alejandro-fernandez1605485730 Alejandro Fernández

Amy muere, sin embargo no es una muerte que funciona como debería en ella. Amy retorna al mundo de los vivos... ¿Cuántas veces?


Horror Para maiores de 18 apenas.

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Quédate muerta Amy

Para Amy, la vida no sería larga y próspera. En aquella tarde otoñal, entre sollozos y suspiros de sus padres y su novio, a Amy se le escapaban los últimos alientos de vida. Los médicos no se pusieron de acuerdo acerca de las causas de la enfermedad que la había llevado a su lecho de muerte, pero acordaban en que no tenía solución. Algo desconocido que la medicina aún no había descubierto se había despertado en el cuerpo de Amy para succionarle su vitalidad. Así lo pensaba la convaleciente. Con el rostro pálido salpicado de manchas azules, los labios secos y agrietados como la frágil piel abandonada de un insecto y los párpados que no podían permanecer abiertos por más que Amy se afanara en ello, luego de dieciocho años de vida, la única hija de los Allen se despedía en silencio. Los padres de Amy la enterraron en el cementerio de la ciudad, junto con otros integrantes de la familia que ya habían partido hacía tiempo. Greg, el novio de Amy, en un estado de poética melancolía les sugirió cremar el cuerpo y arrojar las cenizas al mar. Amy siempre había amado el mar. Le había dicho en reiteradas ocasiones que la Biblia se equivocaba con eso de «polvo eres y al polvo volverás». Si lo que pretendía la religión era que el cuerpo retornase a su fuente entonces los cadáveres deberían arrojarse al mar. Paul Allen le palmeó la espalda y le dijo que los mormones no cremaban a sus muertos. La tierra era la que recibía sus restos, no el fuego, y tampoco el agua. «Además —agregó Paul con un brillo de júbilo en sus ojos— cuando todos resucitemos, el cuerpo y el alma volverán a estar juntos para siempre, hijo, en la eterna gloria del Señor». Ni Judith ni Paul se sorprendieron por la propuesta de Greg. Sabían que él hablaba con las palabras de su difunta hija. Amy siempre había sido irreverente con la tradición mormona y le encantaba disparar sus comentarios mordaces en contra de muchas de las costumbres de la religión de sus padres. Y la de ella también, solía recordarle su madre, «por más que te pese, hija».


El funeral fue más rápido de lo que se podía esperar. Un par de tíos lejanos habían acudido y contando a los padres de Amy, su novio, el sacerdote y el sepulturero, nadie más estaba allí para decirle su último adiós a la difunta. El resto de familiares de los Allen estaban a muchos kilómetros de distancia y sólo enviaron el pésame por video-chat. Era evidente que nadie iba a encontrar ninguna amiga de Amy en su funeral. Ella siempre había sido muy antisocial, y solamente se relacionaba con su novio, que ahora era el que más lamentaba la pérdida de la chica. La había amado, y una de las cosas de las que nunca estuvo seguro era si ese amor era compartido. Amy no hablaba mucho de eso, decía que eran cursilerías y sentimentalismo barato. Greg se enojaba con ella al respecto, pero que le iba a ser, la sinceridad de su nihilismo era, para él, uno de los puntos fuertes de su novia. Una de las cualidades que alimentaba su afecto.


Luego de que sus padres comenzaron la lenta caminata de regreso al automóvil, Greg se quedó un rato más. Necesitaba descargarse, dejando caer las lágrimas ante la cáscara vacía de su novia, lo que quedaba de ella. Era una forma de decirle que él era el que más la extrañaría por ser el último en retirarse, por ser quien la lloraría aún después de que los otros comenzaran a olvidarla. Pero al final no duró mucho tiempo más, una voz muy parecida a la de Amy le decía en su cabeza que ya no perdiera el tiempo, que dejara de ser la reina del drama y se largara de aquel depositario de fiambres. Cuando el sepulturero vio que todos se habían retirado, comenzó su tarea de cubrir el féretro. Ya llevaba varias paleadas cuando un grito lo asustó, haciéndole caer la pala dentro de la tumba. Miró rápidamente en todas direcciones, pero sabía que se estaba engañando. Desde un principio supo que ese grito había provenido nada más y nada menos que del interior del féretro. Un grito ronco, ahogado, atrapado. Luego le siguió una voz que hablaba con estridencia pero articulando con nitidez las palabras. «¡Hey, vamos!, ¿qué está pasando? ¡Abran esto, vamos!».


