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El despertar


Su capacidad para odiar, es lo que diferencia al ser humano de cualquier otro ser vivo; incluso de los pocos que aún sobreviven, díjole Delta al pequeño artefacto antropomorfo, quien frívolo le escuchaba con sonrisa sardónica, un tanto bruñida, resaltadora de su pómulo derecho. Con desconocido itinerario soplaba el viento marciano, logrando torres de incalculable dimensión, que ansiosas de las alturas, rasgaban el firmamento escarlata, como celosas de los celajes vívidos, presentes también en los sueños de Delta. Sin embargo, no había razón alguna para temer tan magno espectáculo, pues se desarrollaba a gran distancia del improvisado refugio.


Delta era observador e intuitivo generalmente, cualidades heredadas de desconocidos antecesores. Ayudado por algunos trozos orgánicos, sobre el suelo formó una rara figura, y utilizando su viejo encendedor logró hipnótica fogata. La bellísima danza de la llama, en tierna armonía con ascuas en altibajos veloces succionaba los vacíos emocionales, albergados en el corazón de Delta. A cambio le brindaban un sentimiento profundo, desconocido, y en aquél momento la contemplación muda tomaba enteramente la razón de su existencia. La melodía visual era equilibrada por crujidos de irregular tonada, y la gigantezca gruta prominente, semejante a edificación brutalista, disfrutaba la acojida de los dos seres, cual humano vientre materno. Delta se sentía protegido, mas su capacidad de disfrutar el momento era fuertemente opacada por sus cuestionamientos internos.


El brazo del artefacto, con indolente gesto, se desprendió y seguidamente cayó sobre el arenoso suelo, levantando una ténue nube, risueña, mas Delta, vencido por el arrullo de su fogata, dormía. Con envidiable prontitud el refugio comenzó en una vibración progresiva. La cabeza del artefacto, con movimiento pendular, negaba y negaba, resistiendo la inminente caída. La oscilación no conocía límite, y aunque la gruta resistía, Delta despertó anonadado e inmediatamente identificó el insípido temblor, que por segunda ocasión y en un mismo día se presentaba intimidante. Pasado eterno par de minutos, retornó la quietud, mas Delta, aconsejado por desconocida voz interna, consideró el momento como apto para retomar la caminata.


Tarsis, elevadísimo volcán, imponente en el horizonte, inmóvil gastaba su senilidad, ofreciendo sus faldas a incontables penachos bermejos, compuestos por serpentinas vacilantes, a manera de arbustos terrícolas. El coloso figuraba como paradero por alcanzar para Delta. Ensambló al artefacto, lo empacó en la vieja mochila, prontamente sofocó las medianas llamas, que durante horas le brindaron calidez y descanso. Paso a paso emprendió la marcha, con la colosa gruta a sus espaldas y por delante el descomunal edificio volcánico. Cada veinte o treinta pasos, se detenía para mirar el refugio, que le albergó sin condición alguna, que incluso le libró del desvelante sismo.


Serpientes aladas, semejantes a ferrocarriles terrícolas, surcaban el firmamento, viniendo de allá, dirigiéndose hacia acá. En un nivel más cercano, bestias de plateadas furias, cuales autobuses terrestres, lanzaban sus gritos infernales, planenado y conquistando las muchas vías. Delta comprendía el momento: se hallaba en la Ciudad Central. Luego de abarcar los extensos túneles, logrados por iras pretéritas de Tarsis, una magna polis recibía a todo caminante, como lo hacía con Delta. La falsa melodía, estridente, seca y sofocante conformaba la atmósfera del gran área. Pregoneros robotizados en cada esquina, vapores plomisos expulsados por bocas de hierro, brillos neones... se aliaban para marear a Delta. Y lo lograban.


