criandomalvas Tinta Roja

La historia que nunca te han querido contar.


Horror Todo o público.
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¡Arde Roma!

Los despertaron con gritos, a golpes y empujones los condujeron al patio de entrenamiento. Sorprendidos en sueño profundo, apenas eran conscientes de lo que estaba pasando. La oscuridad era total, aún era noche cerrada. Pese a estar en pleno Julio hacía mucho frío, Aldair y el resto tiritaban y se desperezaban confusos.

Los guardias rodeaban a Gaius, el lanista propietario de la escuela de gladiadores. Se abrió paso entre las filas de carceleros un soldado que lucía un casco tocado con el penacho que lo distinguía como centurión, lo seguían una docena de pretorianos, inconfundibles estos por sus corazas negras y su formidable tamaño.

—¿Están todos?

—Todos salvo los heridos. — Era muy evidente el nerviosismo de Gaio, nerviosismo y malestar a partes iguales. —Son una mercancía muy valiosa, pero os puedo hacer un buen precio por el lote completo.

El soldado se desentendió de aquel mercader de miserias y se acercó a los cautivos. Los examinó uno a uno.

—¿Saben luchar?

—No los encontrará mejores en toda Roma, la mayoría de ellos son veteranos curtidos en decenas de combates.

—Me los llevo a todos.

Gaius se perdió en cálculos mentales, se le escuchaba cuchichear mientras contaba valiéndose de los dedos. Todo puro teatro, hacía un buen rato que había decidido un precio lo suficientemente abultado cómo para que, tras el regateo, le quedara un suculento beneficio.

—5000 sestercios, es un trato justo.

—Confórmate con el agradecimiento del emperador, eso es todo lo que has de sacar por ellos.

—¿Pretendéis robarme?

—¿Prefieres contrariar al Cesar?

—¿Cómo puedo saber que actuáis en su nombre? Siquiera sois pretoriano y estos que os acompañan seguro que se trata de impostores. No os voy a regalar mi patrimonio solo porque me lo pidáis sin mostrar aval alguno.

La oscuridad de la noche se vio perturbada por el resplandor de un incendio, el silencio se quebró con la algarabía proveniente del exterior. Gaio y los carceleros se sobresaltaron, también los gladiadores que continuaban semi desnudos tiritando y confusos.

—¡Por los dioses! ¿Qué está pasando ahí fuera? — Se decidió a preguntar el lanista que comenzaba a asustarse.

—Disturbios, una revuelta. Nos han desbordado, la guardia pretoriana se ha replegado a los aledaños de palacio para proteger al emperador. Yo ya he perdido a casi toda mi centuria, estos son todos los que quedamos. Roma necesita de todo aquel que pueda luchar y tus gladiadores son lo único que he encontrado.

Gaio comparó ambos grupos, soldados y esclavos, estos últimos doblaban en número a los primeros.

—Habéis perdido el juicio, en cuanto salgan de estos muros escaparán y se unirán a los sublevados. Todos estos hombres odian a Roma y no prestarán su brazo para proteger al Cesar.

—Correré el riesgo. Conducidlos a la armería y equipadlos. Nada de espadas o lanzas, solo mazas y hachas pesadas, también escudos, los más grandes de los que dispongáis.

—Estáis completamente loco si dejáis salir de aquí a estos indeseables armados y pertrechados. Os han de rebanar el cuello a vos y a vuestros soldados a la mínima ocasión. Pero si es lo que deseáis, que así sea. No tenemos armas pesadas, bien debierais de saber que no forman parte del espectáculo. Os habréis de conformar con tridentes y gladius. Están lo suficientemente afilados para rasgar armadura y carne. Espero que la vuestra, maldito ladrón. El emperador ha de saber de mis quejas, estad seguro. Me he de resarcir de las pérdidas y si pasáis de esta noche, ocuparéis su lugar en la arena del circo.

—Bien harás en encerrarte dentro de estos muros si pretendes consumar tu amenaza. Atranca puertas y ventanas o no verás el amanecer. Poco me importa lo que hagas cuando llegue el alba.


Poco tiempo después, pretorianos y gladiadores abandonaron los muros de la escuela, la puerta se cerró tras ellos.

Un germano le cuchicheó al oído a Aldair en un latín deficiente, pero no lo suficiente para que no lo entendiera. Aldair era galo y tampoco dominaba demasiado la lengua de sus esclavizadores. A todos los gladiadores les habían rasurado el pelo a la “moda” romana y afeitado las barbas y, salvo por pequeños detalles, era difícil adivinar su procedencia. Aldair conocía bien el acento de los germanos, tan desagradable como sus modales.

—¿Tú sabes lo que está pasando?

—No tengo ni idea, pero hacía tanto que no respiraba al aire libre que me importa bien poco. — Aspiró profundamente y su pecho se infló henchido de satisfacción. El olor a quemado le impregnó la pituitaria. En el horizonte, tras los edificios, el claror de lejanos incendios.

—Pues yo he de escapar en cuanto se me dé la ocasión. ¿Estás conmigo?

—¿Y dónde vas a ir? Eres un idiota.

—¡Y tú un rastrero y un cobarde! Vive esclavo, yo prefiero morir libre.


El centurión los reunió para arengarlos. Los gladiadores formaron tres filas desordenadas frente a él. Los pretorianos cubrían la espalda de su oficial, estos si, en perfecto orden.

—Algunos estáis pensando en atacarnos y saciar de esa forma el ansia de venganza. Solo algunos, pero en lo que todos estáis de acuerdo es en la pretensión de escapar. Creedme, eso no es una buena idea. Roma os ha esclavizado y ahora precisa de vuestra ayuda. Es irónico, ¿verdad? Pero contaréis con la gratitud del Cesar, vuestra lealtad será recompensada, no tengáis dudas. Esta noche podéis resarciros de las humillaciones a las que os ha sometido Roma, esta noche la vais a ver arder y consumirse hasta solo quedar cenizas y no habéis de temer represalias.

Un murmullo de incredulidad recorrió las filas de los gladiadores.

—¿Dónde escondes el gato, romano? — Aldair, al igual que el resto, recelaba de algo que a todas luces era demasiado bueno para ser verdad.

