H
Hayaroja Tejonera


Las leyendas siempre esconden algo de verdad. Incluso las más tontas y desconocidas. Aquellas que contaban nuestras abuelas bajo la luz danzarina del fuego del hogar. Incluso esas esconden siempre un pedazo que es cierto. Tal vez una enseñanza valiosa en forma de fatal destino, tal vez una graciosa moraleja o... Quizá, a veces, solo se trate de una oscura pesadilla de la que no podemos despertar. Esta historia esta basada en una antigua leyenda extremeña. Espero que la disfrutéis. Hayaroja


Horror Impróprio para crianças menores de 13 anos.

#Terror #horror #monstruos #sirenas
Conto
1
1.9mil VISUALIZAÇÕES
Completa
tempo de leitura
AA Compartilhar

La Cantamora

La Cantamora


—A mi abuela le encantaba contar historias de esas. —dijo Pedro como respuesta al comentario de Jaime.

—¡Pues venga, tío, cuéntanos alguna! —exclamó Jaime dando una palmada que pareció resonar en lo profundo del bosque de encinas que les rodeaba.

—¿Puede haber algo mejor que estar en el campo bebiendo junto a un fuego y contando historias de miedo? —repuso José, quien se sentaba entre Jaime y Pedro.

Pedro dio otro trago de su bebida mientras perdía la mirada en la hoguera con una sonrisilla ebria. No deberían haber hecho fuego, pero hacía frío y todo estaba húmedo. Mientras no apareciera la policía estaba bien. Aunque era poco probable que apareciese por allí a aquella hora de la tarde. La niebla se había cerrado sobre el bosque que les rodeaba, lleno de encinas de ramas retorcidas y nudosas, y la noche había ido cayendo sobre ellos poco a poco, como un susurro silencioso. Estaban a salvo.

Levantó la mirada hacia Jaime, su amigo de toda la vida. Los tres se conocían bien, habían sido grandes amigos desde que empezaron el colegio y, ahora que por fin habían terminado, eran libres y querían celebrarlo como era debido. Casi parecía el principio de una película de terror, antes de que el loco de la motosierra apareciera para matarlos todos.

—¿De verdad queréis oírla? —Pedro se carcajeó y miró a los otros dos alzando las cejas —. Son solo cuentos de viejas.

Jaime se rio con fuerza ante el comentario, echándose hacia atrás. Su pelo negro a la altura de los hombros se alborotó en todas direcciones.

—Venga hombre, así nos reímos un rato —contestó Jaime. Pedro asintió y se aclaró un poco la garganta, intentando recordar.

—Bueno, mi abuela solía contarme la historia de la Cantamora, una sirena de agua dulce que habitaba en la charca de la Luná, cerca de aquí.

—¿Una sirena? ¿En Extremadura? —preguntó Jaime con una ligera risa. Pedro hizo un aspaviento con las manos al responderle.

—Sí, joder, una sirena, me parece que es una historia antigua o algo así. —Hizo una pausa y miró a los otros dos chicos, esperando que se rieran o dijesen algo más, pero permanecieron callados, así que decidió continuar—. La leyenda cuenta que era una mujer muy hermosa sobre la que pesaba una maldición que la transformó en sirena y que desde entonces atraía con sus cantos llenos de pena a jóvenes pastores para devorarlos.

—¡Buah, vaya historia, tío! —exclamó José con una carcajada. A su lado Jaime también había empezado a reírse antes de hablar.

—Es la chorrada más grande que he oído últimamente, en serio, macho.

Pedro se encogió de hombros y le dio otro trago a su bebida, sonriendo un poco también. Le gustaba recordar esa historia, podía evocar el tono tenebroso de la voz de su abuela mientras se la contaba y como cada una de las veces que la escuchaba sentía un escalofrío recorrerle.

—Yo lo cuento fatal, pero os prometo que da miedo. —Se defendió Pedro sin dejar de reír junto a los otros dos.

—Lo que tú digas —dijo entonces Jaime mientras seguía bebiendo.

—Seguro que lo que te pasa es que sigues de morros por lo de Rebeca —comentó José con una sola ceja alzada—. Tu tierno corazoncito no puede vivir sin ella.