El sepulturero no hizo lo que pidió la voz enseguida. Hacerlo significaba hacer frente a toda una serie de supersticiones y pesadillas con las que en aquel momento y lugar no quería lidiar. Avisó a las autoridades del cementerio, los llevó al lugar y cuando llegaron, los golpes desde adentro del féretro y los insultos desbocados de una adolescente les hicieron reaccionar de inmediato. El encargado se enfadó con el sepulturero y le pidió que de inmediato abriera la tapa. Así lo hizo y cuando Amy se incorporó y cayó en la cuenta de adonde la habían metido, tuvo un ataque de nervios y rompió en llanto mirando como alguien perdido al sepulturero que estaba paralizado del susto.


La noticia se difundió por todos los canales. «Adolescente resucita de entre los muertos». «Chica de dieciocho años vuelve a la vida luego de varias horas de estar muerta». «Casi la entierran viva, pero regresó». Los padres de Amy estaban felices, irradiaban buenas nuevas y palabras santas. «¡Un milagro, un milagro —prodigaba Judith Allen—, mi hija es un milagro de Dios!». Nada mejor para un mormón que ver a uno de los suyos ser objeto de un milagro, y más aún si se trataba de una resurrección. Su fe se veía incrementada, su propósito en la vida se reafirmaba y todo adquiría sentido, todo tenía un final feliz. Amy había regresado al hogar paterno sin dar mucha cabida a los periodistas. Algunas frases prefabricadas como, «yo no lo podía creer» o «todavía no era mi hora» o «la vida es un misterio» eran los latiguillos que Amy usaba para entusiasmar al público y conformar a los periodistas con lo que querían escuchar. Pero en el fondo, Amy estaba convencida de que sólo había sido un accidente. Para ella, los accidentes eran los cimientos del mundo y también su futuro. Greg no cabía en sí mismo de felicidad. No se despegaba de su novia bajo ninguna circunstancia y se paraba entre ella y los reporteros como un paladín que defiende a una princesa amenazándolos con demandarlos si no la dejaban en paz. Amy se lo había pedido. Ella también los mandaba reiteradamente a la mierda y los despedía con el dedo medio.


En lo privado, Greg le preguntaba a Amy qué se sentía estar muerto y qué había del otro lado. ¿Era peor o mejor? Amy siempre contestaba, cada vez con más irritación, consciente de que Greg no le creía, que no lo recordaba. Si había estado en algún lugar, si había sentido dolor o placer, todo se le había borrado. Greg, luego de varias preguntas se resignaba y sonreía al saber que lo más importante estaba allí y el resto… bueno, tal vez Amy más tarde lo recordaría.


Una noche en que los padres de Greg habían salido a visitar a los abuelos maternos del muchacho, Amy y su novio habían planeado una velada especial en la que finalmente ambos, en palabras de Amy, «harían la diversión más interesante». Greg aceptó sin oponer ninguna resistencia, bueno, eso es lo que él le dijo mientras se bajaba los pantalones y le mostraba que su amigo tampoco se oponía. Amy no creía que Greg fuese virgen. A los dieciocho años, el chico ya contaba con un sumario de novias, pero sus relaciones terminaban muy pronto, antes de llegar a eso, de acuerdo al muchacho. Ésa había sido una de las razones por la que Amy lo había elegido como pareja.


La noche estaba serena y fresca fuera de la habitación de Greg, quien tenía debajo de él a la mujer que amaba y estaba a punto de llevar ese amor a otro nivel o a otro placer, según Amy. «Mierda —gruñó Greg— dejé los preservativos en el baño, ya los traigo». «Vamos —lo instó Amy—, vamos apresúrate antes de que el trópico se enfríe». Greg se dio prisa, riéndose del comentario de camino al baño. Cuando volvió con el condón ya fuera de su envoltorio, todo el calor que reverberaba en la sangre de su cuerpo se congeló. Greg era una estatua pálida que miraba con gesto de horror la expresión cadavérica que el rostro de Amy ofrecía. Desnuda en su cama, con los ojos abiertos y hundidos en sus cuencas, no respiraba, no se movía. Greg, saliendo de su atontamiento y alejándose lo más que pudiera del cuerpo de Amy, llamó a emergencias. Minutos más tarde, Greg se enteraba por el informe de los paramédicos, que su novia se había ido. Otra vez. Ya estaba muerta antes de que ellos llegaran. Y continuó así luego de que se la llevaran al hospital.


