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¿Se han preguntado el verdadero origen del mejor detective del mundo? ¿Cómo llegó Conan Doyle a crearlo? Esta historia relata cómo nació el mismísimo Sherlock Holmes.


Suspense/Mistério Todo o público.

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Lunes, 12 de septiembre de 1887

Nos encontrábamos Sherlock y yo en nuestro domicilio del 221B de la calle Baker, disfrutando de una tarde de relajación para descansar y leer periódicos o alguna novela. Sherlock estaba leyendo un artículo sobre Química en el periódico, mientras que yo me entretenía con la prosa de Charles Dickens en su Oliver Twist. De repente, se oye que alguien llama a la puerta.

-Voy yo a abrir -dije mientras me levantaba del sofá del salón de nuestro aposento-.

- ¡No! Watson, no se moleste, ya voy yo -dijo la señora Hudson mientras corría desde la cocina hacia la entrada para recibir a quien llamaba a la puerta-.

La señora Hudson abrió la puerta, y se encontró con la figura de un hombre increíblemente alto y pálido, vestido con un abrigo y un traje de alta costura, y llevando sobre su cabeza un elegante sombrero de copa.

-Buenas tardes, señora -dijo aquel hombre mientras se retiraba el sombrero- Mi nombre es George Meeks.

-Buenas sean, señor Meeks -respondió amablemente la señora Hudson-. Déjeme su abrigo y su sombrero. Los colgaré en el perchero.

-Muchas gracias -el señor Meeks dio su sombrero y su abrigo a la señora Hudson-.

- ¿A qué se debe su visita, señor Meeks? -preguntó la señora Hudson mientras acababa de colocar correctamente el abrigo en el perchero.

-Me gustaría ver al doctor Watson. ¿Podría decirle que estoy aquí? -dijo Meeks-.

-De acuerdo, espere aquí un momento -dijo la señora Hudson-.

La señora Hudson fue rápidamente al salón donde estábamos Sherlock y yo.

-Doctor Watson, el hombre que ha llamado desea verlo.

- ¿Quién es? -pregunté sorprendido por el hecho de que deseasen verme a mí y no a Sherlock, como era de costumbre-.

-George Meeks.

-¡George Meeks! -exclamé- Hágale entrar, señora Hudson.

-Muy bien -la señora Hudson se fue y volvió a la entrada donde estaba el señor Meeks-.

-¡Señor Meeks!-dijo la señora Hudson justo cuando volvió a donde estaba Meeks-Sígame, por favor.

La señora Hudson guió al señor Meeks por el pasillo del domicilio hasta llegar al salón donde nos hallábamos Sherlock y yo.

-Aquí está Watson, señor Meeks.

-Muy bien. Gracias, señora Hudson-dijo amablemente Meeks-.

-No hay de qué-la señora Hudson se fue, y regresó a la cocina-.

A continuación, la silueta alta y delgada de George Meeks se postró ante nosotros.

-!Hola, John!-me saludó amistoso Meeks-.

-¡Hola, George!-respondí a su saludo- Justo pensé en ti ayer mientras leía tu artículo sobre la fiebre cerebral en Paul Mall Gazette. Tu análisis es brillante, doctor Meeks, igual que lo fue tu carrera. Aunque ya estábamos convencidos de ello en la universidad…

Meeks no pareció avergonzado ante estos elogios, sino que los aceptó como algo merecido.

-Holmes, este es George Meeks. Estudiamos Medicina juntos, pero era de lejos el alumno más famoso de nuestra promoción. Veo tu nombre en todos los periódicos, George.

-Yo también veo mucho el tuyo, desde que eres el publicista de Sherlock Holmes. Además, el motivo de mi visita es debido a que preciso de su ayuda.

Sherlock, que había estado en el sofá leyendo durante toda la conversación, se levantó rápidamente y se dirigió a Meeks.

-Soy Sherlock Holmes, como ya sabrá, y estaré encantado de ayudarle.

