elbardo Brandon Lee Avila

Hay cosas que pasan en ciertos lugares que convergen en misterios y maravillas similares a las de algunas películas noventeras. Yo aquí te cuento algunas historias que sucedieron en un pueblito lindo de Ecuador llamado Gualaquiza.


Ficção científica Todo o público.

#pueblo #niños #misterio
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Existe un lugar especialmente único en Ecuador, se arrastra como serpiente entre cascadas y la jungla, como jugando a ser visto solo por ojos expertos. Un pueblo bello y cálido que guarda historias de todo tipo, unas más fáciles de creer que otras, pero todas reales, porque si pasó en Gualaquiza, pasó sin más. Está es una de esas historias difíciles de creer, pero que en realidad pasó.

Solía viajar para allá todos los veranos, cuando las vacaciones llegaban y los astros se alineaban para que con mis primos coincidiéramos.

Eramos un equipo divertido, bastante simpático, principalmente porque no parecíamos familia, físicamente no lo parecíamos. Al vernos cualquiera pensaría que eramos simplemente amigos de barrio, cuando se enteraban de nuestro parentesco la gente solía poner una mirada de: “mira que su familia si que es a todo dar”; lo cual también es verdad.

El menor era mi hermano, Nicolas, que en realidad es mi medio hermano, pero es más hermano que un hermano completo. Era sin duda un niño de esos con energía extra y pocas ganas de gastarla con otros chicos de su edad, prefería acompañarnos en nuestras aventuras, volviéndose el mosquetero más joven de la banda.

A él le seguía el cachetón de José, nuestro tío primo —si es que ese término es real, de no serlo, nos han mentido toda la vida, lo cual tampoco sería raro—; piel blanca, cabello negro ondulado y la nariz de su madre, es decir, refinada porque si le tocaba la de la familia, los Avila, mi descripción hubiese sido algo más hacia larga, puntiaguda y aguileña. Para ese entonces José contaba con el característico peso extra de la pubertad, ese que se te acumula hasta que te pegas el estirón y que en mi caso, parece haberse acumulado de más. En cualquier caso él era de todos el más bromista y eso se agradecía.

Después seguía el Negrito, Negro o como le decíamos en los casos mas extremos, Sebastián; con su afro y su estilo entre funk y hippie, que le quedaba bien porque tocaba el bajo —y era negro-, y si, aunque no lo crean existen todavía bajistas, yo sigo igual de sorprendido. Él con todo su aire de extranjero —porque eso más, era gringo—, trajo debates de identidad cuando eramos más jóvenes:

—¿Tú que eres? —le preguntó una vez Nicolas.

—¿Cómo? —respondió Negro confundido.

—Si o sea, ¿eres negro, gringo y ecuatoriano? O ¿eres negro ecuatoriano y gringo? —inquirió Nicolas. Todos nos pusimos a pensar en ello, porque era cierto, aquel dilema era de vital importancia, y dependiendo del uno o del otro nuestra amistad sería más anglosajona o más morlaca y, sin duda aquello no era menor.

—Soy afroamericano ecuatoriano —respondió Sebas.

Aquello nos dejo en un punto medio, como flotando, lo cual en ese entonces funcionó a la perfección porque, al no darse ninguna respuesta en realidad, seguimos con nuestras vidas; no obstante, todos nos sentimos un poco engañados porque en ese dilema nada tenía que ver su cabello.

Aparte de su afro, el uso de gorras y su espanglish, Negro en ese entonces también era algo así como el tesorero a la fuerza del equipo. Y es que, venía con dinero el tipo, y a veces cuando queríamos ir a comer algo y nadie traía dinero encima para tales propósitos el hacía de benefactor. En nuestra defensa, nosotros casi siempre decíamos humildemente que no se preocupara, aunque le veíamos mal cuando en realidad no se preocupaba.

Por último, estaba yo, el Chino, no me lo decían por tener los ojos grandes, claro está, tampoco me lo decían por ser de todos, el que más se animaba a comer cosas raras. Sino porque al igual que el negro, en nuestra sangre corría algo de aquella etnia que nos caracterizaba. Claro que en mi caso la ascendencia era coreana pero, en mi país eso no importaba, eres chino y punto, y chino fui y soy para mi familia.

