecía una traducción a un castellano más actual. Además de esas traducciones; en muchos casos se adjuntaban una gran cantidad de notas, cientos de hojas, manuscritas también, que venían a completar las historias que relataban esas jarchas.
Aunque, lo cierto, es que en algunas ocasiones no hacía falta la traducción. De hecho, la traducción al castellano actual parecía empobrecer la belleza de las jarchas. Había algunas de ellas que me gustaban especialmente y me despertaban un sentimiento de amor y ternura:
“Vayse meu corachón de mib.
Ya Rab, ¿si me tornarád?
¡Tan mal meu doler li-l-habib!
Enfermo yed, ¿cuánd sanarád?”
Que, en castellano, viene a decir:
“Mi corazón se va de mí.
Oh Dios, ¿acaso volverá a mí?
¡Tan fuerte mi dolor por el amigo!
Enfermo está, ¿cuándo sanará?”
Y esta otra del mismo autor
“¡Tant’ amáre, tant’ amáre,
habib, tant’ amáre!
Enfermaron uelios gaios,
e dolen tan male.”
Que, traducido al castellano actual, significaría lo siguiente:
“¡Tanto amar, tanto amar,
amigo, tanto amar!
Enfermaron unos ojos antes alegres
y ahora duelen tanto.”
Estaba absorta leyendo esos pequeños poemas cuando sonó el llamador de la puerta. No esperaba visita; en esta casa nunca esperaba visita, pero eso no quería decir que no hubiera alguien que pasara por delante de la puerta de la casa y pensara que sería una buena idea el realizar una visita a la casa de don Adrián. Don Adrián era mi abuelo.
En esta ocasión se trataba de Marina. Una joven; bueno, creo que ya no sería adecuado llamarla así; una mujer de mi edad, amiga de la infancia y compañera de colegio hasta que abandoné el pueblo. Luego habíamos mantenido algún contacto esporádico; pero, al volver al pueblo parecía que habíamos recuperado nuestra estrecha relación de hace unos cuantos años atrás.
La conversación discurre de manera inmediata por temas intrascendentes y, diría, posiblemente intemporales. Cuando llevábamos unos cinco minutos, de pie, en el salón en donde estaba leyendo, reparó en el libro que tenía abierto por la página de las jarchas anteriores. Lo cogió en sus manos y su cara mostró una cierta sorpresa.
La sorpresa tenía que ver con el autor de las jarchas, Moshe Ibn Abbas, que, según Marina, era un antepasado de su familia. Me sorprendió el escucharle decir que, aun hoy, conservan bastantes pergaminos con escritos de este hombre. Una no pensaba que pudieran llegar a estos días escritos que, seguramente, de habían hecho en el siglo once o doce.
La familia de Marina siempre había estado muy relacionada con la literatura y con las letras en general. Ella misma, en la actualidad, era profesora de literatura en el instituto del pueblo. Pero, sus antepasados habían llevado esa pasión por las letras mucho más allá; su abuelo había ganado una, seguramente, merecida fama como poeta a nivel nacional, un hermano de este había llegado a publicar en los finales del siglo XIX una novela de carácter histórico que llegó a tener bastante difusión en la época. Y toda su familia, siempre, había estado muy vinculada con la literatura.
Por eso, no podía extrañar que en su casa se encontraran manuscritos, nunca mejor dicho, de hace muchos años que habían sido conservados cómo auténticos tesoros. Lo que en cualquier otra casa del pueblo se hubiera tirado a la basura considerándolos papelotes sin ningún valor, en esa casa se consideraron cómo algo de mucho valor.
La conversación ese día terminó con la invitación de Marina para que, al día siguiente, la visitara en su casa y le echara un vistazo a los papeles de Moshe Ibn Abbas. Aparte de que, por cortesía, le tenía que haber dicho que sí; en este caso, me había surgido una real e intensa curiosidad por leer los manuscritos de este hombre.
A la mañana siguiente, me levante sintiendo que tenía algo importante que hacer ese día. Un desayuno rápido y, no mucho después de levantarme, me dirigí hacía el lugar en el que tenía la intuición de que iba a encontrar historia apasionantes. Apenas recordaba la casa de Marina; había estado allí en muchas ocasiones y, era posible, la estructura de la casa no había cambiado demasiado; claro, los retoques para mantenerla en unas condiciones adecuadas al siglo XXI. Seguramente, el hecho de que no recordara muy bien me hacía apreciar ahora la belleza del edificio, de sus estancias. Una casa, ahora recordaba que me lo habían dicho en alguna ocasión, mozárabe, que seguramente había sido construida hace, al menos, novecientos años.
Nada más entrar en la vivienda me acompañó hasta la biblioteca. Eso sí era una biblioteca, no las dos estanterías con libros que, como máximo, se pueden encontrar en un piso estándar. Esta era un salón de no menos de cien metros cuadrados, todas sus paredes llenas de libros y con varias estanterías atravesando el salón y completamente repletas de libros también. Algunos de ellos daban la impresión de ser antiguos, de tener más de trescientos y cuatrocientos años.
Marina ya había separado todo lo que había podido encontrar de Moshe Ibn Abbas. Se trataba de más de quinientos pergaminos sueltos, nada estaba encuadernado, y la primera sensación que te producían era la de angustia por si pudiera romper una joya antigua de esa clase. Aunque, lo cierto, es que cuando lo tomabas en tus manos, se te iba esa sensación y se presentaban cómo un tipo de papel bastante consistente.
Naturalmente estaban escritos en lengua romance. Lo que quería decir que, en algunas ocasiones, había que releerlos hasta dos o tres veces para poder entender fielmente el significado de lo que allí estaba escrito. Marina se sentó a mi lado y me iba sirviendo de cicerone e intérprete para guiarme por lo que estaba leyendo en esos momentos.
Ahora sí que me sentía volver a mis primeros años de adolescencia. Las dos juntas, estudiantes; y, ahora me volvía a venir a mi memoria, en esa misma sala que, a pesar de las sensaciones de la niñez, yo no la recordaba con unas dimensiones tan grandes. Y con las sensaciones que allí llegaba uno a sentir; esas sensaciones sí que no las recordaba; esas sensaciones te llevaban a la época en que la casa fue construida.
El hecho de que ya Marina la noche anterior hubiera preparado los textos, hizo que de manera inmediata llegara a encontrar enseguida los relacionados con las dos jarchas en las que me había detenido el día anterior. Costaba un poco leerlos; naturalmente estaban escritas tan solo en la lengua romance y no había ningún tipo de traducción; pero, resultaban reconocibles.
Y, una cosa que me llamó la atención es que, alrededor de los textos de las jarchas había en los pergaminos un montón de notas que, a veces, resultaban de una fácil lectura y comprensión. Todas estas notas serán las que sirvan de base para el relato que me dispongo a describir a continuación.
Nunca imaginé que mi estancia en ese pueblo pudiera servir para recuperar una historia cómo la que me dispongo a escribir a continuación.
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