Donde la esperanza y la compasión perduran todavía.
Las lágrimas del cielo gris se esparcían por doquier,
Bajo un manto de nubosidad que solo se podía ver una vez,
Allí, en el umbral de la calle sin fin, ataviado de lobreguez por un auténtico enser,
Descansaba la urdimbre de ajenas vidas urbanas.
Lacónicas felicidades morían al unísono
Y sempiternas ilusiones de oportunidades esperando en el resquicio.
¡Por una vez! Alguien recuerda aquella historia de amor y pesadumbre
En donde pesares ahogados en la lluvia gritan bajo burbujas atrapadas
En donde recuerdos olvidados por la gente yacen como lumbre
Para encender la luz que sega su realidad y sentirse en su cumbre.
Érase la noche de un encanto abandonado,
Donde las estrellas fugaces iluminaban sueños volátiles.
La luna se había ido, y el cielo nublaba a los luceros.
El viento no dejaba oír,
El cielo no dejaba ver
Al infante perdido.
El reflejo distorsionado de un trapo en el agua estancada…
Un silencio adusto en el cual sus llantos vociferaban…
Risas y alegrías ya casi olvidadas…
Allí estaba… la niña abandonada.
Ella mesuraba atentamente sus acciones,
Racionaba con cuidado el alimento,
Y desde el quicio de alguna puerta que rechinaba
Ella observaba la lluvia muy asustada.
Los relámpagos de aquella noche resonaban en el frío paraje.
Ella había perdido su familia,
Pero un curioso animal la había encontrado como su amiga.
Pisadas en la lluvia se acercaban rápidamente.
Era el sonido amistoso de pesuñas que removían el agua a su andar.
No solo las precipitaciones empapaban a la niña que intentaba cubrirse bajo los dinteles de las puertas, sino también era la melancolía y el llanto atroz que humedecía el pálido rostro de la niña.
Ella, afligida, levanta la mirada perdida
Y allí lo ve, el rabo alegre de un canino
Le adopta un tórrido cariño
Eran aquellas dos almas extraviadas en el impío mundo
Cubiertas con el pingajo de la misericordia de la gente.
Ella lo observaba apoyada en el muro
Y el can la olfateaba muy levemente.
Ese era el sonido de un encuentro insólito.
Y la apertura de una relación esperanzadora.
“No tengo comida”- le reclama la niña atormentada.
Pero el can continuaba con el armonioso movimiento de su rabo.
La alegría que emanaba debajo de aquel hocico tupido de barro y de ese pelaje desaseado
Demostraba alevosamente la fiel compañía de aquel ser desahuciado.
El animal procuró acercarse esperando el beato beneplácito de la niña inclinando las orejas empapadas,
Y la rapaza, extendiendo su mano, lo aceptó muy encantada.
Tal noche llena de lobreguez, se había convertido, para la niña, en lucidez.
El canino se recostó junto a la infante, arropándola con su pelaje.
Provisoriamente le había fortalecido el espíritu con trapío,
En donde todo pensamiento fútil de ella se había desvanecido.
Juntos, apoyándose el uno con el otro, birlaban un poco de alegría.
El tugurio en donde residían al igual que sus vicisitudes, ahora recibirían una amnistía.
El vendaval oliscaba a congoja pero el efluvio de aquellos dos seres era de amor y lealtad.
Ambos pudieron soportar el azogue de aquella noche, como también los nefastos días posteriores de lucha por sobrevivir en las calles; pelear por provisiones.
La niña poseía brío y el can contaba con artería,
Para saciar su hambre, sed y salvar sus vidas.
Pero un día, la niña se despidió de su compartida yacija.
Unos hombres junto con una carismática dama la recogieron de las calles y la llevaron a un gran edificio en donde allí se reencontraría con otros infantes.
Muy untuosos y tórridos la condujeron hacia la reunión de la mocedad: correteaban, gritaban, pataleaban, esputaban, hasta algunos reían y lloraban, pero ella permaneció en un continuo sopor.
El paraje no era zalamero, más bien parecía el muladar del resultado no deseado de amores condenados.
Su respirar austero, su paso perecedero y su corazón enfermo.
La inanidad de esperar por quien la amase cundía en su espíritu.
Todos los días observaba por la ventana con gran esmero,
Con gran ímpetu de encontrar a su amigo, el perro.
Aquel que veló de ella mientras el vendaval ahogaba los gritos de auxilio,
Y adultos ignoraron la deletérea verdad de su condición.
Por inquietud, por temor.
Solamente le quedaba aguardar para confrontar aquel escollo.
Quien sabe en donde dormía aquel furtivo canino
Él era su único amigo.
Ahora ella había descendido a la ignominia,
Aún sin conocer, de la sociedad, su hipocresía.
Los días transcurrieron, y solo se podía contemplar la cohibida expresión de la rapaza,
Aun estando bajo techo, permanecía allí anclada.
Pero una pareja de adultos, al encontrarla muy desanimada, deciden adoptarla.
La visten, la transportan, y la refugian en su hogar,
Pero la puerta de entrada era idéntica a donde permaneció mucho tiempo junto al can.
¡Era allí, la misma casa donde ella resistió en su umbral!
Pero ahora pertenecía del otro lado de la puerta y, también,
Allí lo vio, al pobre animal, en el ajetreo por vivir.
Su melancolía espetó profundamente en el corazón de la niña.
Soslayando su cometer, intentó ayudar al can
Pero los adultos respondieron: “¡Aléjate del zaguán, no toques a ese enteco animal!”
Jamás le permitieron acercarse a su desdichado amigo y aunque ella viviera excepcionalmente, su estado y su ánimo eran despreciables.
El can, esperando un poco de misericordia, se echa en el zaguán suspirando su último aliento que le quedaba, y la niña lo acogió en sus brazos.
Su piel y su carne conformaban la misma esencia y aunque ella hacía todo lo posible para mantener su salud, cada vez más el animal mermaba su respiración.
El seco hocico del perro fue humedecido por el llanto atroz de la niña.
Ambos seres yaciendo en el paradigma de la cruda realidad.
A la merced de un conjunto de espectadores desconocidos que, a duras penas podían secarse las lágrimas de sus fruncidos rostros.
Allí esperó…. El cansancio no le afectaba… la hora se aproximaba y la vida del can fue reclamada.
Finalmente descansaría en paz en aquel zaguán.
En los últimos instantes, pudo robarle una sonrisa a la niña mostrándole el armonioso movimiento de su rabo como aquel día de tormenta.
Era aquella una sonrisa recubierta por el taciturno.
Ella no pudo impedir que feneciera,
y en un intento desesperado abrazó al cuerpo sin brío,
Secando sus lágrimas en el frío pelaje del animal y
Rozando su pálido rostro contra su cuello a la expectativa
De la demás gente.
Aunque se ha sufrido, nadie más lo recordará.
Ni siquiera tenía un nombre, pero la niña sabrá que tenía un espíritu.
El momento fue olvidado, y el cadáver ignorado.
Nadie sabrá siquiera que existió, pero ella lo recordará por siempre,
Y cuando una tormenta se presente, él volverá a su memoria.
Mirando a través de una ventana, desde el interior de la casa,
Observando el vendaval, ella dibujaba la silueta del can en el vidrio empañado,
Porque en ella yace siempre presente aquel primer encuentro…
El Recuerdo de una Tormenta.
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