Y José empezó a reírse a carcajadas que rompían la noche con estruendo. Jaime también se rio, pero con menos fuerza esta vez.

—Va, el tío está jodido, no te pases —amonestó Jaime a su compañero con un ligero golpe en el brazo—. Y todo lo que puede hacer es ponerse a pensar en la guapa sirena de la que le hablaba su abuela.

Y los dos estallaron de nuevo en risas ante la mirada ceñuda de Pedro.

—Sois gilipollas del todo —murmuró Pedro. No se reía, la mención a Rebeca le había recordado todo lo ocurrido; su fuerte discusión y su inevitable ruptura. Y Jaime tenía razón, estaba jodido.

Pedro se levantó con cuidado de no pisar el fuego que crepitaba alegre entre ellos.

—¿Vas a lloriquear por ahí? —Le soltó José mientras intentaba recuperar la respiración. Pedro ni le miró, solo echó a andar, internándose entre las nudosas encinas.

—¡Ten cuidado no te encuentres con una sirena buenorra y te coma!

Pedro se alejó de ellos, tambaleante, sin hacerles caso y se internó entre la niebla y el bosque. José y Jaime eran dos idiotas redomados, pero eran sus amigos. Aunque a veces le sacaban de quicio. No entendía por qué habían tenido que sacar el tema de Rebeca, habían ido a aquel bosque a dejar atrás todas esas cosas. Suspiró.

Se dio cuenta de que cuanto más andaba, alejándose de las voces y las risas de sus dos amigos, menos veía ni oía nada. Al final se detuvo al pie de un árbol grande y levantó la cabeza hacia sus ramas más altas con alivio.

De repente un chillido, estridente y prolongado, perforó sus tímpanos y se llevó las manos a los oídos, asustado, cerró los ojos para mitigar el dolor. Un instante después el chillido había desaparecido en la noche como si nunca hubiese ocurrido, como si hubiera caído en un profundo pozo que lo hubiera acallado para siempre. Entonces comenzó a oírlo, una musiquilla lenta y rítmica que parecía haber nacido del silencio que había dejado tras de sí aquel grito.

Era una voz de mujer, dulce, lenta y profundamente triste. Tan suave como el trino de un pájaro. Se coló en su cerebro y, aunque no podía distinguir las palabras, una sensación de profunda melancolía se apoderó de él. Esa voz le envolvía lentamente con cintas de seda invisibles, subyugándole sin que se diera cuenta. Escuchó en su cabeza la voz de su abuela susurrando las historias de fantasmas y sirenas encantadas que tanto le gustaba contar y sintió un soplo de brisa rozarle la nuca. Al estremecerse se dijo que solo estaba borracho.

Ante aquel llamado echó a andar, aplastando las matas con los pies y tropezando en las rocas ocultas bajo la hojarasca. La niebla se había hecho con el monte, lo aplastaba contra el suelo y creaba un mundo frío y silencioso en el que nada parecía poder penetrar, ni siquiera la luz de la hoguera que había dejado atrás. Y él se internó allí, ajeno al halo de misterio que lo envolvía todo.

Pedro aguzó el oído contra el silencio duro del monte y volvió a escuchar la melodía, rítmica y de cadencia triste. Y algo dentro de él pareció querer aferrarse a aquella voz, seguirla hasta donde fuera para encontrarla y engancharse a ella para siempre.

Se sujetó como pudo a los troncos nudosos y las ramas retorcidas de los árboles, igual que guardianes silenciosos de oscuros secretos, que se interponían en su camino. Apretaba con desesperación las ramas desnudas mientras su respiración se hacía cada vez más rápida y superficial y se quedaba pegada a su cara en una nube de vaho. El apremio irresistible de la melodía le impulsaba a llegar hasta ella, hasta la desconsolada joven que cantaba, para aferrarla entre sus brazos. Ni siquiera se dio cuenta de que ya no podía escuchar a sus compañeros riendo estruendosamente alrededor del fuego. En aquella gruta de niebla no parecía existir nada, tan solo la voz, igual que un hechizo de la época en que allí se adoraban a dioses antiguos y crueles y el miedo a seres más terribles que el diablo afloraba detrás de cada piedra.

La voz dulce que no podía apartar de su cabeza lo impregnaba todo, mezclada con la niebla, entraba en acordes lastimeros directamente hasta el fondo de su alma y se quedaba allí, enredándose en él.