Los padres estaban destrozados, más que la primera vez. Y Greg… no había palabras para expresar el resentimiento, la furia, la angustia y la impotencia que se mezclaban y hacían del chico una sombra errante que no emitía ninguna palabra, ningún gesto. Le habían quitado dos veces lo que había amado y la última vez realmente había sido algo despiadado. Los medios de comunicación volvieron a poner a Amy en las portadas. Y lo que antes había sido el anuncio de algo increíble, ahora los titulares rezaban la cantinela de éxito truncado que siempre le encantaba al periodismo. «El milagro no duró mucho tiempo», había leído Judith Allen, en uno de los canales de noticias que se transmitían luego de media noche, mientras estaba sentada en un sillón del living a pocas horas de haber vuelto del hospital donde se había encontrado nuevamente con el cadáver de su hija.


Esta vez los funerales se demoraron unas horas más y se hicieron en casa de los Allen y no en la funeraria. A pesar de que la fe de Judith seguía intacta de acuerdo a las pocas palabras que ella cruzó con el sacerdote, la madre de la difunta se resistía a esconder ciertos sentimientos de odio hacia el cielo que le había hecho esa «broma pesada». Esa idea se la repetía cuando el dolor era tan grande que ni las oraciones podían amainarlo.


Todos estaban allí, incluso aquellos tíos de miles de kilómetros de distancia se habían tomado la molestia de visitar a su doblemente muerta sobrina para participar de aquel milagro frustrado y tal vez, mostrarse ante las cámaras de televisión con el deseo de ser también protagonistas de ese extraño suceso del que hablaban todos ahora. Por más que hubiese terminado en tragedia.


El ataúd estaba cerrado a pedido de los Allen. El cuerpo de Amy parecía haber estado en descomposición durante varias semanas. Era horrible ver el rostro calavérico de su hija luego de que unas horas antes había estado viva y rezumando excelente salud. Para Paul Allen, el mundo había perdido todo interés. Estaba en un rincón, en silencio, mirando un vacío que nadie más percibía. De vez en cuando, alguien se le acercaba e intentaba enlazarlo en una mínima conversación. Paul asentía o negaba mecánicamente de acuerdo a lo que el otro decía. Era más de lo que ofrecía Greg, con su andar de un lado a otro de la habitación, el ceño fruncido apuntando al suelo, sumido en pensamientos que nadie se animaba a interrumpir.


El ataúd estaría toda la noche en casa de los Allen, más precisamente en la sala de estar. De alguna manera, Judith esperaba que ocurriese algo parecido a lo de la vez anterior, aunque ella no compartiera con nadie esta idea. Sólo le había pedido a Paul, tener el cuerpo de Amy una noche más, antes de devolverlo a la fosa que días antes casi la había tragado. Le parecía que si rompía el esquema del funeral anterior, toda la pesadilla terminaría y quizás Amy, descansara en paz, esta vez definitivamente. Paul no hizo más que asentir y acto seguido subió a su habitación con la sola idea de caer en un profundo sueño y olvidarse de todo. Ella también lo imitó, luego de quedarse junto al féretro de su hija rezando y pidiendo a Dios que protegiera a Amy, manifestándole que ellos habían sido afortunados de volver a ver a su hija luego de su primera muerte. Sin embargo, Judith no era la única que estaba allí, cuando ya todos se habían ido. Una figura encogida, menuda y meditabunda aún estaba sentada en un sillón al fondo de la sala, entre las sombras de los muebles, con la cabeza apoyada en las manos y acodado en sus rodillas.


—Greg —dijo Judith en un tono tan bajo que cualquiera creería que no quería despertar a su hija muerta—, ¿por qué no vas a casa, hijo? Tienes que descansar.


—Déjeme dormir aquí, señora Allen, por favor —suplicó Greg frotándose la frente en un esfuerzo por hablar aunque no quisiera—, quiero estar cerca de ella.


Judith lo pensó y accedió con una sonrisa y un movimiento de cabeza. No estaba segura de que Greg la hubiese visto, pero no importaba. Ella siguió su camino a la habitación y dejó al muchacho solo con sus penas.