Sobre mi no hay mucho que contar más que en ese entonces también tenía los kilitos demás aunque sospecho que era por la pubertad, al igual que hoy y posiblemente en el futuro. Yo era el mayor y por lo tanto el más responsable, con esto me refiero a que, me tocaba hacer muchas veces del responsable porque en realidad no me gustaba en absoluto, yo solo quería jugar con mis primos pero no podía decirles: “Hey, no lleguemos hoy a casa y vamos a dormir aquí en medio de la jungla”, no, tenía que ser cauteloso por todos. Desventajas de ser el mayor.

Así que claro, cuando nos preguntaban cosas como: de dónde veníamos o si hablábamos el español, nosotros nos moríamos del gusto porque en esa diversidad encontrábamos tantas similitudes que nos sentíamos como hermanos; una de esas similitudes, de las más marcadas, era la música, aquello si viene de los Avila, como el gusto por el trago pero esa es una historia distinta.

Ya mencioné que el Negro tocaba el bajo. La cosa era que yo le hacía a la guitarra decentemente, José igual pero él agregaba a su repertorio la percusión. Mi hermano, cuando había la posibilidad, apoyaba con algún teclado, pero en Gualaquiza eso era raro, los pianos eran muy difíciles de mover a la plaza central —lugar donde siempre hacíamos música.

Incluso lo intentamos una vez, casi nos rompemos en dos y no pudimos pasar de la habitación del vecino que tenía el piano, así que desistimos de la idea de mover el piano al parque y Nico aceptó en ser un apoyo moral para el grupo antes que el tecladista.

Recuerdo que eramos felices haciendo música, aunque tal vez eso suene interesante, la verdad es que nos obsesionábamos con una canción y la tocábamos hasta el cansancio por el resto del verano, tal vez porque teníamos pereza de aprender nuevas canciones. Fue así que poco a poco nuestra habilidad y repertorio aumentaba, de verano en verano.

En Gualaquiza no había internet y en general en ese entonces el internet no era lo que es hoy. Por lo que era un pueblo para aventurarse, pasear, conversar, mirar las nubes, comer, hacer música, caminar un poco más, comer de nuevo, ir a las cascadas, jugar a cualquier cosa, comer y por supuesto hacer música. Otra cosa hermosa de Gualaquiza es que, al igual que su fauna, nosotros también eramos en mayor tiempo, nocturnos. Dormíamos como osos hasta la tarde y nos madrugábamos si bien jugando videojuegos —claro porque no teníamos interent pero la consola no nos podía faltar, no eramos salvajes—; viendo películas o jugando Calabozos y Dragones.

La situación en cuestión sucedió en una noche de música, La canción de Gorillaz, esa que inicia con una risa macabra y tiene un riff de bajo muy pegajoso sonaba por toda la habitación entre afinada y desafinada. Manteníamos la sonrisa con cada golpe de bajo, nos mirábamos con complicidad porque cada día nos salía mejor.

La noche era bastante normal, calurosa, con aroma a humedad y sonidos de madera vieja. Afuera la plaza central tenía, como de costumbre, a personas sentadas en los bordes y la acera que compartían con los insectos, algunas botellas de cerveza y comida.

—¡Qué aburrido esto! —se quejó Negro. Todos lo vimos de forma afirmativa. Al tiempo que observábamos la plaza central desde el balcón, cosa que estaba prohibida, y es que ese balcón era más un adorno de la fachada; la casa era tan antigua y vieja que en cualquier momento se caía.

—¿Vamos a la plaza? —preguntó José.

Nos lo pensamos un rato.

—¿Mira eso que raro? —Nicolás señalo a la distancia, frente a la plaza cerca de la iglesia, un punto bastante olvidado y abandonado.

Un hombre alto con gabardina y sombrero cargaba algo grande al hombro. Era un bulto negro y largo, lo más parecido a un cuerpo envuelto posible, aunque en ese momento tenía más bien forma de tamal gigante y lo recuerdo porque José bromeo al respecto.

—Si es raro, nunca había visto a ese señor —dije sosteniendo mi quijada con los dedos.

—Bueno, veamos que hace, es mejor que ver a los de siempre —exclamó Negro.

Así hicimos.

Hay ciertas cosas en los pueblitos como Gualaquiza que los hace especiales, especialmente por la característica de grupos de personas como el de mis primos. Ambas, pueblo y personas, trabajan conjuntamente para lograr esa misteriosa belleza; y es que, existen ciertos lugares y locaciones del pueblo que están prohibidas por la cantidad de historias que se escuchan del mismo.