—”El gato” se esconde en la certeza de que la mayoría, si no todos, no veremos un nuevo amanecer. Yo voy con la verdad por delante. Sería ingenuo por mi parte confiar en vosotros, pero ya no hay vuelta atrás y me podéis creer cuando os digo que nuestra única oportunidad es permanecer unidos.

Al llevar los rostros semi ocultos bajo el yelmo, Aldair no se había fijado hasta ese momento en las expresiones de terror de los pretorianos. De los soldados, el único que parecía conservar la calma era su centurión. En la cara del gladiador se dibujó una sonrisa sarcástica.

—Tus argumentos son desalentadores. No se trata de una revuelta, ¿verdad? ¿De qué entonces? ¿Los partos han derrotado a las legiones, asolan Roma y el Cesar no quiere dejarles otra cosa que cenizas? En ese caso, lo recomendable es unirse al bando de los vencedores.

El jefe al mando de los soldados era fornido, pero de una envergadura menor que los pretorianos. Su armadura no lo distinguía como uno de ellos. Aldair había luchado contra muchos otros como él, legionarios cuya veteranía delataba las cicatrices repartidas por todo su cuerpo. El centurión hizo oídos sordos a las palabras del galo.

—No perdamos más tiempo, hemos de regresar al Circo Máximo, al mercado. Allí hay todo tipo de mercancías inflamables y es el mejor lugar para que las llamas se extiendan hacia los primeros cinco distritos de la ciudad.

Uno de los pretorianos se acercó a su oficial, parecía haber sido designado por sus compañeros como portavoz.

—Con el debido respeto, no podemos volver allí. Ese lugar es un hervidero, ha sido un milagro que lográsemos escapar. Los hombres no soportarán el tener que pasar de nuevo por ese infierno. Toda una centuria ha sido aniquilada y no disponemos de otros refuerzos para suplirla que este atajo de barbaros. — Señaló con desprecio a los gladiadores. —Mírelos, no desean otra cosa que huir, o peor, asesinarnos cuando les demos la espalda.

—¿Tienes familia, legionario?

El soldado asintió. —Mujer y tres hijos, nada sé de ellos. Viven el decimotercer distrito.

—Cerca del palacio del emperador. El Cesar da refugio dentro de sus muros a todos los que escapan. Estarán bien por el momento, pero... ¿Qué será de ellos si fracasamos?

El pretoriano regresó cabizbajo junto al resto de soldados, comenzaron una acalorada discusión. También los gladiadores lo hacían, unos abogaban por escapar, otros no se atrevían por miedo a las represalias, el germano y otros cinco defendían una opción más sangrienta.

—Ataquemos a esos hijos de ramera ahora que están distraídos, los superamos en número. No temáis su tamaño, no son legionarios. Los pretorianos nunca han combatido en igualdad de condiciones, solo amedrentan y asesinan a victimas desarmadas. — Miró de soslayo al centurión. —Ese es el único del que debemos guardarnos, si le damos muerte, el resto escaparán como conejos asustados.

—Ya te lo he llamado una vez y me reitero. —Aldair era de menor tamaño, pero ya se había enfrentado en la arena al germano y este sabía que no era buena idea menospreciarlo. —Me reitero en que eres un idiota. Escucha...

—No oigo nada. — También el resto de gladiadores agudizaron el oído con igual resultado.

—¡Exacto! ¿Y no te parece extraño?

—Es de noche, todos duermen. ¿Qué tiene eso de extraño?

—Cuando estábamos en el patio todo eran gritos en el exterior, el estrépito de una muchedumbre huyendo en desbandada.

—Ahora todo está en calma. Han debido de huir todos, mejor lo tenemos.

—¿Dónde tienes el cerebro, pedazo de animal? Escaparon, si... ¿Pero de quién? Ahora mismo esa amenaza debe de estar escondida esperando sorprendernos. Me has tachado de cobarde, no confundas la prudencia con la cobardía. También yo detesto a los romanos, pero el buen juicio me dice que, de momento, es mejor seguirles el juego.

Los pretorianos decidieron seguir a su comandante, los gladiadores lo propio con Aldair, al que de forma inconsciente acababan de proclamar líder.


El grupo marchó con paso tedioso y en el más completo silencio hacia el Circo Máximo. En un principio los pretorianos iban a la cabeza, dando la espalda de forma imprudente a los gladiadores, pronto el miedo hizo que se agolparan los unos con los otros dejando a un lado sus desavenencias. El oficial los precedía a todos unos pocos metros y mediante gestos les ordenaba detenerse o avanzar. A medida que se acercaban a la plaza del mercado las callejuelas se hacían menos estrechas.

—¿Dónde está todo el mundo? Es como si se los hubiera tragado la tierra.

—¿Cómo te llamas germano?

—Wothan.

—Llevamos meses conviviendo y luchando entre nosotros y siquiera conocemos nuestros nombres. El mío es Aldair.

—¿Eres galo? ¡Odio a los galos! Siempre habéis sido serviles al imperio.

—Por miles hemos muerto combatiendo a los romanos igual que a nuestros vecinos. Si nuestros pueblos se hubieran unido, ahora quizás ninguno de nosotros sería un esclavo. Deja de temblar y guarda tu odio para cuando debas de emplearlo. Nada de esto me da buena espina, algo me dice que nos dirigimos hacia una emboscada.


Frente al grupo se abría la plaza, el centurión ordenó detenerse y se adentró en solitario en la gran glorieta en la que se ubicaba el mercado. Soldados y gladiadores formaban un tapón humano que obstruía la callejuela en la que estaban. Todo parecía tranquilo, a su señal, el grupo reanudó la marcha hasta reunirse con él.

—No lo entiendo... — Balbuceó uno de los pretorianos mirando a su alrededor, el resto de soldados parecía preguntarse lo mismo. —Aquí tuvimos un cruento combate. — Señaló un punto cerca de la entrada de una de las muchas calles que daban acceso al mercado. — Allí acorralaron al decurión y a sus hombres dándoles muerte. — Abandonó el grupo y se dirigió al lugar en el que se desarrolló la refriega. Había mucha sangre, pero nada más.

—¿Dónde están sus cuerpos? ¿Dónde los cadáveres de los enemigos que abatimos?

—¡Vuelve aquí insensato! — Le ordenó el centurión sin levantar la voz, indicándole que regresara mediante gestos.

El soldado no se hizo de rogar. De nuevo todos reunidos se proveyeron de antorchas con las que comenzar a incendiarlo todo.