Greg no esperó demasiado tiempo una vez que estuvo completamente solo en la sala. Había estado dándole vueltas en la cabeza a una idea durante todo el funeral. Avanzando y retrocediendo en su indecisión. Finalmente se determinó a hacerlo y se encaminó hasta el féretro cerrado. Cuando puso sus manos en el borde de la tapa, tuvo un lapso en el que estuvo a punto de echarse hacia atrás, pero al recordar el cuerpo desnudo de Amy en su cama, preparada para recibir su miembro, sedienta de besos y con el aroma de su sexo cubriéndola por completo, Greg se relamió los labios y abrió la tapa del féretro. No miró el rostro del cadáver de su novia, lo que le interesaba era la entrepierna. Allí llevó su mano y empezó a hurgar entre los fríos labios de la vagina. Después hundió más los dedos en aquel interior seco y áspero, todo lo que pudo. Sentía como su piel se ponía de gallina y una erección palpitante aceleraba su pulso. Se tocó y también a ella. Luego del orgasmo, cerró el féretro, se sentó en el suelo y observando los dedos con los que había penetrado a Amy se estiró para dormir. Y el sueño no tardó en llegar. Pero tampoco tardó en terminar.


Se despertó de un sobresalto. Lo primero que sintió fue un peso extra sobre sus caderas y luego sus ojos le mostraron una figura de mujer con el rostro oculto por las sombras de la sala. Destellos blancos de dientes aparecían en una boca que probablemente estaba sonriendo. Estuvo a punto de darle un fuerte empujón para quitársela de encima, cuando el aroma del cabello lo sacó del estupor que le quedaba. Era Amy, indudablemente. Cuando ella lo besó y Greg sintió el sabor y la tibieza de su lengua desistió de cualquier esfuerzo por entender la situación. Amy le bajó su pantalón y su ropa interior y de inmediato encontró el duro miembro de Greg dispuesto. Amy gozó ladeando las caderas, contorsionándose de atrás hacia adelante. Jadeando y susurrando palabras que, sin significar nada, a Greg le decían todo lo que deseaba oír. Cuando su fluido se derramó en el interior de Amy, ella salió y estimuló de nuevo al muchacho con su boca. Se amaron una vez más y al terminar, por la mente de Greg empezaron a circular, como automóviles que antes estaban atascados y ahora habían vuelto a marchar, todas las preguntas que debía hacerle a su nuevamente resucitada novia.


—Amy, esto es imposible, ¿cómo volviste otra vez? Tu rostro… —Greg esforzaba la vista por captar los pómulos cortando la delgada carne en el rostro de Amy, pero con lo poco que veía, sabía que ella había recuperado la apariencia de antes. La había besado, hasta rasguñado y por su tacto supo que en el cuerpo de su amada estaba toda la lozanía de la vida.


—Volví, Greg. La muerte es algo graciosa a veces. Le gusta jugar bromas —Amy decía esto con soltura, como si en su voz se reflejara una gran experiencia que la hubiese curado de toda sorpresa.


A la mañana siguiente Amy recibió a sus padres en el comedor. Judith fue la primera en bajar a preparar el desayuno y lo primero que vio en la cocina fue a su hija tomando leche con cereales. Al lado estaba Greg, mirando el reverso de la caja de cereales, buscando una salida al laberinto que llevaba, al ratón, directamente hacia el queso. Pero había que evitar al gato que estaba en el centro, como el minotauro del mito, a la espera.


«¡Dios mío!» fue lo que gritó Judith entrecortadamente como si a cada palabra se le fuera todo el oxígeno de sus pulmones. Caminó tambaleándose hasta la mesa igual que un bebé que recién aprende sus primeros pasos. Greg estuvo a punto de sostenerla cuando Judith llegó hasta el borde y apoyó las manos en la superficie de madera. No miraba a su hija. Amy masticaba sus cereales con mirada curiosa, hasta divertida.


—No puede ser, Amy —dijo Judith sin dirigirle la mirada, con un tono de derrota en su voz. Parecía que hablaba para ella misma— lo que está ocurriendo, no puede ser.


Amy sonrío de oreja a oreja, tragó la comida y se limpió la boca con su manga.


—Pero es, mami. Aquí estoy de nuevo, burlando a la muerte otra vez. O tal vez la muerte quiere burlarse de nosotros. ¿Quién sabe?