El problema era que, el lugar a donde el hombre de la gabardina entró con el bulto era el viejo teatro que descansaba al lado de la iglesia. Un lugar prohibido, un lugar muy malo, de esos en los que te atreves a explorar solo por las mañanas cuando el sol esta justo arriba tuyo y sabes que no te quedaras sin su luz por un descuido. Un lugar en el que la exploración máxima son los pasos que te alcanzan hasta el: “no, no, vámonos de aquí, el otro día escuché que…”; el “nos vamos a meter en problemas, no quiero terminar como el viejo (insertar nombre de viejo loco popular del pueblo)” o el favorito de muchos —incluyendome—: “vámonos que si nos cachan nos van a sacar la…”.

El problema de todo esto es que en un pueblo donde todo es pacífico, casi un paraíso de la vida sin preocupaciones, los adultos no tenían ojos para esas cosas, y es que, realmente los adultos muy pocas veces tienen ojos para las cosas importantes.

—Deberíamos decirle a algún adulto. Seguramente alguien lo vio —dije incrédulo.

—Uhhhh chino, no, tú sabes que los adultos están ocupados en otras cosas —respondió Negro.

—Si, se la pasan hablando de dinero y de trabajo, se olvidan de lo importante —añadió José.

—Además —intervino Nicolas—, nunca quieren jugar o hacer cosas divertidas, se ahogan con ese trago feo y luego están como tontos. Hasta hablan raro.

Los tres afirmaron con la cabeza mientras esperaban, una vez más, que yo dijera algo, preferiblemente irresponsable, para poder como de costumbre pasarla bien. No obstante, si que tenían razón, los adultos no sabían divertirse de verdad y sobre todo, no tenían ojos para los detalles como ese.

—Es verdad —dije finalmente—. Debemos ir a investigar.

Se hizo el silencio, uno profundo, uno frío y pesado, el silencio de la realización de las malas ideas. Ese que viene cuando te convencen de comprar algo y cuando ya lo pagaste no hay vuelta atrás y en tus manos queda solamente un producto que no necesitabas; o cuando en el medio de la mesa descansa ese balde lleno de químicos que posiblemente acaben con tu hígado pero que por la presión grupal se fue llenando de trago, jugos, colas, y otras bebidas de dudosa procedencia; o el más común, ese en el que por la pasión y el calor del momento deciden hacer el amor sin protección y se dan cuenta que tendrán que estar un mes a la intemperie. Ese fue el silencio que se hizo al realizar que si queríamos investigar tendríamos que entrar a ese lugar prohibido.

—Pe… pero, el teatro es donde descansa el diablo de vacaciones —tartamudeó José con miedo.

Todos lo vimos con ingenuidad, definitivamente ese no era el mayor problema del teatro.

—Ese no es un problema —dijo Negro.

—¿Cómo que no? ¿No te diste cuenta acaso? ¡Estamos en vacaciones!

El silencio se nos vino encima una vez más. Aquello era cierto y lo hacía un problema de esos complicados. Lidiar con el diablo no era cosa fácil. Sabíamos que necesitaríamos una cruz, un rosario, papas fritas y por supuesto, una guitarra como mínimo.

—No creo que el diablo esté estas vacaciones, escuché al tío Mario decir que los pasajes a Europa estaban baratos este verano —dije como racionalizando todo—. Definitivamente el diablo debe preferir ir a ver la torre Eifel antes que Gualaquiza.

—No lo sé Chino, la torre Eifel es un pedazo de metal muy largo y puntiagudo, no es como el estilo del diablo, además, si me hacen escoger a mi, Guala es más bonito, el diablo no tiene malos gustos.

La discusión se alargó un poco hasta que nos aseguramos que ese año el diablo no se aparecería por el teatro, pues recordamos que ese año el mundial de futbol era en algún lugar lejano, y seguramente el diablo tendría muchas almas que cobrar en apuestas por esos lares.

Con el diablo fuera de la discusión solo nos quedaba el factor de los extraterrestres, los brujos locos, la CIA, el chuzalongo, el fantasma de un shaman shuar que se ahogó por reírse de Dios, el ropavejero y por último, pero no menos importante, nuestros abuelos.

Y así en poco tiempo logramos convencernos que ese año misteriosamente la CIA estaría ocupada con casos importantísimos en Estados Unidos, algo sobre asesinatos y tiroteos. Los extraterrestres no estarían porque nunca llegaban en un año con número par al final —todo el mundo sabe eso—; el chuzalongo se iría a la jungla porque no le gusta el verano pues hay mucha más gente fuera y le molestan las risas. El fantasma nunca ha sido un problema, no si llevas una cruz, la biblia de bolsillo y repites esa frase de las películas “in dominick patrick”, Negro se las sabía, era una frase en inglés. Lo que nos dejó solo con el ropavejero en la ecuación. En el mejor de los casos el ropavejero estaría de vacaciones también.