El germano era el más efusivo a la hora de realizar el trabajo. Sus temores ardieron junto con tenderetes y edificios que prendían con facilidad gracias a la gran cantidad de aceites que se almacenaban en el interior. Por su parte, en la cabeza de Aldair bailaban las incógnitas de forma torpe. ¿Por qué los romanos querrían abrasar a sus propias gentes? Esa era la pregunta que se repetía con más insistencia.


En pocos minutos el aire se hizo irrespirable por culpa del humo. Todos se cubrieron la boca con trapos que humedecieron en una fuente y quedaron absortos mirando el espectáculo. Las llamas se alzaban sobre las azoteas de edificios de tres plantas y el negro de la noche cambió por el bermellón intenso del fuego.

—Ha sido muy fácil. Los Dioses nos sonríen. — Se congratuló uno de los soldados.

—Aquí ya hemos acabado, vámonos. — Se limitó a ordenar el oficial sin demostrar tanto optimismo.


El fuego se extendía con rapidez a favor del viento, el centurión había calculado bien la dirección en la que se desplazarían las llamas y se procuró con antelación una vía de escape.


—¿Qué es lo que le pasa a ese? — El germano señaló una figura que salía de una callejuela.

—Parece que está borracho. — A Aldair le resultó divertida la anécdota de toparse con un beodo en semejantes circunstancias.

—Llegan más, y a buen seguro que todos se han corrido una buena juerga. ¡Eh, vosotros, venid aquí y compartid vuestro vino! — Les gritó Whotan conteniendo a duras penas la risa.

El oficial los apartó a ambos a un lado de malas maneras para que le dejasen ver de quienes se trataba. Maldijo, aquella calle era la única por la que podían escapar de las llamas.

—¿Qué le preocupa centurión? — Aldair reparó en los rostros de los pretorianos, estaban petrificados, reconoció la rigidez que precede al pánico antes de que salgas huyendo.

El germano salió al encuentro de los recién llegados, más cuando se dio cuenta de cómo aumentaba su número, retrocedió de forma prudente.

—Estos no han estado comulgando con Baco. — Al tenerlos más cerca los pudo ver con mayor claridad. Caminaban de forma torpe, balanceándose como si realmente hubieran bebido de más, pero su aspecto era inquietante.

—¡Muro de escudos! — Escuchó que gritaba el centurión y se giró para ver lo que pasaba. Al volver la mirada al frente los tenía encima. Whotan atravesó el estómago del más próximo, pero este no se inmutó. Allí le dejo incrustado su gladio a modo de regalo antes de salir corriendo todo lo rápido que le permitieron las fuerzas. Se reunió con el resto del grupo que había formado una muralla humana.

—¡Por los dioses! — Jadeaba intentando recobrar el aliento. —He destripado a ese tipo y ni se ha quejado. ¿Qué es lo que está pasando?

—Plutón ha abierto las puertas del inframundo y los muertos caminan libres para devorar las almas de los vivos.

El germano miró contrariado al soldado. —¿También tú estás borracho?

—¡Preparaos, ya vienen!— Gritó el centurión.

Al contrario que los pretorianos, los gladiadores no tenían la menor idea de a lo que se enfrentaban, pero se unieron a la formación sin cuestionar las órdenes.

Aquellos individuos no dejaban de aumentar en número, también su ímpetu se acrecentó. Poco a poco aceleraron el paso hasta acabar corriendo abalanzándose en tropel contra los defensores.

—¡Resistid! — Gritaba al oficial con insistencia, pero no podían más que retroceder acercándose peligrosamente a las llamas.

Entre los escudos, Aldair lanzaba estocadas con su gladio. Estaba seguro de haber atravesado a muchos enemigos, y sin embargo ninguno caía al suelo. Algunos de aquellos locos, pues no podía tratarse de otra cosa que, de locos, estaban armados, pero descargaban sus golpes de forma torpe, la mayoría atacaban sin otra cosa que las propias manos.

—¡No caen, estos hijos de ramera no caen! ¿¡Por qué no se mueren de una vez!?

Eso mismo se preguntaban todos, pero era el germano el más obstinado en gritarlo a los cuatro vientos.

No tardaron en verse rodeados por una multitud enfurecida y obligados a formar un círculo. Estaban acorralados por una autentica jauría humana y el calor del incendio era cada vez más insoportable. La situación era insostenible.

—Hemos tendido nuestra propia trampa, ellos se han limitado a esperar. —El centurión había perdido la fe y las fuerzas.

Por la primera brecha en la formación se colaron varios de aquellos locos repartiendo dentelladas.

—¡Este mal nacido me ha mordido! ¡Será hijo de puta! — Whotan le aplastó la cabeza con su escudo y el individuo cayó al suelo. —¡Muere, muere, muere maldito cabrón! — Continuó golpeándolo hasta que dejó de moverse. —¡Mirad, lo he matado, se ha muerto de una jodida vez! Hay que aplastarles la sesera para que caigan.

Arrastraron fuera de la formación a varios de los defensores, cayó sobre ellos una multitud de aquellos lunáticos hasta cubrirlos por completo con sus cuerpos. Los que continuaban resistiendo los escuchaban gritar, pero nada podían hacer para ayudarlos.

Aldair vio con horror cómo se habrían paso con las propias manos hasta sus entrañas para hacerse con las vísceras y devorarlas. Los veía arrancarles a bocados las orejas, los ojos, la carne y los tendones. No pudo aguantar más la náusea y se vomitó encima.

Víctimas del pánico, fueron varios los que abandonaron el circulo e intentaron huir. No recorrieron ni dos pasos antes de ser engullidos por la turba enloquecida que los rodeaba.

Era el final, un final mucho más humillante que el que reservaban en el circo a los que perdían un combate. No quería morir de aquella forma, Aldair se ocultaba tras el escudo intentando repeler a los agresores que casi lo cubrían por completo e intentaban morderle. Su espada de poco o nada servía contra aquellos monstruos caníbales. Había cercenado brazos, amputado piernas y seguían arrastrándose en su busca. No se le ocurrió ninguna otra opción mejor, presionó con su gladio en el costado en busca del hígado, decidido a hundirlo con fuerza y acabar con todo de una forma rápida.

Cuando estaba a punto de suicidarse la presión disminuyo. ¡El enemigo se retiraba!