—Esto… esto —repetía Judith y luego llevó la mirada a su hija— esto no es obra de Dios. Esto es antinatural, Amy. No se puede volver de la muerte.


—¿No vas a decir que es un milagro? —preguntó Amy con un timbre de voz que Greg identificaba como sarcástico.


—Una vez… una vez es un milagro —Judith vacilaba, como si pensara detenidamente en cada palabra antes de soltarla— dos veces… esto ya no es una obra de Dios.


Amy no dijo nada. Miraba a su madre torciendo la boca para refrenar una sonrisa. Greg alternaba sus ojos entre Judith y su novia esperando que alguna llegara a la parte de los abrazos, las lágrimas y los besos. En cambio, Judith caminó hasta la cafetera, preparó dos tazas, tostó dos rodajas de pan, los untó con manteca y mermelada, los dispuso todo en una bandeja y sin mirar a Amy, envió una mirada de compasión hacia Greg, se dirigió a las escaleras, y luego a su habitación. Greg ya había visto el mismo ritual otras veces, pero jamás en ese mismo contexto, por lo que sentía que todo era nuevo. Amy terminó su tazón de cereales y le dijo a Greg que iría a cambiarse de ropa para ir a su casa. No hizo ningún comentario al respecto, no allí, y Greg no notó ninguna perturbación en el rostro de Amy, nada que delatara el menor efecto por el incongruente comportamiento de su madre luego de ver a su hija vencer a la muerte por segunda vez. ¿Y por qué esa mirada de compasión? ¿Compasión para quién?


Ese día fue muy extraño. Amy y Greg pasaron todo el tiempo en casa del muchacho. Casi no tocaron el tema crucial. De vez en cuando ella soltaba algún comentario con respecto a la ceguera que tenía su madre a causa de su religión y seguía con otra cosa. Jugaron durante horas a los videojuegos, hicieron el amor, Amy le ponía voz a las letras de canciones que había escrito Greg, mientras él la acompañaba con la guitarra. Esa noche los dos crearon una nueva letra para una canción que Greg llamó «La chica inmortal». Amy se rió del nombre. Le pareció muy trillado. Al final de la jornada, Greg, por primera vez en todo el día, sacó el tema.


—¿Qué crees que sea? ¿Brujería, una anomalía biológica, un poder desconocido que tienes?


—No lo sé —respondió Amy observando el techo— no me he decidido todavía. Por el momento sé que es algo único.


—¿Quiere decir que nunca te vas a morir definitivamente?


—No creo que tenga algo que ver con la inmortalidad. Creo que la muerte no se decide conmigo todavía, aunque mi cuerpo insiste en ello.


—Amy… —dijo Greg pausadamente, temiendo la respuesta que pudiese obtener—. ¿Tú quieres morir?


Amy no respondió enseguida. Su expresión no cambió. Giró la cabeza hasta encontrar los ojos de Greg.


—¿Qué importa eso? Ya estoy acá, ¿no? Siento que estoy en medio de una pulseada en las que los dos contrincantes tienen las mismas posibilidades de ganar o de perder.


—¿Quiénes son esos contrincantes?


—No tengo idea sobre sus nombres… pero…


Pausa. Los pensamientos de la chica habían interrumpido el diálogo.


—¿Pero qué?


—Greg, no siento para nada que sean dioses, ángeles o demonios. No sé dónde voy cuando… bueno cuando muero, pero recuerdo susurros, gruñidos, gritos de derrota y de triunfos y luego vuelvo aquí.


—¿Qué dicen esos susurros?


Amy cerró los ojos haciendo fuerza por recordar. Finalmente se dio por vencida y negó con la cabeza.


—Del otro lado los entendía. Aquí… cero.


Como la vez anterior, la prensa quiso irrumpir en la vida de los Allen, pero ellos se lo impidieron. No hicieron ningún comentario y eventualmente la noticia fue abandonada para seguir con otra cosa. «La efímera fama de la televisión —le decía Amy a Greg—, dura menos que el capricho de un niño pequeño». Ni Greg ni Amy tenían una vida social activa, lo que les ayudó a borrarse de la pantalla chica.


