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Tinta roja

Solo una mancha en la infinidad del yermo. El viento levanta la escarcha helada en ráfagas brillantes y perladas.

Su paso es firme, aun ante el céfiro que lo azota sin piedad. Pasos lentos que agrietan el suelo congelado, y un hálito blanquecino que acompaña el ritmo de su marcha.

En su mente solo existe un mandamiento fundamental. Llegar a Sacra Terra.

Los recuerdos del hogar abrigan su corazón y escudándolo de la tempestad. Memorias de los jardines plateados. Del bullicio de los transeúntes y las invitaciones de los comerciantes. El ronroneo mecánico de los vehículos a caldera, y el abrazo tibio y gentil del sol de mediados de otoño.

Su perfume delicado a jazmines y azares, mezclado con la fragancia tibia de su piel, le llega como una promesa eterna de amor.

El recuerdo lo golpea bajo, y la belleza, sin perder su hermosura se tiñe de peña y remordimiento. Tantas palabras guardadas, tantos susurros ahogados, y tantos sueños inconclusos.

- No- se dice así mismo en un gruñido seco, - aun no es tarde. Todavía puedo llegar. Todavía estoy a tiempo.

Con firmeza estruja las correas que lo unen a su carga, a esa mínima lágrima de esperanza en un mar de desolación.

- Yo puedo- masculla para sí mismo, sintiendo en sus hombros anchos el peso de su deber.

Una carpeta rebosante de papeles cae frente su rostro distraído, arrastrándolo a la realidad que conoce y donde él existe.

Un hombrecito de aspecto enclenque y con escaso cabello berrea ante él. El mismo sermón repetitivo de casi todos los días.

“Eficiencia” “Dinamismo” “Deber” “La empresa”, son siempre los términos en los que hace énfasis como si quisiera crucificarlo con palabras.

Él asiente en silencio. Sus dedos martillando rítmicamente en el teclado mientras sus ojos siguen mecánicamente cada renglón. Y de esa misma manera monótona transcurren ocho horas de trabajo.

Con la mirada perdida en sus pensamientos, viste su saco y toma el maletín con sus iniciales, antes de abandonar junto con sus compañeros la rutina laboral.

Un colectivo, de llegada aleatoria, lo lleva hasta el departamento en el que ha vivido desde que se mudó a la ciudad bajo la promesa de poder crecer en la carrera para la que estudió.

Las luces amarillentas del alumbrado público le presentan la cara nocturna de la ciudad. Pero eso no es lo que él ve.

Sus ojos castaños están aún fijos en esa figura solitaria que atraviesa determinadamente el yermo helado.

Las ráfagas se detienen súbitamente y un sol mortecino se abre paso entre jirones de nubes grises. El caminante levanta apenas la vista, cubriendo con la sombra de su zurda los ojos que hace tanto no ven la luz del sol.

- Ya era hora- suspira fatigado al tiempo que tira hacia atrás la capucha opaca que envolvía su cabeza.

Un suspiro largo escapa de sus labios para volverse una nube de vapor.

- Solo un poco más- se dice a si mismo antes de acomodar el bulto que carga y reiniciar la marcha.

Ni tres pasos alcanza a dar que la cicatriz en su diestra late con violencia.

Un escalofrió eléctrico trepa por su columna como un animal salvaje, advirtiéndole del peligro próximo.

Un sismo subterráneo rompe la quietud, y el suelo mismo del páramo. Una cicatriz creciente abriéndose negra en la superficie lisa y blanca.

El latir de su mano ahora es un temblor nervioso que nubla su mente y acelera su corazón. No hay donde huir, ni esconderse. Esta solo en el yermo, y algo viene por él.

- ¿te quedaste dormido? - brama el conductor del colectivo.

La realidad cae sobre él como una guillotina, y sin intercambiar nada más que una mirada cansina con el conductor, baja del vehículo dos paradas después de la suya.

Con la calma propia de la costumbre, llega a su departamento, y descarga el maletín en un sillón cerca de la entrada. Deja el saco en el respaldo de una silla del comedor antes de buscar una cena rápida en la heladera.

No quiere admitirlo, pero hay en su mente y corazón una necesidad que se hace más presente ahora en la paz de su domicilio.

Un deseo, sino una pasión, que arde dentro de él. Por lo que, terminando lo antes posible con su comida, avanza hacia ese escritorio que tiene en el extremo opuesto a su dormitorio.

Las paginas siguen en el mismo lugar donde las dejó la noche anterior. Fardos de hojas de papel blanco encarpetados y ordenados por número.

Esta noche, igual que desde hace meses, es el numero diecisiete el que le promete una nueva noche de insomnio.

Como un director de orquesta ocupa su asiento frente al escritorio, y tomando una lapicera como batuta, la tinta se vuelve letra, y las letras historia.

El sismo se fortalece, y la cicatriz negra en el suelo congelado muta en una fisura.

El caminante no tiene alternativa, debe de enfrentar lo que sea que este por emerger de la negrura del subsuelo. Pero, por sobre todas las cosas, debe de triunfar.

El rugido terrestre enmudece, dándole protagonismo al único otro sonido que se escucha en el páramo. El chasquido metálico de un cerrojo cerrándose sobre un cañón.

El arma es blandida por la diestra, mientras que la zurda busca entre los ropajes pesados, la empuñadura tosca pero confiable de un escudo.

Una erupción de tierra, hielo y vapor rompe el suelo, como una flor de roca y polvo abriéndose frente al caminante.