—…oír, cristianos oír lo que las ánimas penan…

Apartó de su cara unas ramas de un manotazo violento y entonces la vio. Estaba de espaldas y sumergida hasta la cintura en el agua negra de una charca. Su piel pálida parecía refulgir entre la oscuridad y la niebla, igual que un faro, guiándole hasta un puerto seguro. Seguía alzando su voz, casi susurrante, sin saber que él estaba allí, observándola.

—…unas penan de los brazos y otras de brazos y piernas…

El pelo negro, como un pesado manto de terciopelo empapado, caía por la espalda blanca, creando finos regueros por ella como riachuelos helados hasta morir en el agua negra, mezclándose en ella, hasta que no era posible distinguir qué era agua y qué cabello.

Mientras la miraba, Pedro sintió como perdía poco a poco todo el aire, escapándosele entre los dedos en una nebulosa de vaho ante aquella visión. Sus brazos, de aspecto tierno y delicado, se movían con lentitud por todo lo largo de su cabello empapado, peinándolo suavemente al compás lastimero de la melodía.

Su boca se secó y sus manos temblaron con la necesidad de tocar aquella piel húmeda. Imaginó, como algo totalmente ajeno a su voluntad, el tacto frío pero aterciopelado de su cuerpo desnudo contra el suyo. Se olvidó de sus compañeros, se olvidó de Rebeca, se olvidó absolutamente de todo. Lo único que existía era ella y su voz cargada de triste inocencia.

—…y otras penan de la vista por no mirar con decencia…

Se quedó allí contemplándola, paralizado en el sitio como si cadenas oxidadas hubieran surgido de las entrañas negras de la tierra para retenerle allí. Sin darse cuenta. Envuelto eternamente en aquella voz dulce y atormentada. Indefenso.

—…y otras penan por ser maldicientes y ellas por la lengua penan…

La voz se apagó y fue como un látigo restallando en la bruma, deshaciéndola en girones. Pero no terminó con el embrujo. Pedro solo maldijo, en su fuero interno, ante el silencio que apretaba contra él, privándole de lo único que anhelaba. Nunca más podría oír nada, estaba seguro de ello. Entonces apretó los puños, resistiendo el impulso de pedirle que siguiera cantando.

Entonces las sombras se agitaron en la oscuridad ante sus ojos. El agua de la charca se meció con languidez ante el movimiento de su cuerpo grácil y la mujer se giró. De repente Pedro sintió un frio feroz morderle los huesos cuando ella le miró. Los ojos eran negros, como su pelo, y acaparaban la luz invisible de la niebla hasta hacerla suya y reflejarla allí donde los posaba. Y esos ojos, helados como pedazos negros de hielo, se hundieron en él, buceando hasta el fondo de su ser. Encontraron su corazón y sin permiso se lo arrebataron.

Como si no fuera más que un triste muñeco sujeto con hilos invisibles, Pedro dio un paso hacia ella. Recorrió con la vista ávida cada pequeño trozo de piel expuesta y mojada, cada mechón nebuloso que flotaba en el agua frente a él. Los orbes negros le tenían sujeto, aunque él se sintiera libre al mirarlos, buscando la manera de descifrar aquellas profundidades de oscuridad. Otro paso más y los ojos de la mujer parecieron relampaguear durante un instante fijos en los suyos.

—¿Necesitas ayuda?

Escuchó el temblor en su propia voz y no se lo creyó. La criatura del agua solo le miraba, sonriente y sin contestarle, y los ojos de Pedro se dirigieron sin darse cuenta hasta aquellos labios que parecían una mancha de sangre fresca en la cara pálida. Una escalofriante nota de color en todo aquel conjunto en blanco y negro.

Se quedó allí contemplándola, desconcertado, sonriendo como un tonto y con una tranquilidad extraña recorriendo sus miembros. Todo parecía estar bien, ser correcto, pero algo en esa tranquilidad le perturbaba. Algo no encajaba del todo, aunque no lograba comprender lo que era. Imitó la sonrisa de la chica sin siquiera darse cuenta.