La tercera vida de Amy con los Allen fue muy diferente a la anterior. Judith apenas le hablaba, sólo cuando era estrictamente necesario, como pedirle que la dejara pasar en algún punto de la casa demasiado estrecho para dos personas, o para informarle que necesitaba usar el baño si Amy se demoraba dentro. Pero no existía ningún diálogo más allá de eso entre ellas. Amy daba por sentado que su madre creía que ella era una abominación, algo que no debía estar allí, un error y le gustaba la idea de ver la estrecha lógica de la religión que ella tenía, hacerse pedazos cuando sabía que su hija todavía estaba allí, aunque la evitara. Amy era la excepción a la regla, la prueba viviente que desmentía el milagro, otra excepción a la regla. Judith se frotaba las manos, caminaba acelerada y torpemente. Incluso cuando estaba con Paul, consciente de que Amy estaba cerca, hablaba en voz muy baja, para que sólo su marido la oyera. Todo eso divertía a Amy, hasta el punto de que a veces asía a su madre de las manos y la usaba como pareja de baile. En esos momentos, Judith pegaba la quijada contra el pecho y miraba sus zapatos. Rígida, se dejaba llevar por su hija como algo espantoso que le arrebatara su voluntad sin que ella pudiese hacer nada al respecto.


Su padre, en cambio, sí cruzaba palabras con su hija, pero se dirigía a ella no como si fuera Amy, sino como una extraña que vivía bajo su techo por alguna razón que ya no recordaba.


«Polvo eres y al polvo volverás». Amy había quedado enterrada con esa frase, que sus padres repetían cuando hablaban de la muerte. En la religión mormona se suponía que cuando el cuerpo resucitara para unirse con el alma, lo haría para siempre, para vivir en la feliz dicha de Dios. No había cabida para los resucitados fallidos. En esa casa sólo quedaba un fantasma para Judith y una extraña para Paul.


Los días se tornaban aburridos e incómodos para Amy en casa de sus padres. Con los meses, la hija de los Allen se fue convirtiendo en una imagen residual de lo que había sido. Algo que vagaba por la casa y a la que se acostumbraron como al frío, al calor o a un vecino molesto que escuchara música a todo volumen. Hasta que un día Amy no lo soportó más y le pidió a Greg vivir con él por un tiempo, para ver si algo cambiaba en el estado de indiferencia en el que se habían sumido sus padres con respecto a ella.


Greg tuvo que convencer a sus padres de la idea de traer a su novia a vivir en su casa por un tiempo. Al final accedieron, poniéndole la condición de que Amy siguiera en contacto con sus padres para mejorar la relación. Amy accedió, aunque jamás hizo su parte. La pasaba excelente con su novio. Holgazaneaban juntos, leían una y otra vez los autores favoritos de ciencia ficción de Greg y discutían las ideas que podrían aplicarse al mundo actual; también pasaban noches enteras jugando online a videos juegos. En fin, disfrutaban el tiempo completo que tenían para hacer lo que quisieran. El próximo año Greg iría a la Universidad y ella también había decidido acompañarlo.


Un día como cualquier otro, Greg estaba sentado con Amy en su cama mirando una película española cuando él puso delicadamente sus manos en el rostro de ella y lo giró para que sus ojos se encontraran.


—Amy, quiero que esperes aquí. Debo mostrarte algo. Volveré enseguida.


—Espera —dijo ella con un cansancio profundo en su voz—. No me siento bien, amor. Tengo mareos y siento mis brazos y piernas muy débiles.


Greg no se había dado cuenta enseguida, pero al escrutar su aspecto comprendió que Amy no hablaba en balde, aunque él hubiese jurado que el cambio se había producido instantáneamente y de modo imperceptible. Le notaba el rostro macilento, unas bolsas negras colgaban debajo de sus ojos y sus manos… el horror creció en Greg cuando vio sus manos. Estaban tan delgadas que parecía que en cualquier momento la piel iba abrirse para dar paso a los huesos. Greg no quería enfrentarse a la razón del problema. No en ese momento, cuando quería sorprender a Amy con el obsequio que había estado preparando. Lo había estado planeando todo, las últimas semanas. Pero a pesar de su resistencia, Amy le plantó la crisis delante, con unas pocas palabras.


—Está pasando de nuevo, amor. La muerte lo va a volver a intentar.


Greg quedó paralizado. Los pensamientos le pasaban a ráfagas. Llamar a una ambulancia, hablar con los Allen, con sus padres, ir a buscar la sorpresa para ella lo más rápido posible, sabiendo que ninguna de las otras opciones detendría el destino de su Amy. Hasta que ella lo hizo decidir.