—Si es que el ropavejero está ahí tendremos que correr, sin mirar atrás —dije con firmeza.

—Tengo miedo —respondió mi hermano.

—No tengas miedo Nico —dijo José—, no va a pasar nada, somos super buenos en esto.

—Si, además, estamos cuatro —agrego Negro.

Todos teníamos miedo pero a esa edad el miedo todavía es un cachorro, es mucho más sencillo de domar, en especial por las mieles de la aventura, y es que hay algo especial con el miedo cuando eres chico: es como si fuese un susurro trivial que descansa en monstruos, en la oscuridad o en la belleza o, mejor dicho, en su ausencia. Nos da miedo lo feo, lo bullicioso, lo que para un adulto sería una ridiculez para un niño es un suceso de terror, y no obstante, el adulto se queda perplejo ante lo que un niño considera ridículo. ¿Deudas? Eso no se compara al monstruo debajo de la cama, o el que duerme en el armario, o por supuesto el que silva cosas cada que cierras los ojos en la ducha. Mucho menos al fantasma shuar. ¿Trabajo? Esa cosa es lo de menos, es cosa de sentarse a revisar papeles y hablar con personas, nada comparado con los duendes, los ropavejeros o alienigenas, esas cosas si que dan miedo.

—¡Hey! ¿Para donde van? —preguntó nuestro tío Mario de sorpresa. Había subido para recuperar una guitarra de una de las tantas habitaciones que tenía la casa del abuelo. La sostenía pegada al pecho, movía las clavijas y acercaba la oreja al hueco del instrumento mientras la hacía sonar de forma extraña.

—Hay algo en el…

—Vamos a jugar en la plaza —le interrumpió el Negro a José.

—Ya es tarde, pero estamos todos ahí afuera, no se alejen y no habrá problemas —dijo el tío Mario.

Salimos corriendo con prisa desmedida. No era necesario realmente, el teatro estaba solo a un par de cuadras de la casa. Justo al lado de la iglesia. Era una casa de madera café y crema que por el tiempo, la oscuridad y la antigüedad, a nuestros ojos era una casa oscura y nada más. Tenía dos entradas: dos puertas dobles, una a la izquierda y otra a la derecha. Ambas solían llevar cadenas y un candado. Aunque aquello era una mera formalidad porque las puertas estaban tan viejas y desgatadas que se colgaban con mucho esfuerzo de las bisagras, dejando espacio suficiente como para que un cuarteto de pubertos, por más gordos que estén, entraran si eran cuidadosos.

Dentro la cosa era simple: sucio, lleno de escombros, polvo, insectos de todo tipo, ratas, ratones y una que otra rana. Un aroma putrefacto mezclado con humedad y meados nos golpeó duro la cabeza, lo recuerdo porque a día de hoy, cada que el aroma a pared con orines se me pasa por la nariz regreso a ese mismísimo instante. Nos tomó varios minutos acostumbrarnos al olor.

Todo estaba muy oscuro y empezamos a golpearnos unos a otros con comentarios sobre de quién era la responsabilidad de traer una linterna, pues nadie la había cumplido y eso solo nos dejaba un culpable: el otro. Estar ahí era tan peligroso que nos mantenía en una montaña rusa de sensaciones. Nicolas se apegaba a mi con temor, y entre José, Negro y yo, nos manteníamos cerca por si acaso. No podíamos ver mucho al respecto no obstante notamos los asientos destrozados, rasgados y empolvados, eran de esos en fila: tenían una estructura metálica que se extendía de largo unos varios metros y, adjuntados a la estructura los asientos de cuero y esponja. El escenario estaba hasta el final del lugar. No habían telones ni nada por el estilo, solo un escenario de madera viejo y feo. Las dos formas de subir a él eran: por unas escaleras curvas pequeña a sus costados o trepando directamente la pendiente que había entre la tarima y el suelo. Frente al escenario un amplio salón con los asientos nos recibía. Nosotros nos encontrábamos hasta la mitad del salón, indecisos con lo qué debíamos hacer: volver por una linterna o arriesgarnos así, sin luz. Análisis es parálisis, así que lo que pasó fue que nos quedamos estáticos esperando a una señal de acción. Pronto la señal llegó, el característico sonido de pasos viniendo hacia nosotros nos alertó de tal manera, que Negro golpeó a José en la cara sin querer. Por el susto aquello no importaba nada, aunque seguramente en el futuro cercano aquello sería un tema para molestarse mutuamente.