El tenue ulular de una lechuza a lo lejos rompió el silencio espeso que parecía caer sobre el bosque entero. Pedro la escuchó perfectamente y un pequeño rayo de realidad amenazó con taladrar su mente, pero no levantó la mirada. No era importante, solo una lechuza, nada más. Todo seguía bien. Observó como la mujer se recostaba lentamente sobre las rocas llenas de musgo de la orilla y su cuerpo parecía brillar bajo el agua como si fuera el mismo reflejo de la luna desapareciendo en las profundidades gélidas. Un escalofrío, veloz e inesperado, recorrió toda la columna vertebral de Pedro al contemplarla. Su mente aletargada volvió a protestar, diciéndole que algo estaba mal, muy mal, pero no quería escuchar nada. Solo eran imaginaciones suyas. Era evidente que aquella mujer estaba sola en el bosque por un motivo muy claro; esperarle a él.

O eso se dijo con fuerza, creyéndolo sin un atisbo de duda.

—¿Necesitas ayuda? —repitió como dentro de un sueño.

De nuevo, Ella no le contestó. Solo seguía observándole con sus ojos oscuros y brillantes. Pedro se acercó hasta la orilla con la mano extendida hacia la mujer para ayudarla a salir del agua y ella se lo permitió.

Había un oscuro silencio que reverberaba en la niebla que lo envolvía todo. Cuando casi pisaba la orilla con la punta de sus zapatillas, ella negó levemente con la cabeza y entonces él, por primera vez, intentó dejar de mirarla. No pudo. Las palmas de las manos comenzaron a sudarle por un motivo que no comprendió y se apresuró a secárselas en el pantalón. Después volvió a tender su mano, justo en el instante en que la sensación de apremio que había permanecido latente en el fondo de su cerebro se hacía más fuerte. Una sensación de urgencia. Debía marcharse de allí, olvidarse de la chica del agua y volver con sus amigos en aquel mismo instante.

Pero no lo hizo.

En cambio movió un poco más los pies, metiéndolos un poco entre las hierbas húmedas y miró hacia abajo, a aquella sibilina sonrisa ensangrentada que parecía retorcerse en el rostro perfecto de aquella mujer. Justo entonces algo se movió bajo las aguas negras. Solo logró un leve atisbo, pero fue suficiente para poner de punta todos los pelos de su cuerpo. Algo grande y con escamas que brillaban cual joyas negras bajo el tenue resplandor de la niebla emergió durante un instante, consiguiendo que casi se le parase el corazón. Lo notaba latir en el pecho, rápido, frenético, luchando en cada respiración por comprender qué había visto.

—¿Qué…?

No encontraba su voz. Se le había atascado al final de la garganta por donde el aire ya no le entraba y no era capaz de pronunciar una sola palabra. No estaba seguro de lo que había visto, quizá había sido cosa de su imaginación, pero en el fondo sabía que no. Aquello era monstruosamente grande. Quizá un pez extraviado, se dijo, aunque también sabía que no era cierto.

Unas nuevas ondas en la superficie tranquila del agua y otro breve vistazo de aquello que le había paralizado. Esta vez lo vio con claridad y no pudo seguir diciéndose que había sido una mala jugada de su mente pues allí estaba; una larga cola de pez con escamas negras que sobresalía del agua con suavidad y gracia. Parpadeó con fuerza una sola vez y se resistió a la necesidad de frotarse los ojos. Entonces volvió a mirar a la mujer en el agua y observó su cuerpo con cuidado, intentando descifrar sus formas pálidas en aquella oscuridad neblinosa. Los brazos, largos y gráciles, seguían jugando con su pelo de forma distraída mientras no dejaba de mirarle. La espalda, estrecha y pálida, seguía cubierta en parte por las negras hebras pero podía ver su final hundiéndose en el estanque donde la negrura parecía tragarse la parte inferior de su cuerpo.

Tembló un poco sin saber muy bien si quería confirmar aquello que ya se había imaginado de manera espantosa.

Una gran sacudida en el agua, fruto de la gran cola de pez agitándose en ella, le sobresaltó. Dio un pequeño salto hacia atrás de manera inconsciente justo antes de que su cerebro, un poco espabilado por el estallido, le gritase una vez más que abandonara aquel lugar.

—¿Qué ha sido…?