Dedos firmes y gruesos asen con fuerza la empuñadura del escudo antes de soltar el seguro y desplegarlo frente a él. Un redoble de pedruscos pequeños y esquirlas de hielo chocan contra el metal pavonado.

No se oyen rugidos aterradores o alaridos del inframundo, solo un silencio sepulcral sigue a la erupción de tierra.

Los cañones gemelos del arma, calzan estrechos con un golpe seco, en una de las rendijas del escudo. El caminante afirma su postura, y retrocede lentamente, arrastrando los pies. Su defensa es firme, y aun cuando el latido en la cicatriz de su mano lo llama a la violencia, él mantiene su postura.

De entre la nube densa de polvo y tierra, se deja ver en un abrir y cerrar de ojos, el sutil destello de algo que refleja la luz del sol.

Con el silbido propio de una saeta, un dardo metálico y aserrado vuela hacia la frente del caminante, pero encuentra el metal duro y frio del escudo en su lugar.

La punta cae al suelo, deteniendo el tono agudo de los metales chocando entre sí.

Él observa el proyectil. Cuatro hojas de metal sucio y ennegrecido retorcidas en un espiral perforante, unidas a una base circular de aspecto pesado, de la que se prolonga una cadena que nace de la nube de polvo.

El tintineo del acero lo alerta a tiempo, y logra escapar al latigazo que se proyecta, cuando el dueño de esa punta la reclama.

Una última ráfaga de aire helado borra el sudario de polvo y tierra, revelando al atacante.

La pesadez de sus parpados lo alerta. Y dejando de lado la lapicera, parte a la cocina a preparar café.

La infusión oscura se desliza cálida y bienvenida por su garganta, como un trago de nueva vida que calma su fatiga.

Los dedos, ahora tibios por la caricia de la porcelana caliente, asen nuevamente la lapicera y la tinta fluye una vez más sobre el papel.

Brazos desproporcionadamente largos y finos, retraen la cadena, con movimientos aparentemente perezoso.

Ojos negros como carbones, observan al caminante con mirada febril y demente, desde las rejas de una jaula de hierro que envuelve completamente la cabeza pálida y lampiña.

Un torso raquítico, apenas cubierto por un chaleco cerrado hasta el cuello y largo hasta las caderas, hace unión a las extremidades inhumanamente largas y finas.

Piernas zancudas, apenas vestidas por los jirones de lo que pudo ser alguna vez un pantalón, ayudan a la abominación a escapar de la fisura en la tierra.

Con cada movimiento, las articulaciones de la criatura crujen secas y tiesas, solo opacadas por el tintineo de las cadenas que cascabelean en su mano derecha.

Sus miradas se cruzan por una fracción de segundo. El negro absoluto y carente de vida del ser emergido, con el fuego vivo y violento del caminante.

Un torbellino de apéndices y acero. En eso se transforma la criatura girando sobre sus piernas escuálidas mientras azota el aire con la cadena y el péndulo mortal. Rasgando el aire y el suelo con cada voltereta.

El hombre esquiva los azotes del látigo, gracias a reflejos forjados en una vida de combate.

El dardo espiral silba en el aire, como el lamento de un alma en pena, atacando incesantemente.

Los músculos fatigados del caminante empiezan a perder fuerzas, y su guardia a quebrarse ante cada nuevo golpe del látigo, por lo que abandona la defensa y prosigue a la ofensiva.

Atrapando el dardo entre una de las rendijas del escudo logra desestabilizar a la criatura. Solo durante el tiempo suficiente como para tener una vista clara del torso escuálido.

Su índice presiona el gatillo, y un trueno de acero y plomo ruge, haciéndose escuchar en todo el páramo.

Los parpados del hombre caen por más que el café le de energía nocturna.

Suspirando y acariciando su cuello adolorido por las horas frente a un monitor, abandona la lapicera, y emprende el camino hacia el lecho.

Sueños confusos e incomprensibles llenan el descanso del escritor, mientras a un ritmo incómodo y ajeno, se abre paso hacia su mundo onírico.

Con fastidio el hombre apaga el despertador, iniciando nuevamente la monotonía de su rutina cotidiana.

O lo hubiera hecho, de no haber notado algo fuera de lugar.

Un papel cuidadosamente doblado y acomodado sobre las páginas que estuvo escribiendo la noche anterior.

La extrañeza y el temor se mezclaron de tal forma en su mente, que no podría haberlas diferenciado de entre sí. Pero, a pesar de la amalgama, la curiosidad siempre es mayor.

Con cuidado tomó el papel doblado, pero no sin antes, dar una ojeada al texto que dejo sin concluir.

Un escalofrío serpenteó eléctrico por su espalda al ver una segunda caligrafía, y no solo eso, sino tinta roja chocando directamente contra el negro de su lapicera.

La segunda caligrafía, concluía el combate entre el caminante y la abominación del látigo, de una forma abrupta e inesperada. Ni más ni menos que, con una andanada de disparos lejanos, abatiendo al horror y salvando al hombre.

Indignación, terror, enojo, o todos juntos. El hombre ya no sabía qué sentir en ese momento.

Salvo por una cosa que estaba más que clara en su mente, debía de examinar el papel doblado que aun sostenía, solo que ahora con una mano temblorosa.

Con dedos helados de nerviosismo desplegó el papel. Sus ojos abiertos de par en par ante una sola oración escrita en la misma caligrafía y tinta roja.

“Ya no estás solo en esta historia. Bienvenido”

23 de Setembro de 2021 às 22:48 0 Denunciar Insira Seguir história
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Fim

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