—Por aquí —señalé, mientras nos dirigía hacia un rincón detrás de una fila de asientos.

La oscuridad era nuestra aliada en ese momento. Los pasos se acercaban poco a poco, mi camiseta se estiraba suavemente. Nico la apretaba por el miedo.

El hombre de la gabardina y el sombrero estaba ahí, caminando con una linterna en la mano, esta vez sin el tamal gigante. Solo él y su linterna. Desde esa distancia lo vimos mejor. Debajo de la gabardina tenía una camisa de líneas verticales que se miraba levemente pues la gabardina estaba asegurada con la correa de la misma, atada por el medio. Tenía un pantalón de tela y vestía botas de plástico. De esas que consigues a un par de dólares. Sostenía la linterna con seguridad y tenacidad como si no le preocupara las represalias que vendrían si le descubrían o, mejor aún, como si estuviese protegiendo algo.

Alcanzamos a ver levemente su rostro: Nariz en punta, bigote y ojos pequeños, por la oscuridad no pudimos notar nada más, nada que nos permita identificarlo realmente. En poco tiempo el hombre misterioso había salido del teatro.

—Tal vez es solo un trabajador del lugar —dijo José en voz baja meditando la situación, tratando de ser racional.

—No, no lo creo —respondí—. Si es que fuera un trabajador, habría quitado el candado y la cadena. Pero no, el hizo lo mismo que nosotros. Entró sin llaves.

—Es verdad —agregó Negro—. Además, que si lo piensas, nadie trabaja tan tarde por la noche. Bueno, mi papá si que trabaja hasta la noche, pero no realmente así. Es distinto tú me entiendes…

Todos asentimos y nos quedamos ahí, de cuclillas, como esperando algo, queríamos estar seguros de que nos encontrábamos solos. Teníamos que decidir qué hacer: por un lado era necesario volver a la seguridad de una casa que, por más vieja que estuviera, no tenía más que un fantasma; por otro, investigar un poco más. El hombre de la gabardina caminó desde el escenario, posiblemente los camarotes, aunque nunca habías ido hasta ese lugar, era sin duda alguna, decisiones que debíamos tomar con toda la seriedad del caso.

—Listo entonces, dadocracia —dije al ver que no llegábamos a un consenso. Tomé de mi bolsillo un pequeño dado poliédrico color negro con los números resaltados en blanco. Un dado de veinte caras que siempre andaba a cargar para las decisiones importantes del equipo. La dadocracia había demostrado ser la más imparcial y útil de todas las cracias ahí afuera.

—7 —dijo José rápidamente.

—Ash, mmm, 16. —Negro hizo puño y ademán agresivo a José, le había ganado su número de la suerte, así que le toco optar por una versión distinta del mismo.

—Yo elijo 20 —dijo Nicolas. En ese momento la cosa estaba oscura y no se veía muy bien nada, pero estoy seguro que tanto José, Negro y yo pusimos cara de: “estás loco”. Y es que un 20 solo se obtenía con mucha, mucha, mucha suerte.

—Entonces yo voy por el 13 —dije.

—¡Gracias! —respondieron casi al unísono los tres . Puse cara de frustración y me quité el sentimiento de tonto hablando y explicando la situación.

—Muy bien, si sale impar volvemos, si sale par seguimos investigando. Si sale un número que elegimos, entonces el que le salió puede decidir que hacer y se gana la salchicha de todos en la próxima salchipapa que comamos.

Todos afirmamos con la cabeza y la mirada esperanzada en ese pequeño pedazo de plástico con forma extraña. Lancé el dado al suelo. Chocó primero contra la tierra, rebotando hasta una piedra.

—¡Veinte! —exclamamos todos como sorprendidos.

—¡Qué suerte Nico! —dijo Negro.

—Definitivamente mucha suerte —agrego José.

—Tú decides —le dije a mi hermano.

Seis ojos se le posaron encima al pequeño Nico.

—Creo que mejor volvemos y nos preparamos mejor para investigar la próxima.

—Pero Nico, espera ¿qué tal si vamos a ver que es lo que escondía ese señor X? —sugirió José.

—Si el Nico quiere hacer eso, lo hacemos, el ganó —dije.

Nico pensó unos segundos rascándose el mentón y haciendo tiempo innecesario.