Del medio centenar que abandonaron la escuela, entre soldados y gladiadores, apenas quedaban la mitad en pie, la mayoría heridos. A su lado estaba el centurión, agotado, pero aparentemente libre de heridas. El germano se dolía de la mordedura, pero continuaba de una pieza.

—¿Se ha acabado?

El centurión negó con la cabeza.

—Pero... se han retirado.

—No tiene sentido, estábamos acabados.— El soldado estudiaba al enemigo. Se habían replegado en el callejón cortándoles la huida.

—Deben de esperar a que nos rustamos al fuego para que así estemos crujientes cuando nos hinquen el diente. ¿Qué son esas cosas? Parecen hombres, como hombres caminan... que los Dioses me asistan si no son en realidad demonios.— Whotan fajaba la herida de su muñeca mientras maldecía su suerte.—Ese maldito centurión ha de saber más de lo que cuenta y a golpes he de sacarle la información que nos niega.

Los gladiadores hicieron piña junto al germano esgrimiendo sus armas. Solo quedaban cuatro pretorianos en pie que pudieran hacerles frente, los superaban tres a uno. Aldair se posicionó al lado de los soldados y de su oficial.

—Ya solo somos dieciocho, no es el momento de matarnos entre nosotros. ¿Queréis acabar igual que ellos? — Señaló los cuerpos devorados de los caídos, luego se giró hacia el centurión apuntándole con su gladio. —Estoy seguro de que nos dará las respuestas sin tener que recurrir a la violencia.

El oficial ordenó a sus hombres que bajaran las armas con un gesto.

—Poco sé más que vosotros. Los disturbios comenzaron de madrugada y se extendieron por toda Roma sin que fuésemos capaces de frenarlos. El emperador ha ordenado incendiar la ciudad y de ese modo calcinar a esas bestias, que parece es la única forma de detenerlas. La plaza del Circo Máximo era el objetivo de mi centuria, pero nos vimos sobrepasados enseguida. Escapemos unos pocos y fue entonces cuando lleguemos a la escuela de gladiadores. A partir de ese momento ya tenéis toda la información necesaria. No tengo ni idea del porqué se han replegado, pero si sé, que si nos quedamos aquí nos achicharraremos. Solo nos queda una salida, las catacumbas.

—Las alcantarillas son un lugar inmundo. — Protestó Whotan. —Pero son preferibles a las llamas. ¿A que esperamos?


Les fue de poco no ahogarse con el humo, pero hubo suerte, una de las bocas que conducían a las catacumbas apareció ante ellos, un regalo de los Dioses que no rechazarían. Por ella desaparecieron como engullidos por las fauces de una enorme bestia.


Las alcantarillas eran un auténtico laberinto y pronto se supieron perdidos. Las teas que habían improvisado no tardarían en consumirse y cuando eso pasara acabarían inmersos en la más total oscuridad. Avanzaban penosamente sujetando el hombro de quien los precedía para no extraviarse. El centurión encabezaba la marcha antorcha en mano.

Unas sombras cruzaron frente a ellos como una exhalación para perderse enseguida en uno de los innumerables pasillos.

—¿Habéis visto eso? — Tartamudeó uno de los pretorianos.

—Manteneos firmes y no os separéis. — Intentó tranquilizarlos el centurión. — En cuanto encontremos una salida al exterior lejos del incendio, saldremos de aquí. Con suerte esas cosas se habrán consumido y recordaremos esta noche como si solo hubiera sido un mal sueño.

Ánimo, pretorianos, pensad en el servicio que habéis prestado a Roma y regocijaros. Y vosotros, gladiadores, el Cesar premiará vuestro sacrificio, yo seré el primero que implore por vuestra libertad.

—No vendamos la piel del oso antes de tiempo. Malos augurios me pinchan por dentro como alfileres. Sin pretender ser ave de mal agüero, que juro haber visto más sombras agazapadas por todas partes.

—Tus paranoias no nos ayudan en nada, Whotan. Todos te agradeceremos el que mantengas la bocaza cerrada.

—Estoy más que harto de ti, galo del demonio. Agacha la cabeza y cierra los ojos si quieres, el permanecer ciego no ha de salvarte. Nos vigilan desde que entremos en este asqueroso lugar, eso es lo único que sé y harías bien en tener preparada tu espada.

—¡Silencio los dos! — El centurión intentó hacer valer su autoridad. — Aterrorizar a todos más de lo que están es verdad que en nada ayuda. También yo los he visto, pero al menos ahora sabemos cómo acabar con ellos si nos vuelven a atacar. No bajéis la guardia y permaneced unidos y quizás salgamos vivos de esta.

—¡Maldita sea! Me escuece la muñeca como si me clavaran un hierro candente.

—Deja que vea eso.

Whotan despojó su muñeca de la venda dejando la herida al descubierto, Aldair la alumbró con su antorcha.

—Tiene un aspecto repugnante. — Alrededor de la dentellada la carne estaba negruzca y la herida palpitaba como si tuviera vida. —Hay que cauterizarla antes de que se infecte más.

—¡Hazlo! ¿A qué esperas?

—Te va a doler.

El germano mordió con fuerza una esquina de su escudo.

—”¡Haglo ya jalo del demognio!”

Ahogó el grito y casi se deja los dientes en el metal de tanto como presionó con ellos en el escudo. Aldair separó su antorcha de la carne chamuscada.

—¡Te maldigan los Dioses! ¡Ahora duele mucho más!

—Te quejas como una mujer, germano.


Siguieron avanzando y su ánimo decaía al mismo ritmo que se consumían las antorchas. Uno de los pretorianos se desplomó en el suelo y comenzó a convulsionarse. Sus compañeros corrieron a auxiliarlo, el soldado tenía los ojos en blanco y escupía espumarajos por la boca. Lo examinaron y descubrieron varias heridas con el mismo aspecto desagradable que la del germano.

—La fiebre lo está consumiendo, no podemos cargar con él. Una muerte rápida sería lo más piadoso.

Aldair desenfundó su espada, pero el centurión lo detuvo.

—No abandono a mis hombres y tampoco lo haré con vosotros si llega el momento.

Los tres pretorianos que quedaban en pie cargaron con su compañero. La comitiva reemprendió su lenta marcha, ahora con exceso de equipaje.