Sherlock le ofreció sitio en el sofá del salón, pero Meeks hizo ademán de negación.

-Verá, Holmes… -dijo Meeks mientras daba vueltas por la habitación con las manos en la espalda-. Ya estarán en la cuenta de que yo estoy especializado en enfermedades del cerebro, y que formo parte de diversos equipos de investigación en muchos hospitales de Londres. Me pasé media vida estudiando enfermedades mentales, y, como John puede ratificar, mi reputación como médico es equivalente a la suya, Holmes, en asuntos criminales. Tal es así, que he llegado a crear procedimientos únicos que me permiten identificar problemas mentales en gente de apariencia normal.

-Doctor Meeks, no estoy muy familiarizado con sus teorías sobre la mente humana. Cuénteme cuál ha sido su incidencia para que pueda ayudarlo-dijo impaciente Sherlock-.

Doctor Meeks se quedó en silencio unos segundos con los ojos cerrados y pensó lo que iba a decir antes de hablar.

-Parece ser que se ha llevado a cabo un intento de asesinato hacia mi persona, y temo que se cometa otro.

-¿Sabe usted quién querría verlo muerto, doctor Meeks? -preguntó Holmes-.

-Sí y no. Le puedo proporcionar una lista con cuatro sospechosos, y estoy completamente seguro de que uno de ellos es el autor de este infundio -Meeks sacó de uno de sus bolsillos la lista y se la entregó a Sherlock-.

-¿Puede usted describir lo que pasó, doctor? -preguntó Sherlock mientras estudiaba la lista-.

-Por supuesto. Sabrá usted que frecuento el restaurante Carleton para cenar. Hace dos noches, salía del restaurante cuando un disparo me falló por poco. Creo plenamente que no fue un accidente. Créame. Sé que uno de los de esta lista ha querido matarme.

- ¿Cómo logró elaborar la lista?

-La explicación puede resumirse en que estudié rigurosamente la teoría del subconsciente de Freud y la sometí a un meticuloso análisis. Elaboré preguntas, cuyas respuestas revelan pensamientos inconscientes de la persona a la que se le interroga, sin que esta se dé cuenta. A partir de ahí, es posible prever las acciones posteriores de la persona interrogada.

- ¡Joder!, ¡qué brillante! -exclamé-.

-Gracias-respondió Meeks sin apartar la mirada de Sherlock-. Entonces… ¿aceptará el caso, Holmes?

-Por supuesto, se ve un caso muy interesante-dijo Holmes mientras se guardaba la lista en su bolsillo y se sentaba otra vez en el sofá-.

-Muchas gracias -Meeks miró la hora y dijo-: He de irme ya. Un placer haberte visto, Watson.

-Igualmente, doctor Meeks -contesté-. ¿Te acompaño?

-No es necesario -respondió Meeks-. Bueno… adiós, señores.

-Adiós -respondimos Sherlock y yo al unísono-.

-¡Adiós, señora Hudson!-gritó Meeks de modo que la señora Hudson fuera capaz de escucharle-.

-¡Adiós, señor Meeks!-respondió la señora Hudson desde la cocina-¡Coja usted mismo su abrigo y su sombrero!

-¡De acuerdo!-dijo Meeks-.

Meeks salió del salón, y se dirigió a la entrada, donde había dejado su abrigo y su sombrero. Después de recoger estas prendas, se fue.

Momentos después de la salida de Meeks, decidí preguntarle a Sherlock sobre el caso de Meeks.

-¿Qué piensa de esto, Sherlock? -pregunté cuando me senté en el sofá a seguir con la lectura de mi Oliver Twist.

-Esta lista, Watson, contiene a los médicos más renombrados de Londres. Mis archivos criminales no están libres de médicos. Algunos de ellos son los criminales más peligrosos de la historia del crimen. -Sherlock hizo una pausa y dijo-: Y le interesará saber que su nombre está en esta lista, doctor Watson -dijo Sherlock mirando a Watson de manera penetrante-.