—Está bien, vemos que es lo que guardó y nos vamos.

Aceptamos el veredicto del ganador, la dadocracia era inquebrantable. Nos alistamos pues para caminar por el oscuro teatro abandonado.

Encontrar el bulto fue relativamente sencillo, nos asustamos por un par de bichos y ratas pero nada del otro mundo. Aunque en realidad no pasaron ni cinco minutos entre que decidimos buscar aquel bulto y encontrarlo, para nosotros se sintió como una larga expedición en un abandonado castillo.

Era una funda de basura plástica de esas negras industriales. Le cabían como mínimo dos Negros, tres Joses o cinco Nicos. Era muy amplia.

—¿Quién lo abre? —preguntó Negro.

—¿Dadocracia? —sugirió José.

—Yo no voy a tocar eso, yo ya decidí buscar —respondió Nico haciéndose a un lado.

La responsabilidad, una vez más caía en mis hombros. Tenía que hacerlo porque era el mayor y mi abuela siempre decía que los mayores tenían que dar el ejemplo. Así que eso hice.

—A un lado —les dije abriendome espacio entre todos—, yo lo abro.

Agarré la funda con mis manos y la desgarré con toda la fuerza que tenía, al inicio solamente se estiró pero conforme más la tensaba empezaba a ceder hasta que pequeñas rasgaduras crecían lentamente dejando al descubierto su contenido.

José gritó del susto y con su voz chillona nos hizo gritar a todos, Nico incluso empezó a llorar de la impresión. Parecía un animal pero no era ninguno que pudiéramos reconocer, tenía pelo y colmillos en una boca alargada con una nariz en punta, como una máscara tengu japonesa.

En ese instante nos vimos todos la cara, sabíamos que era tiempo de irnos y no queríamos averiguar más al respecto, Nico lloraba por tramos, como lo hacía cuando tenía miedo pero no quería que lo hiciéramos a un lado por llorón. Negro tenía su cara de curiosidad pero terror, una imagen muy graciosa.

Salir del teatro nos tomó menos de tres minutos, corrimos de regreso a la casa. Nuestra familia seguía ahí, en la plaza, frente a la casa vieja (así solíamos llamar a la casa del abuelo). Estaban felices, cantando boleros, riendo y por supuesto bebiendo ligero, no mucho, solo ron, cola y unas cervezas, es que era un martes.

Ya en la habitación, nos acostamos donde pudimos y calmamos nuestros atolondrados corazones.

—¿Qué diablos era eso? —preguntó Negro ya más tranquilo.

—No tengo idea, pero no era un animal —dijo José.

—Estaba feísimo, me dio estalosfríos —comentó Nico.

—Se dice escalofríos —le corrigió Negro.

—¿Y vos desde cuando sabes más español que uno? —le molestó José.

—Ya se que es eso —dije interrumpiéndolos antes de que la conversación se escapara hacia otro lugar.

Los tres giraron a verme con los ojos curiosos y chispeantes.

—Era un chuzalongo, estoy seguro.

—Vaya ¡Qué locura! —exclamó Negro.

El resto solo afirmó con la cabeza, todos estábamos de acuerdo que esa noche fue una noche loca.

El día siguiente cuando contamos lo sucedido nadie nos creyó, lo único que recibimos fue un par de regaños por haber entrado al teatro.

—No lo entienden, los adultos no lo entienden —reclamó frustrado José mientras caminábamos hacia el mercado por unas salchipapas.

—No, así son los adultos —le respondió Negro—. El otro día le conté a mi mamá que un perro lobo se había comido mis medias grises de la escuela y no me creyó y eso que le expliqué con todos los detalles.

—No importa, lo importante es que estamos bien —agregó Nicolas— dejen a los adultos aburridos ahí. Ellos solo les importa el dinero, esas cosas que le dicen deudas y el fútbol o el trago.

Así se alargó la conversación hasta que llegamos al puesto de comida, cada uno compró una salchipapa, Negro, José y yo nos lamentamos con profundidad tener que ceder nuestra salchicha frita a Nicolas, pero así era la dadocracia y su veredicto, inquebrantable.







19 de Fevereiro de 2021 às 05:11 0 Denunciar Insira Seguir história
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Conheça o autor

Brandon Lee Avila Amo la fantasía como lo que es y lo que representa. Escribo relatos cortos y actualmente estoy escribiendo mi segunda novela. Feliz de poder compartir lo que escribo y de leer a otros.

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