«Perdimos la gran guerra».
Con esa frase se resumen los últimos años de mi vida y la de mis hermanos.
Nuestro creador, el fuego, aquel que llevamos por dentro, envolviendo nuestras almas, ahora yace encadenado por las pulseras metálicas que los hijos del Reino de Promepolis imponen en nuestros cuerpos.
Las pulseras sellan nuestra magia y mantienen dormida nuestra alma, inyectan cansancio y debilidad en nuestros cuerpos, y aletargan nuestra mente.
Los habitantes de Promepolis, que con sus armas frías y crueles hicieron que nuestras rodillas cayeran a la tierra y nuestras frentes besaran sus zapatos, viven sintiéndose a salvo por nuestra debilidad impuesta y el confinamiento y control exhaustivo con el que hostigan a la mayoría de nosotros.
No debió ser así.
Debimos ganar.
Debimos luchar, siempre hasta el final, hasta quemarlo todo bajo nuestros pies. Hasta hacer nuestra la mitad del mundo y vivir todos libres y en paz, sin cadenas y sin reyes.
Por desgracia, mi madre, antigua líder de los hijos del fuego, fue débil.
En medio de la guerra, cuando me vio secuestrado en las manos del Rey Frío, ella ofreció su vida en lugar de la mía, dejando así desprotegidos a mis hermanos y sin guía a nuestra raza.
Antes de ser ejecutada, firmó la rendición y me ofreció en calidad de hijo político al Rey Frío. Este le regaló mi mano a su único hijo.
Hoy, diez años después, Galo Thymos, Príncipe Heredero de la gran e invencible Promepolis, aquella que nunca ha visto la derrota, yace dormido y desnudo envuelto junto a mí entre mis sábanas.
«Te amo».
Me dijo, hace tanto tiempo que parecen siglos enteros.
«Te amo».
Le respondí, y mis palabras eran eternas e inquebrantables.
Mi deber para con mi reino anfitrión es asegurar la pronta coronación de mi prometido, velando siempre por su honor y por su orgullo, siendo fértil para él y engendrando hijos sanos y fuertes hasta lograr darle un heredero varón Alfa.
Mi deber de sangre, en cambio, es destruir la corona que él anhela y ama.
«Eres mi vida».
Me dijo Galo, con el primer beso inocente en nuestra adolescencia.
«Eres mi fuego».
Le aseguré, y era un juramento.
Su sangre es sagrada para mí.
Si Promepolis arde y se carboniza.
Si la Dinastía Thymos se extingue para siempre.
Si la Corona Fría pasa a manos de los hijos del fuego y la derriten por completo.
Sin importar el futuro incierto, mi corazón le pertenece a aquel que me ama.
Mi vida es suya.
Hice este juramento aquel día con el primer beso. En nombre del sagrado fuego, Galo y yo estamos unidos.
Si Galo muere, yo muero.
Sin embargo, si yo vivo, solo será luchando y solo será bajo mi ley. Ardiendo siempre, inmenso e invencible.
INAPAGABLE.
Moriremos juntos, como ceniza extinta y olvidada en el viento.
O viviremos juntos, entre llamas altas y fuertes que forjarán nuestra fuerza y fundirán nuestros cuerpos en uno. Uno imbatible e invicto.
Tú y yo dijimos «Amor» un gran e inolvidable día, eso significa «Eterno» para mí. Por lo tanto, nunca nos separaremos.
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