- ¡¿Qué…?! -me sorprendí-Yo no… -intenté hablar pero los nervios me lo impidieron-.

- ¡Ja! -Sherlock soltó una sonora carcajada-Es broma, Watson. Debería haber visto la cara que se le ha quedado -dijo Sherlock mientras se destornillaba-.

- Hijo de…-dije con rabia-.

- ¿Qué dice, Watson?

- Eh… nada, nada…

Sherlock agarró su pipa y le dio una profunda calada.

-Bueno, ya poniéndonos serios, lo primero que hemos de hacer sería hablar con los integrantes de la lista, y seguir todas las pistas que nos puedan dejar. Creo que podríamos empezar con nuestras investigaciones… -Sherlock miró por la ventana y vio que se avecinaban unas nubes con color gris intenso- Creo que sería mejor empezar mañana.

-De acuerdo, Holmes -cogí mi libro y comencé a leer-.

Momentos más tarde, Holmes escuchó una voz que le hablaba. Era como si le hablase un Dios omnipresente. Sherlock se puso nervioso, hasta que cayó en la cuenta de que estaba soñando. Sherlock despertó en el camastro de una habitación blanca, con un gran charco de sangre a su lado.

- ¿Qué pasa? ¿Dónde estoy? -preguntó Sherlock mientras estaba tumbado en su cama-.

- ¡Sherlock! -exclamó el doctor Arthur Conan Doyle, su oftalmólogo, que había venido a ayudar a Sherlock-. Menos mal que has despertado. Estás en la habitación 109 del manicomio de Belén, tu habitación. Soy el doctor Doyle, tu oftalmólogo, ¿me recuerdas?. Tu psiquiatra no vendrá hasta mañana por la tarde porque tiene que hacer unos recados al centro de Londres.

- ¡Ah, vale! Sí, te recuerdo. ¿Qué me ha pasado? -dijo Sherlock-.

- ¡¿Que qué te ha pasado?! -exclamó el doctor Doyle enfadado- Te desmayaste por pérdida de sangre por una herida que te hiciste -el doctor Doyle hizo una pausa de unos segundos y dijo resuelto-: te dijimos mil veces que no vuelvas a hacerte sangre para escribir en tu diario. Si quieres te dejamos tinta, pero no uses tu sangre, ¡por Dios!

-Es que… sentía muchas ansias de escribir… y no tenía tiempo para pedir tinta… -dijo Sherlock mientras se arropaba con las mantas del camastro-.

-Bueno… ya te he curado la herida, pero no lo vuelvas a hacer, ¿me oyes? -dijo Doyle mientras recogía los instrumentos que utilizó en la sanación de la herida-.

-Sí -dijo Sherlock como un niño al que le están riñendo-.

Se hizo una pausa de casi un minuto hasta que se retomó la conversación.

-Y, ¿qué escribes, Sherlock? -preguntó Doyle mientras acababa de recoger sus instrumentos de médico-.

-Nada… son solo historias -dijo Sherlock aun estando tumbado en su camastro-.

- ¿Puedo leerlas?

-No

- ¿Por qué? Quizá si supiéramos lo que escribes, podríamos ayudarte mejor -dijo Doyle con cierta compasión-.

- ¡He dicho que no! Además, ¡tú no eres mi psiquiatra, solo el que ve si necesito llevar gafas o no! -dijo Sherlock terminante-. Así que, adiós, doctor Doyle.

-¡Bueno… vale, está bien! ¡No te enfades…!-Doyle cogió su maleta con sus instrumentos dentro, y se dirigió hacia la puerta de la habitación-. Adiós, Sherlock - dijo Doyle antes de salir por la puerta, cerrarla con llave, e irse-.