No obstante, prosiguió su camino, hasta llegar a la estación de la serpiente alada. Atravesó gentíos y humanoides, y prestamente halló la compuerta veintitrés, alta, fría, en cobre bañada, plenamente abierta. Asombrado, presenció la llegada del tren aéreo, que con prepotencia lanzó vahos rojizos. La bufanda de Delta voló libre, hasta detenerse cercana a Nabarro Z-01, un viejo pregonero, vendedor enojadizo de libros terrícolas. Mas la imponencia de la máquina bio-metálica triunfó en el ánimo de Delta, quien no notó la ausencia de su prenda. Dos líneas paralelas, compuestas por ciento once pistones, raras florestas de incontables engranajes giratorios, innumerables paneles orgánicos, aleados magníficamente con estructuras de bismuto y un haz tornasol entregaban al titánico vehículo aires indescriptibles. Delta subió por los escalones broncíneos, mas aún no distinguía la ausencia de su bufanda. Irónicamente le aguardaba el asiento veintitrés, perteneciente a la sub-unidad ciento veintitrés.


Con soberbia potencia y explosividad, la serpiente alada alcanzó los mil seiscientos kilómetros por hora, dejando tras sí inmedible rastro, de bellísima escala tonal grisácea. Cual asteroide que arde incólume, enteramente rebelde a toda fuerza gravitacional, la unidad delantera y toda su cúpula frontal exhibía mil trescientos grados centígrados y sin fin de danzantes llamaradas, como era de costumbre. Delta cedía su entera atención al fenómeno visual que entregaban los ventanales de la sub-unidad en que viajaba. Sin fin de mares de meteoroides parecían reverenciar a la monumental maquinaria, abriéndole paso, sumisos, postrados. Seguidamente, las pequeñas luces, ubicadas en los tableros de la parte superior ofrecieron titilante anuncio, cual quieta señal digna de atención.


La flagelada y enorme máquina, en incremento por poco ensordecedor, activó las turbinas iónicas, y prontamente alcanzó los trescientos mil kilómetros por segundo.


Pasado cierto lapso de tiempo, de desconocida duración, la gran aeronave retomó su velocidad inicial. Una creatura de célico resplandor, dermis multicolor e iris de eléctrico ámbar ocupaba el espacio derecho del asiento en que Delta viajaba. Posteriormente a una intensa lucha, desatada en su ser interior, su ego sucumbió ante la inmovilidad, y ésta, más pesada que el mismo silencio, encadenó sus muchos impulsos, que a una buscaban tan solo evidenciar uno de los más elementales razgos de su esencia: comunicarse. De cuándo en cuándo, aparentando distracción, giraba suavemente su cabeza y dirigía su mirada hacia el libro, que con las manos de fluorescencia tonalidad, sostenía la creatura.


Celebrábase los primeros albores del deslumbrante año, leía Delta temeroso de ser descubierto por la acompañante, mil novecientos setenta. El planeta vecino, llamado Tierra, brindaba cierto ámbito de tinte pacífico a sus habitantes. Diferentes potencias gubernamentales firmaban, con certera concordia, un tratado de carácter político, al que titularon "Tratado por la no proliferación de armamento nuclear".


Con relampagueante movimiento, la fémina Celestial proyectó su mirada en Delta, quien inerme y parpadeante, notose descubierto. Tontamente desvió su mirada entristecida, buscando la nada. Sonriente, la creatura continuó su lectura, mostrando tímido gesto de complicidad.


Mas yace en el ser humano potencial de desconocido alcance para ejecutar el mal, leyó nuevamente Delta, y cierta secta, compuesta por miles de feligreses adoraban en subterráneo espacio a su altísima deidad, teñida por dorada áura. Estos, fortalecidos por sus creencias y común cosmovisión, hallaban fuerza y sentido existencial, que les dirigía para considerarse excelsos e iluminados; superiores. Su deidad les exigía una última ofrenda, necesaria para la absoluta restauración y reinvención de la humanidad.


Una vez elevado tal requisito, mediante inmensurable explosión, todo lo conocido sería consumido por el fuego, y el orbe terrícola, cual antorcha sideral, alcanzaría la inmaculada promesa. Delta, por segunda ocasión fue descubierto, en su empresa de inocente espionaje. La creatura sonrió nuevamente. Minutos después, dirigiendo sus cuatro iris electrizantes, usando sus tiernas voces al unísono, dijole a Delta: la ofrenda, lanzada al exterior espacio, que alcanzó al astro marciano, fuiste tú.

21 de Fevereiro de 2023 às 04:55 0 Denunciar Insira Seguir história
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