Una tras otra las antorchas se fueron apagando, solo el comandante mantenía la suya activa, apenas un mango que casi le quemaba la mano.

—Hay que conseguir más teas, si nos quedamos a oscuras jamás encontraremos una salida.

—Aquí solo hay humedad y excrementos.— Se quejó Whotan lanzando una mirada inquisitiva al centurión. —Comienzo a pensar que el fuego habría sido una muerte más digna que el podrirse aquí abajo anegado en mierda.

—Deja de quejarte de una maldita vez. — Le recriminó el galo.


Llegaron a una bifurcación y como en anteriores ocasiones tuvieron que elegir entre dos caminos. El de la derecha se elevaba en pendiente y dedujeron que, si ascendía, con suerte los llevaría a una salida.

Algo se abalanzó contra ellos y quedó adherido como una garrapata en el cuello de uno de los gladiadores. Todo el grupo corrió en su auxilio y comenzaron a golpear y cortar al intruso.

—¡Quitádmelo, quitadme a esta bestia! — Gritaba el desafortunado mientras forcejaba inútilmente intentando librarse de su captor. El agresor le había clavado los colmillos y le succionaba la sangre. Por mucho que lo golpeaban seguía aferrado a su víctima. Consiguieron separarlo agarrándolo entre cinco, el resto aporreaban su cabeza infructuosamente. Aquel “lo que fuera” hizo gala de una fuerza increíble desembarazándose de soldados y gladiadores y mandando a varios por los aires de dos manotazos.

—¡Este es diferente a los otros, destrozarle la cabeza no sirve de nada! —Maldecía Aldair mientras lo apuñalaba una y otra vez con su gladio con nulos resultados.

—¡Ensartadlo, descuartizadlo, machacad todos sus huesos! ¡De una forma u otra ha de morir!

Eso intentaban todos, no necesitaban que el centurión los “iluminara” con observaciones tan obvias.

En tropel se abalanzaron sobre él y de nuevo consiguieron reducirlo a duras penas.

—¡Veamos si puedes seguir mordiendo cuando te separe la cabeza del cuerpo!

El centurión lo decapitó limpiamente de un golpe y por fin dejó de moverse. Todos se quedaron mirando el cadáver, parecía un hombre normal, salvo por los colmillos prominentes, más propios de un animal que de una persona. Uno de los gladiadores se agachó para recoger un colgante que se había deslizado por el cuello cercenado del agresor.

—¿Qué es esto?

El centurión se lo quitó de las manos para examinarlo. Solo era una piedra agujereada por la que pasaba un cordel de cáñamo y que llevaba tallada de forma torpe la rudimentaria silueta de un pez.

—No tengo ni idea. — Se limitó a responderle. —¿Cómo estáis, podéis continuar?

El soldado de las convulsiones había muerto y al que habían mordido en el cuello apenas era capaz de moverse, estaba blanco como el papiro.

—Esto es una pesadilla... ¡Si, una maldita pesadilla! Después de esto, cuando despierte, ya no tendré por qué temer a los leones en la arena ni el enfrentarme a legiones de partos enfurecidos. — El germano agarró por los hombros a Aldair y comenzó a zarandearlo. —No me equivoco, ¿verdad? ¡Dime que no me equivoco, que todo no es otra cosa que un mal sueño!

El galo se desembarazó de él con desprecio.

—Muéstrame tu brazo herido, de estar soñando no te importará si te lo corto.

Whotan se sentó en el suelo y se echó las manos a la cabeza.

—Dame ese gusto, no puedo soportarlo más. Prefiero enloquecer a aceptar que todo lo ocurrido es real.

Uno de los soldados le dio un codazo y Aldair se giró contrariado.

—¿Qué te pasa a ti? ¿También crees estar soñando?

El pretoriano se agitaba como una hoja a merced del viento, señaló a su compañero caído. Todos dirigieron la mirada hacía el mismo punto, salvo al que habían mordido en el cuello, que se convulsionaba y escupía espumarajos por la boca.

—¡Por los Dioses, es cierto! Plutón ha abierto las puertas del inframundo.

El dado por muerto se levantaba lentamente de forma pesada y apática. Miró con ojos inyectados en sangre a sus antiguos compañeros antes de abalanzarse sobre ellos. Whotan le arrebató el tridente de las manos a uno que tenía al lado y lo detuvo en seco ensartándolo. Lo empujó hasta dejarlo clavado en una pared. El soldado gemía y estiraba los brazos intentando alcanzar al germano, este lo miraba con repulsión sin ser capaz de apartar la vista.

—Bueno, sea o no una pesadilla, nada ha de privarme de darme este capricho.

Aquella cosa abría y cerraba la boca mordiendo el aire, con tal intensidad que se desencajó las mandíbulas. Whotan comprobó que no podía liberarse antes de agarrar su escudo con ambas manos y de un golpe seccionarle la cabeza en dos mitades a la altura de las fauces.

—¡Muerde esto malnacido!

Aldair se dirigió hacía el que habían mordido en el cuello, había dejado de convulsionarse.

—No esperaré a que este también se levante. Perdóname compañero.

Apoyó su escudo en la garganta del caído y empujó con todas sus fuerzas hasta que la cabeza se desprendió del cuerpo.

—¡Los dioses nos han maldecido! — Escuchó que gritaba el germano. Se giró para ver qué demonios le pasaba esta vez.

Whotan daba pequeños puntapiés a la media cabeza del pretoriano.

—¡Este hijo de perra me está mirando!

Ensartado en el tridente, el cadáver seguía moviéndose, pataleaba y extendía los brazos.

El galo volvió a girarse, la cabeza decapitada del gladiador estaba muy cerca de su pie y movía las fauces intentando morderle. Horrorizado, le dio una patada y la mandó lejos, cayó en las aguas fecales y se hundió lentamente. El cuerpo caminaba por su cuenta de forma torpe, desprovisto de ojos que lo guiaran, se daba de bruces con las paredes.

El centurión se aproximó a la media cabeza y la aplastó con el pie hasta que el cerebro se le salió por los oídos. En ese momento el cuerpo quedó inerte. No así el del gladiador.

—Estamos aprendiendo mucho sobre estas criaturas, ahora sabemos que las hay de dos tipos. Las unas, — Señaló al gladiador, que continuaba dando palos de ciego golpeándose contra las paredes. —mueren cuando les destrozas el cerebro, mientras que las otras, — Ahora se situó junto al cadáver de los grandes colmillos.—hay que cercenarles la cabeza. También sabemos... — Miró muy serio a Whotan. —que este mal se transmite por las mordeduras.