El doctor Doyle era el oftalmólogo que revisaba la vista a Sherlock desde hace escasas semanas. El informe médico de Sherlock cuenta que este llegó al manicomio tres años atrás, en 1884. Fue traído por la policía, pues lo encontraron en una tienda armando un escándalo público. Según algunos testigos, se estaba peleando contra algo que era fruto de su imaginación. En el manicomio le detectaron esquizofrenia paranoide, la cual le hacía padecer delirios que le hacían creer que era un defensor de la ley cuyo deber era atrapar criminales. Por este motivo, Sherlock, en sus alucinaciones, peleaba y corría contra delincuentes que no eran más que consecuencia de sus ideas delirantes.

Doyle deseaba intensamente conocer lo que escribía Sherlock en el diario. Mientras caminaba por el pasillo del hospital psiquiátrico, se le ocurrió algo: volver por la noche a la habitación de Sherlock, mientras este dormía, para robarle el diario, y poder leer lo que redactaba.

Aquel día, por la noche, cuando los que se encontraban en el manicomio estaban dormidos, como Doyle se prometió, entró en la habitación de Sherlock, y le robó el diario. Eran alrededor de las once de la noche cuando Doyle se dispuso a comenzar su misión. Avanzó sigilosamente desde su dormitorio- los médicos que trabajaban en el manicomio tenían su correspondiente habitación por si deseaban hacer noche allí- hasta la habitación 109. Cuando se encontró ante esta, sacó su manojo de llaves, e introdujo la correspondiente por la cerradura. La puerta se abrió, y Doyle encontró a Sherlock durmiendo plácidamente. Doyle, que sabía que Sherlock siempre dejaba su diario en la mesita de noche, aprovechó la tenue luz de la luna para moverse hasta el paradero del diario. El doctor lo cogió y se fue conforme había venido.

Cuando llegó a su dormitorio, alrededor de las once y cuarto, Doyle cerró la puerta, encendió una luz, y comenzó a leer el diario. Doyle vio que en aquel diario se relataban historias de detectives, protagonizados por Sherlock y su ayudante, doctor Watson (este último era el narrador de los relatos). Doyle leyó unos cuantos de ellos y quedó admirado por la maestría de Sherlock en la escritura. El diario contaba con 56 relatos criminales donde Sherlock siempre lograba resolver el misterio. Doyle, que además de médico, era un ávido lector de novelas de todo tipo, reconoció el potencial de estos relatos, y pensó que alcanzarían un gran éxito si fueran publicados. Doyle, harto de su rutinaria y monótona vida de oftalmólogo de enfermos mentales, tuvo un momento de egoísmo y consideró la opción de convertirse en escritor, para darle un cambio a su vida, publicando los relatos de Sherlock como si fuesen suyos. La moral de Doyle le hizo pensar que ese comportamiento no sería correcto, pero esta moral quedó suprimida por el poder implacable de la pretensión del éxito y de la fama. Doyle se relamía los labios solo con pensar en los beneficios que obtendría de publicar con su nombre las historias. Pero tenía un problema: si publicaba los relatos, y estos alcanzaban éxito, saldrían en las noticias, y si Sherlock, que además de escribir en su diario leía mucho los periódicos, descubría que le había robado sus historias, ingratas consecuencias le esperarían al oftalmólogo. Para solucionar esto, a Doyle se le ocurrió algo, pero decidió ponerlo en práctica al día siguiente, y, cerca de las doce menos cuarto, se durmió.

Al día siguiente, cuando el sol apenas despuntaba, Doyle se despertó mucho antes que todos los que en ese momento se encontraban en el manicomio para ir a la habitación de Sherlock. Cuando Doyle llegó, vio, a través del cristal de la parte superior de la puerta, que Sherlock seguía durmiendo. Doyle sacó la llave, la introdujo, y con un leve movimiento hacia la izquierda, la puerta se abrió. Una vez estuvo dentro, Doyle sacó de su bolsillo un pañuelo con cloroformo, que lo había preparado antes de ir a la habitación de Sherlock, y se lo puso en la boca de modo que quedase inconsciente. Luego, sacó de su bolsillo una jeringa llena de morfina, algo que también tenía preparado antes de salir de su dormitorio, y se la inyectó a Sherlock por la vena mediana basílica. A continuación, sacó un bote de sulfatos de morfina, lo desparramó por el suelo, cogió a Sherlock y lo puso junto a las pastillas desparramadas. Esperó unos minutos, y le tomó el pulso a Sherlock, estaba muerto. Salió de la habitación, cerró la puerta con llave y volvió a su dormitorio.