Pero sus palabras quebradas murieron en sus labios cuando se apremió a sí mismo, ahora más consciente, a marcharse de allí sin preguntarse nada más. No quería estar allí, y ya era demasiado real para decirse que no era más que el alcohol corriendo por sus venas. Y tenía miedo. Un miedo más allá de toda razón o pensamiento. Un miedo que lo único que le dejaba pensar era en correr de allí lo más rápido y lejos que pudiera. Antes de que fuera tarde.

Giró sobre sus pies sin volver a mirar a la mujer y alzó la pierna. Y entonces sintió unos dedos mojados y fríos cerrarse como una tenaza sobre la pantorrilla que aún permanecía quieta.

Dio un grito ahogado cuyo sonido pareció ser engullido por la niebla que le rodeaba. Intentó soltarse del agarre y cayó al suelo, desesperado por escapar, mientras su corazón luchaba por mantenerle con vida. Arañó la tierra con las manos, buscando algo a lo que agarrarse, alguna roca de la que poder tirar de sí mismo y escapar de aquel misterioso ser que parecía una hermosa mujer. Entre tanto la presa sobre su pierna no se aflojó en lo más mínimo pese a todos sus esfuerzos. Pedro no era muy grande, pero se consideraba a sí mismo un hombre fuerte, sin embargo no era capaz de apartarse de su captora ni un centímetro.

En medio de su desesperación y el intenso forcejeo que le había empapado en sudor, cometió el error de mirar atrás. Sus ojos, grandes y negros, se lo tragaban entero como dos agujeros negros que le atraían inexorablemente hacia su vacío interior. Estaban vacíos y a la vez parecían esconder en ellos todos los secretos del universo. Toda la felicidad y lo que su mente, en sus sueños más locos, pudiera imaginar, parecía vivir dentro de ellos. Y a la vez la destrucción, la muerte inevitable, el horror del abismo más profundo.

Se quedó paralizado, solo podía escuchar sus propios latidos en los oídos sordos. Notó que estaba jadeando por el esfuerzo, pero ni siquiera sintió su propio cuerpo, ni sus manos enterradas en la tierra fría, ni el sudor que le corría por la cara ni la pierna aprisionada. Solo la veía a ella, solo esos enormes ojos que se hacían con su voluntad sin esfuerzo, doblegándole de una manera irresistible y letal y consiguiendo que a él le pareciera bien.

Poco a poco, dentro del mismo trance extraño que le había guiado hasta allí, se dio la vuelta. Ella no le soltó la pierna pero se quedó sentado en la orilla, con sus manos hundiéndose en el barro, mientras seguía contemplándola como si en el mundo no existiese nada más. Como si nada pudiera existir fuera de ella. En algún rincón de su cabeza aun oía la insistente vocecita que le apremiaba, pero era débil y absurda y no quería hacerle caso. Lo único que deseaba era quedarse para siempre mirando aquellos ojos llenos de maravillas y horrores y aquellos labios de sangre pura.

La vocecita de su cabeza insistía en que debía levantarse y huir de allí. Que seguramente sus amigos se preguntaban dónde estaba, pero no tenía fuerza sobre él. Toda la fuerza la ejercía ella y él, de buen grado lo aceptó. No necesitaba a sus amigos, ni a sus padres ni siquiera a su exnovia Rebeca. No. Lo único que necesitaba estaba justo delante de él, sonriéndole.

Con movimientos torpes se dobló sobre sí mismo hacia donde ella aun mantenía el agarre de su pierna. La expresión de su cara era dulce y serena pero los dedos que se apretaban contra su carne tenían los nudillos totalmente blancos. No le dijo nada, su expresión no cambió en absoluto, pero Pedro sintió un deseo irresistible de inclinarse y besarla. Tenía que hacerlo, debía sentir esos labios contra los suyos aunque fuera una vez, lo que pasara después le daba igual. Luego volvería con sus amigos, se dijo dentro de su cabeza.

Se inclinó un poco más y alargó la mano para acariciar con la punta de los dedos el rostro pálido y ovalado. Si antes todavía había tenido un pequeño atisbo de voluntad, esta se desvaneció en cuanto sus dedos rozaron la piel mojada. Ni siquiera se percató de que la niebla se espesaba alrededor de la charca, en torno a ellos, ni de que los animales nocturnos parecían haber cayado para siempre, expectantes y temerosos.