—¿Por qué me miráis todos? Yo me encuentro perfectamente.

—¿Debemos correr el riesgo? ¿Qué harías tú si fuese a mí a quien hubieran mordido?

—¡Al infierno con todos! No voy a permitir que me corten la cabeza por suposiciones. ¡Al que se acerque lo parto en dos! — Su espada se interpuso entre él y sus compañeros.

—Ya solo quedamos dieciséis. —Intervino Aldair. —No nos podemos permitir el prescindir de dos brazos fuertes. Lo vigilaremos, si “cambia” actuaremos en consecuencia.

—No voy a perderte de vista. — Lo amenazó el centurión para luego fijar la mirada en el pasillo ascendente. —Encabezaré la marcha, no sabemos que nos espera ahí arriba.

Una figura apareció del conducto izquierdo sosteniendo una antorcha. Uno de los pretorianos no dudó en arrojarle su lanza. Al recién llegado le fue de poco conseguir esquivarla.

—¡Calma amigos! — Se precipitó a decir antes de que le lanzaran cualquier otra cosa. —No soy vuestro enemigo.

—¿Quién eres entonces y que haces en las alcantarillas? — Inquirió el centurión.

—¿Qué que hago aquí? ¡Malditos imbéciles, vosotros sois quienes han incendiado Roma! ¿En que otro lugar se puede escapar de las llamas? — Hizo el ademan de acercarse.

—¡Quieto donde estás! — Le ordenó Aldair. —No darás un paso más sin antes habernos enseñado los dientes.

El recién llegado les obsequio con una amplia sonrisa dejando al descubierto todas las piezas de su boca.

—¿Puedo acercarme ahora?

—¿Hay otros supervivientes contigo?

—Seguro que los hay, pero yo estoy solo. Aunque en estas catacumbas no durarán demasiado tiempo.

—¿Qué quieres decir? ¡Explícate!

—Quemar la ciudad solo los retrasará un poco, el mal se refugia en las alcantarillas, a salvo de la luz del día y de las llamas. Habéis conseguido acabar con buena parte de sus esclavos gracias al incendio, pero la plaga seguirá extendiéndose mientras la raíz del mal no sea arrancada de cuajo.

El centurión lo amenazó con su espada poniéndosela en la garganta.

—¿Quién demonios eres, que sabes de lo que está ocurriendo?

—Mi nombre es Saulo y ya he combatido este mal en Judea. Pensé que lo tenía controlado, pero me equivoqué. Fui un necio al no predecir sus movimientos con antelación. Por eso he venido a Roma, a la capital del mundo, el lugar perfecto desde dónde el mal puede extender sus tentáculos con mayor eficiencia. Por desgracia no he llegado a tiempo.

Mi intención era poner al corriente al Cesar de la manera de combatir al mal, pero quemasteis la maldita ciudad y me quedé arrinconado rodeado de llamas. Ahora estoy atrapado en la guarida de la bestia y temo que ya no hay futuro para ninguno de nosotros ni para el resto de la humanidad.

—¿Por qué hemos de fiarnos de este tipo? No dice más que tonterías. ¡Yo voto por cortarlo a pedazos y no correr riesgos!

El extraño miró la quemadura en la muñeca de Whotan.

—Si es por no correr riesgos... lo mejor será dejar que tus compañeros acaben contigo antes de que te conviertas en un siervo. Tu vida está acabada desde el momento en que te mordieron, pero tu alma aún pude salvarse.

—¡Te voy a partir en dos, hijo de ramera!

—Os he seguido largo rato, antes vi vuestro enfrentamiento con los esclavos, pues eso son esas criaturas, esclavos. Carcasas de unos cuerpos a los que han robado el alma y se encuentran vacíos. Solo los mueve el ansia de contagiar el mal y crear nuevos siervos para su señor. ¿No os preguntáis el porque os dejaron escapar?

Todos lo escuchaban sin tener claro si se hallaban frente a un loco. Todo en la noche había sido una locura y aceptarían cualquier explicación por absurda que pudiera parecer. El centurión lo invitó a continuar.

—El mal tiene hambre, por eso estáis aquí, os han conducido hacia él todo el tiempo como a vulgar ganado. Deduzco que se halla muy cerca.

—En ese caso lo encontraremos y acabaremos con él.

—Eres un iluso centurión. — El extraño señaló al decapitado de dientes afilados. —Os habéis enfrentado a uno solo de sus discípulos y entre todos casi no conseguís reducirlo. Imaginad la fuerza de su amo, su poder.

—Dices que has derrotado a esta plaga en Judea, dinos como matarlos y nosotros haremos el resto.

—¡Se necesitó casi un ejército y contábamos con la ayuda de la luz del día! En esta ratonera no disponemos de ninguna de esas ventajas. La única esperanza es escapar y asesorar al Cesar en la manera de destruir a la plaga. Por cierto, no continuéis por la senda ascendente, es precisamente el camino que ellos desean que toméis. Seguidme, he encontrado otra camino.

—¿Te fías de él?

El galo se encogió de hombros.

—Tú eres el centurión, tú estás al mando, tú decides.

—Bonita forma de lavarse las manos. Él tiene la antorcha. — El centurión arrojó el “muñón” calcinado de su tea a las aguas fecales. —Él tiene el “poder”.


Las alcantarillas se estrecharon tanto que se vieron obligados a caminar en fila, también el techo era muy bajo y avanzaban agachados. No pasó desapercibido para Aldair el como Whotan sudaba de forma copiosa. Dejó que lo adelantara y se situó a su espalda para tenerlo vigilado. Saulo encabezaba la marcha y el centurión lo seguía de cerca.

—La luz de la antorcha nos delata y sin ella estaríamos perdidos. Menuda encrucijada. ¿No os parece?

A ninguno le hizo gracia el sentido del humor del nuevo.

—Tú sácanos de aquí de una pieza, en el exterior quizás te riamos las tonterías.

—Solo pretendía animar un poco el trayecto, centurión. Tanto silencio me sobrecoge.

—Si tantas ganas tienes de hablar, ponnos al corriente del modo de acabar con esta pesadilla. De esa forma bastará con que uno solo de nosotros consiga sobrevivir para informar al Cesar.