Horas más tarde, un enfermero se había levantado y se dirigía a la recepción a esperar instrucciones. De camino a la recepción, pasó por la habitación 109, y vio, a través del cristal de la puerta, que Sherlock estaba tirado en el suelo. El enfermero, que disponía de una llave maestra de todo el edificio, entró en la habitación. Una vez dentro, examinó el cuerpo, y vio que había fallecido. El enfermero concluyó que se había suicidado, puesto que, además de que estaba muerto, observó que Sherlock estaba tumbado en el suelo junto a un montón de pastillas de morfina. El enfermero necesitaba contarle lo sucedido con Sherlock a un médico, por lo que salió de la habitación rápidamente para buscar a uno. Encontró al doctor Watson en la recepción, y le dijo: “Sherlock, el de la habitación 109, se ha suicidado, no es necesaria la autopsia, se ha atiborrado a sulfatos de morfina.” A lo que el médico respondió: “¡Ah… Sherlock! Lo conozco. Yo fui quien lo atendió cuando vino aquí por primera vez. La policía lo estaba empujando violentamente para que entrara al manicomio. Sherlock estaba muy nervioso e intentaba resistirse a la policía a toda costa. Yo vi a Sherlock sufriendo y llorando porque no quería ir al manicomio. En ese momento fue cuando salí, y les dije a los agentes de policía que lo dejaran, y que yo me haría cargo de él. Lo abracé por los hombros, y lo llevé adentro del edificio. Cuando ya estaba dentro, le di una taza de té, una manta, y unas galletas. Este tentempié hizo que Sherlock se calmara. Sherlock se sintió muy agradecido conmigo, y me consideraba como un santo. A menudo decía que escribiría una historia en la que yo sería su compañero y amigo para toda la vida. Nunca supe si la escribió o no, porque aquel fue el único día que estuve con él. Cuando le detectaron esquizofrenia paranoide, lo pasaron a que lo atendiera otro psiquiatra“, dijo el doctor Watson. “Una historia conmovedora, pero, ¿qué hacemos con él?”, preguntó el enfermero. “Lo llevamos al depósito de cadáveres ahora mismo. Cuando venga su psiquiatra, que creo que era esta tarde según dicen por ahí, le decimos que Sherlock se ha suicidado”, dijo el doctor Watson. “¿Se lo decimos al resto de médicos que atendían a Sherlock?”, preguntó el enfermero. “No, ya se enterarán”, dijo el doctor Watson.

Meses después de la muerte de Sherlock, Doyle ya había dejado de practicar la Medicina, y se había convertido en un famoso escritor gracias a los relatos de Sherlock que publicó como si fueran suyos. Doyle decidió publicar los 56 relatos en cuatro novelas y cinco colecciones de relatos, que fue publicando en distintos años para hacer creer a la gente que había dedicado tiempo a la creación de las historias. Las novelas fueron: Estudio en escarlata (1887), El signo de los cuatro (1890), El sabueso de los Baskerville (1901-1902), y El valle del terror (1914-1916). Mientras que las colecciones de relatos fueron: Las aventuras de Sherlock Holmes (1892), Memorias de Sherlock Holmes (1894), El regreso de Sherlock Holmes (1903), Su última reverencia (1917), y El archivo de Sherlock Holmes (1927). Arthur Conan Doyle recibió el título de “sir”, fama mundial, y pasó a la historia como el creador del mejor detective del mundo a costa de un pobre esquizofrénico.

15 de Junho de 2022 às 21:14 0 Denunciar Insira Seguir história
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