Ni siquiera sintió nada cuando de la mano apretada en su pierna surgieron unas uñas feroces y afiladas que se clavaron en ella sin piedad. No, nada de eso le importaba. Lo único en lo que podía pensar era en cuánto tiempo más tardarían aquellos labios en rozarle mientras sus cabezas se inclinaban.

No fue demasiado. Cuando Pedro sintió al fin los labios rojos y fríos contra los suyos se despertó, como de un sueño, y de pronto fue consciente de su pierna, aferrada y sangrante y de la criatura horrible llena de escamas y protuberancias que se extendían por toda su cara y cuerpo de piel verde putrefacta. El cabello seguía siendo negro, pero no era hermoso en ningún sentido, solo parecía envolver a la criatura como una maraña de redes de pescador destrozadas. Y, mientras se daba cuenta de todo eso, también notó que no eran unos labios suaves y dulces lo que su boca tocaba, sino un enorme agujero lleno de dientes espantosamente grandes y afilados salidos de sus peores pesadillas.

Aterrado, intentó retroceder de nuevo, con todas sus fuerzas. Una de las manos de la criatura, llena de pústulas, se cerró con rapidez y una fuerza sobrehumana sobre su nuca, manteniéndole allí.

Pedro trató de luchar. Se removió y retorció hasta casi dislocarse la pierna. En vano. La criatura movió la inmensa cola negra de pez a sus espaldas en un llamativo chapoteo de victoria y chilló, con una voz aguda y penetrante que le rompió los tímpanos. Pedro estiró una de sus manos libres buscando a su alrededor; una piedra, un palo, cualquier cosa que le permitiera escapar. Su corazón saltó victorioso cuando sus manos se cerraron en torno a los bordes afilados de una roca del tamaño de su puño y la alzó con los dedos, victorioso. Con la piedra en la mano se giró como pudo, volviendo a clavar sus ojos en el ser repugnante frente a él y preparado para asestar el golpe que le liberaría.

Pero no pudo hacerlo.

Aquellos ojos negros le atraparon de nuevo, dejándole sin fuerzas y sin ganas siquiera de vivir. Por un instante vio a la hermosa mujer que el ser había sido en esos ojos profundamente oscuros y se tranquilizó al instante. Era hermosa, se dijo, no se merecía que él le diera con una piedra en la cabeza.

Pedro sonrió en su ensueño y su mano se aflojó, dejando caer la roca de nuevo y esta rodó por la orilla, inservible. Entonces dejó de resistirse, relajó los hombros y la pierna a punto de romperse. No podía dejar de mirar la imagen de la bella joven de la charca. ¿Cómo, en nombre del cielo, podía uno apartar la vista de algo tan hermoso?

La criatura sacó las garras de su pierna y Pedro se estremeció ligeramente ante el dolor, pero su mente no lo registró. Entonces sintió que las manos le arrastraban, tiraban de él hacia la charca con suavidad y se sintió bien, tranquilo. Profundamente agradecido de poder reunirse con aquella hermosa mujer por fin.


Aquella misma mañana, cuando el sol se coló entre las ramas retorcidas de los árboles y fue a estrellarse contra las aguas oscuras de la fuente de la Luná, los amigos de Pedro vieron flotar en la orilla una de sus zapatillas convertida casi en jirones.

30 de Maio de 2022 às 10:02 3 Denunciar Insira Seguir história
2
Fim

Conheça o autor

Comente algo

Publique!
Diego E. Diego E.
hola!. Estuve leyendo tu trabajo. Me agrada el ritmo en la narración de acontecimientos y la adaptación de diferentes conceptos y mitos populares. detalles como el licor que consumían los personajes crean ciertas sospechas, y eso enriquece el cuento. Buen trabajo! Saludos !
August 05, 2022, 18:45

  • H T Hayaroja Tejonera
    Hola! Muchas gracias por tus palabras, quería indagar un poco en la cultura popular de mi zona y que no se tratara de lo de siempre, me alegra que te gustase! Si lo del consumo de licor era una parte fundamental jeje. Gracias de nuevo y un saludo! August 06, 2022, 09:43
  • Diego E. Diego E.
    con todo gusto ! August 25, 2022, 20:10
~