—¿Y crees que el emperador ha de creer a ninguno? Siquiera tú me crees habiendo pasado por lo que has pasado.

—Opinaré después de que te expliques.

—Necesito una prueba de buena fe. De esa forma sabré que me tomáis en serio.

—¿Qué tipo de prueba?

—Ese...— Comenzó a cuchichear. —El de la mordedura en la muñeca, hay que acabar con él.

—No haré tal cosa de no ser necesario.

—¿Ves? Si no confías en mí. ¿Por qué he de fiar yo en ti?

—¡Al infierno contigo!


Llevaban horas encerrados y nada indicaba que estuvieran cerca de una salida. Lo que más temían ocurrió, la última de las antorchas se consumió por completo. Estaban perdidos y a oscuras. Avanzaban en fila agarrados los unos a los otros, tanteando como mejor podían el terreno. Con semejante ritmo morirían de hambre en aquel estercolero.

El silencio se vio turbado por un alarido desgarrador. Todos comenzaron a apuñalar con sus armas el vacío hiriéndose los unos a los otros. Aldair pudo apreciar entre los gritos de pánico el sonido de la carne desgarrándose, de las dentelladas. Corrió como un poseso apartando a empujones a todo el que se interponía entre él y su huida desesperada. Cayó en las aguas fecales, apenas cubrían tres pies, pero prefirió arrastrarse entre la inmundicia a levantarse.

Los gritos se escuchaban cada vez más lejanos y menos intensos, hasta que se hizo el silencio.

Era incapaz de dejar de temblar, respiraba con dificultad y en alguna de las bocanadas por recuperar el aliento tragó un buen sorbo de aquel líquido repugnante.

Estaba a oscuras, perdido, desarmado y solo. El panorama no podía ser más desalentador. La idea del suicidio volvió a rondarle por la cabeza, pero había perdido su gladio en la huida. Decidió quedarse allí acurrucado, esperaría la muerte por sed e inanición. Cualquier cosa era mejor que volver a enfrentarse a aquellos horrores. Rompió en sollozos.

Entonces levantó la cabeza y vio el resplandor en uno de los túneles. Lo meditó largo rato antes de decidirse a investigar. Avanzó tanteando el borde del canal de inmundicia acercándose despacio y en silencio, apenas se atrevía a respirar. La luz se hacía más intensa a medida que se acercaba, finalmente llegó a una especie de estancia de gran tamaño iluminada por antorchas. Su corazón palpitaba muy deprisa en la incertidumbre de lo que le aguardaba. Cuando los vio no pudo evitar volver a llorar, pero de alegría.

El centurión y Saulo estaban allí sanos y salvos, corrió a su encuentro.

—¡Galo, cómo me alegro de que sigas vivo! — Tampoco el centurión pudo contener la emoción.

—¿Te han mordido? — Saulo no compartía la alegría de sus compañeros.

—No, no que yo sepa. — Comprobó por todo el cuerpo que no hubieran marcas. —¿Qué pasó? No pude ver nada.

—El soldadito no quiso acabar con el de la mordedura y ese mal nacido se convirtió cuando más indefensos estábamos. Ahora solo quedamos tres.

Aldair miró a su alrededor. —¿Qué es este lugar? Hay muchas antorchas, cojamos unas cuantas y salgamos de estas malditas catacumbas.

—Es una guarida. El mal no necesita de luz, están aquí solo para atraernos como a las polillas.

—Razón de más para salir cuanto antes. — El centurión apagó varias de las teas y las guardó bajo el sobaco, quedándose solo con una encendida. Invitó a Aldair a hacer lo mismo.

—No iréis muy lejos, hay que hacerse fuertes. Ellos nos han conducido hasta aquí y no dejaran que marchemos.

—¡Empiezo a cansarme de tu derrotismo! Hay esperanza mientras quede vida.

—Haz lo que debas centurión, yo me quedaré aquí e intentaré que ganéis tiempo. Pero temo que todo sea inútil.

—Vámonos galo, este ha perdido la cabeza.

Aldair miró al soldado con sorna. —Pensé que no dejabas a nadie atrás. No importa, ese tipo se me indigesta. — Hizo acopio de antorchas.


No los vieron llegar, el galo casi habría jurado que descendieron del techo. Enseguida se vieron rodeados. Solo el centurión conservaba su espada, Aldair los amenazó con una tea ardiendo. Saulo también se hizo con una antorcha.

—Arroja tu espada soldado, te ha de ser del todo inútil. El fuego es más efectivo contra estas bestias.

Aldair los miraba, parecían normales, nada en ellos indicaba una amenaza.

—No parecen enemigos, debe de tratarse de otros refugiados que escaparon del fuego.

—¡Que no te engañe su aspecto, galo! ¡Son discípulos, de todas, estas son las criaturas más abyectas!

Formaron un círculo cubriendo espalda contra espalda esgrimiendo sus antorchas. La supuesta amenaza permanecía estática, mirándolos con semblante risueño.

—Saulo, nos has dado muchos problemas. — Dijo por fin uno de ellos. —El maestro te ha estado esperando largo tiempo y “muere” en deseos de conocerte personalmente.

Todos estallaron en carcajadas y ahora sí pudieron advertir sus afilados colmillos.

—¡Aquí lo espero! ¡Decidle que tengo un regalo para él!

—Pobre infeliz. ¿Aún no te has dado cuenta de que tú eres el regalo?

El centurión y el galo no entendían nada de lo que hablaban, giraban espalda contra espalda amenazando a aquellos seres con sus antorchas.

—¿Por qué esa inquina hacía nuestra orden, Saulo? ¿Por qué esa obsesión en nuestra contra? El gran Maestro te ofreció sus brazos y tú los rechazaste. No aceptaste su regalo, pero aun estás a tiempo. Esos dos serán unos buenos esclavos, pero tú mereces algo mejor.

—¡Monstruos deleznables! ¡Simples sanguijuelas, eso es lo que sois! Os expulsemos de Judea y también os echaremos de Roma

Un individuo de pelo blanco y larga barba apareció tras los monstruos, estos se hicieron a un lado y le brindaron una reverencia, todos lo llamaron maestro. Vestía una túnica muy humilde y parecía irradiar luz, su aspecto era venerable.