—Deprisa, amor. Hazlo rápido, antes de que quizás no nos volvamos a ver.


Las lágrimas se apelotonaron en los ojos de Greg. Algunas cayeron en las manos de Amy, pero sin perder más tiempo, se secó el rostro y salió de la casa en busca de la sorpresa. Amy se tumbó en la cama con la respiración cada vez más entrecortada y con el pulso bajándole lentamente. Quería resistir. Deseaba que Greg llegara antes del final. Tal vez otro final fallido y volvería a levantarse como las dos veces anteriores. Pero dado lo inusual de su caso, nada era seguro y si Greg no llegaba a tiempo, su visión fatalista de la existencia daría todo por perdido.


De repente la puerta se abrió con un chirrido prolongado. ¿Cuánto tiempo había pasado? Su percepción era un trompo que giraba sin cesar y no le permitía captar los pasos del reloj. Pero no podía ser otro que Greg, pensó. Desafortunadamente no era su novio. Un hombre rapado, vestido de negro y con una mirada dura como la piedra se inclinó sobre ella y enseguida Amy se sintió flotando en el aire mientras veía el perfil del individuo alzarse sobre ella. Amy comprendió que caminaba y ella iba apoyada sobre sus brazos. Quiso gritar pero sus fuerzas habían desaparecido. Sólo contaba con la información que le brindaban sus ojos. Su lengua, así como sus oídos, se habían sellado. Amy fue sentada en el asiento delantero de un automóvil. El sujeto rapado ocupó el lugar de mando del vehículo y por lo que Amy veía a través de la ventanilla, estaban avanzando. Antes de desvanecerse, Amy vio por el espejo retrovisor, arriba de su cabeza, los rostros graves y fríos de Judith y Paul Allen que la observaban mientras ella caía de nuevo en el abismo de la muerte.


Despertó, envuelta en el silencio y la oscuridad. Estaba tendida de espaldas, era lo único de lo que era consciente. Intentó ponerse de pie, pero arriba y a ambos lados la apresaba una superficie hecha con lo que Amy identificó como ladrillos. Había olor a hollín en ese lugar como si estuviese dentro de una chimenea. Golpeó con sus puños con todas sus fuerzas para llamar la atención de alguien en el exterior pero no obtuvo respuesta. Comenzó a gritar a todo pulmón hasta quedarse afónica. Cuando se cansó de eso, oyó unos murmullos apagados afuera. Las palabras eran ininteligibles y no podía reconocer la voz. Oyó algunos golpes, unos ruidos de metal al caer al suelo, y después un estruendo, que provino del sector donde terminaban sus pies. Alguien o algo golpeaba la pared de su prisión, del otro lado.


—¡Amyyyyyy…! —alcanzó a oír la muchacha. Un sonido arrastrado, un grito sofocado. Pero en el poco rastro que le revelaba la voz, Amy identificó a Greg. Y antes de que pudiese recomenzar sus gritos de auxilio, el calor estalló en el interior de su prisión. La estaban quemando viva. Y recordó el rostro de sus padres, mirándola sin ningún sentimiento en el asiento trasero del automóvil del hombre rapado. El oxígeno se había convertido en humo y fuego. Sus gritos llegaron a los oídos de Greg, que estaba desmayado en el suelo con sangre emanando de su nariz. Apenas pudo abrir los ojos para dejar salir el nombre de su novia. A unos pasos de distancia, los padres de Greg se tomaban de las manos y con las otras aferraban una pequeña biblia que hace muchos años ellos habían bendecido. Ambos observaban al horno crematorio pulverizar los restos de su hija. Con los brazos cruzados, junto al panel de control del horno, estaba el hombre rapado que alternaba su mirada entre su reloj y Greg, quien yacía sin moverse donde había caído luego de que el extraño le propinara un puñetazo que lo había dejado abatido. Dentro del horno, Amy moría entre estertores e insultos a sus padres.


Días después de lo ocurrido, la mujer de la limpieza entró en el cuarto del horno crematorio y encontró debajo de una vieja silla, una cajita con dos anillos de plata y oro. Los dos tenían nombres grabados. Uno decía Greg y el otro, Amy.

17 de Novembro de 2020 às 03:04 0 Denunciar Insira Seguir história
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