—Saulo, Pablo, hijo mío... ¿Por qué me rechazas una vez más? También yo negué por tres veces al Maestro. Entiendo que tienes miedo, yo también lo tuve. El miedo es algo muy humano y lo entiendo. ¿No quieres dejar de tener miedo? Miedo a la enfermedad, al dolor... Abraza nuestra fe y nunca más tendrás que preocuparte de lo mundano.

—¡Vosotros sois la enfermedad! Es preferible la muerte a lo que tú me ofreces.

—El Maestro se sacrificó por todos nosotros. Lo clavaron en una cruz y resucitó al tercer día. ¿Qué mayor prueba de su poder que esa? Un poder que no emana de este mundo y está por encima de la comprensión humana. Compartió su sangre con nosotros y nos dio la vida eterna tal como prometió. ¡La vida eterna, Saulo! ¿Hay mejor regalo?

—¡Nada es eterno, Simón! ¡Salvo el infierno al que voy a mandarte!

—Ahora mi nombre es Pedro, así lo quiso el Maestro y su voluntad es ley. ¿Mandarme al infierno? Mi sitió está a la diestra del padre. También tú tienes un lugar en su reino si lo aceptas como tu Dios.

—¡Jamás!

—Eres terco, pero como ya he dicho, su voluntad es ley y él te quiere a su lado. Resistirse es inútil.

Saulo giró su cabeza hacía sus compañeros. —Solo tenemos una oportunidad y por un muy breve periodo de tiempo. No la desaprovechéis.

—¿De qué estás hablando? ¿Conoces a ese individuo? ¿Qué demonios está pasando?

—No es momento de preguntas centurión, si en verdad tenemos una oportunidad, yo me fio del tipo raro. — Aldair tensó todos sus músculos.

—¿Quieres convertirme? ¿A qué esperas, ven a por mí?

—No Saulo, hemos de encargarnos primero de tus amigos. Ellos no merecen el regalo del Maestro, pero serán útiles a la causa engrosando las filas de su rebaño de esclavos. Esta noche ha menguado mucho en número por su culpa y necesitamos de nuevos adeptos para tomar el palacio del emperador. Cuando el Cesar abrace nuestra fe el mundo nos pertenecerá y ya nada podrá detenernos.

Los discípulos se abalanzaron contra los tres hombres rugiendo y exhibiendo sus largos colmillos. Saulo sacó una cruz de madera que escondía bajo las ropas. Ante su visión los monstruos se cubrieron los ojos y retrocedieron asustados.

—¡Ahora, quemad a esos hijos de puta!

Ardieron cómo si estuvieran ungidos en aceite, gritaban y se retorcían hasta que de ellos solo quedaron huesos y tela chamuscada.

—¿La reconoces monstruo?

Pedro retrocedía cubriéndose el rostro igual que hicieron sus secuaces.

—Esta madera la arranqué de la cruz en la que clavaron a tu Maestro y con ella he creado el símbolo de su caída. Os conozco, sé de todas vuestras flaquezas. ¡Judas me las contó!

—¡Judas, maldito traidor! ¡Por mil veces lo maldigo!

—De los doce, él fue el único que intuyó el lobo que se escondía bajo la piel de un cordero y entregó a vuestro “maestro”. Pero para él ya era demasiado tarde, había bebido de su sangre y cuando comprendió en lo que se estaba transformando se colgó de un árbol. Pero la muerte no lo admitió en su regazo y allí lo encontré por la noche, llorando al extremo de una soga. ¡Me lo contó todo! Pero no lo creí hasta que despuntó el día y los rayos del sol lo consumieron.

—¡Judas nunca fue de los nuestros, yo advertí al Maestro, pero no me hizo caso!

—Sé que el nazareno ocultó los rayos del sol tras nubes de tormenta, que fue así como burló su fin mientras estaba en la cruz. Fingió estar muerto, le atravesaron el costado con una lanza para comprobarlo. ¡Cómo si eso le afectara! Luego, simplemente, espero tres días para escapar de su tumba.

Judas me lo contó todo con pelos y señales. El día en la playa, la forma vil en la que engañó a los lugareños y les dio de comer pan y pescado contaminado con el mal. También la burla del Sanedrín, que lo coronó rey con espinas y lo unió a la cruz con clavos de plata, pues el hierro no es digno de un “rey”.

La plata es veneno para vosotros, el Sanedrín no podía saberlo, quizás si hay un Dios bondadoso velando por nosotros y los inspiró.

El centurión y el galo se unieron a Saulo y avanzaban hacia Pedro con sus antorchas.

—¿Qué hacéis aquí todavía? — Les gritó este último. —¡Escapad ahora que aun estáis a tiempo!

—Podemos acabar con él, arrancar la raíz del mal como nos dijiste.

—También te advertí de su poder, centurión. No reculará más y nada podré hacer para protegeros. Ya sabéis como acabar con ellos. ¡Marchad e informad al Cesar!

—Yo no abandono a mi gente.

Aldair puso la mano en el hombro del soldado.

—Uno de nosotros ha de sobrevivir y el emperador no escuchará a un esclavo. Yo me quedaré junto a Saulo, ambos te cubriremos la retirada. — No le dejó tiempo para protestar. —Sabes que es lo correcto. Nunca pensé que llegaría a llamar amigo a un romano. — Estrechó su antebrazo con fuerza. —Ve, salva a Roma, salva al mundo.



Estaba amaneciendo, Nerón observaba desde el balcón de palacio como Roma ardía.

—Solo espero que la historia no me juzgue con dureza.

Se lamentó.

Un pretoriano lo sacó de sus meditaciones.

—Cesar, un centurión ha regresado de ese infierno y solicita audiencia.



Fin.

28 de Fevereiro de 2021 às 22:27 0 Denunciar Insira Seguir história
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Fim

Conheça o autor

Tinta Roja ¿A qué viene todo este teatro? No expondré el por qué, el cómo ni el cuándo. Condenado de antemano por juez y jurado, me voy caminando despacio hacia el árbol del ahorcado. Mira el verdugo la hora y comprueba la soga, que corra el nudo en lugar del aire. Se hizo tarde y el tiempo apremia por silenciar mi lengua. Y ahora ya sin discurso, ni me reinvento ni me reescribo, solo me repito. Y si me arrepiento de algo, es de no haber gritado más alto.

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