La muerte. La muerte es algo que de una manera u otra se pasa por la mente de todo aquel que no esté muerto aún, de diversas maneras, con distintas caras. Claro está que yo, Victoria, también había pensado mucho en ello. Sin embargo, no fue hasta mi última conversación con Lena, mi hermana, que empecé a pensar sobre la gente que está muerta aún pudiendo respirar, hablar. No puedo explicarlo de otra manera que contando lo que ella me reveló en aquella triste, incompleta y última conversación antes de que mi querida hermana muriera de sobredosis.
Lena sabía ya que le quedaba poco tiempo, así que una tarde en la que yo había ido a visitarla, decidió contarme, quizá buscando mi misericordia, dos momentos de su vida que habían despedazado su alma hasta convertirla en un receptáculo de drogas sin apenas un esbozo de humanidad.
-Victoria ¿recuerdas a Deo? -dijo, sin esperar respuesta.
Yo, por supuesto, recordaba a Deo. Nuestra madre tenía la curiosa costumbre de saltar de hombre en hombre, muchos de los cuales ni Lena ni yo recordábamos puesto que no poníamos ningún tipo de interés en los novios de mamá, que huían tan rápido como se daban cuenta de que mamá sólo quería dinero y alguien que se ocupara de nosotras.
Pero Deo era especial. Deo amaba a mamá de una manera que ella no merecía. También nos quería a mi hermana y a mí. Pasaba tiempo con nosotras, nos ayudaba con los deberes, se preocupaba por nuestro futuro en definitiva.
-¿Recuerdas cuando Deo desapareció de un día para otro y su forma de actuar no parecía tener ningún sentido para nosotras?
-Bueno, yo simplemente supuse que no podía soportar más a mamá. Ya sabes, sus arrebatos de ira...
-Victoria… A partir de ahora tienes que escucharme con atención y sobretodo, no me juzgues. No lo soportaría, no de ti.
Yo asentí, dispuesta a escuchar sus palabras como si la vida en ello me fuese.
-Una noche yo había salido por el pueblo, cuando llegué a casa tú ya dormías, pues tenías fiebre y no podías hacer otra cosa a parte de descansar. Yo llegaba muy tarde, así que entré en casa sigilosamente rezando para que mamá no se diese cuenta. Al entrar, escuché a mamá hablar con un hombre que no era Deo, en el salón.
Ya sabes, Victoria, que yo nunca quise saber nada de los amantes de mamá, sabes la repugnancia que me causaba. Por eso, subí escopetada las escaleras, me metí en la cama e hice todo lo posible por olvidar lo que estaba ocurriendo abajo.
Entonces un fuerte estruendo me despertó. Empecé a temblar de miedo, envolviéndome con mi manta hasta la barbilla. Pero al verte a ti en tu cama durmiendo febrilmente, tan inocente, decidí bajar para ver qué ocurría. Bajé muy despacio las escaleras. Escuchaba voces en el salón, así que me escondí detrás de la puerta. Lo que vi me dejó helada, Victoria, fue espantoso, una visión de las que ni siquiera las drogas o el alcohol pueden librarte. En el suelo, rodeado de un charco de sangre, se encontraba Deo. Había un rifle apoyado en el sofá; el culpable del estruendo. Mientras, mamá y el hombre al que había oído hablar con ella cuando llegué, estaban de pie, observando el cadáver.
El hombre temblaba nervioso, se movía de un lado a otro como queriendo escapar. Sin embargo, mamá permanecía impasible, casi burlona, observando el pecho sin vida de Deo.
Yo quería correr, despertarte y llevarte conmigo muy lejos de allí, pero mis piernas no respondían.
El hombre comenzó a hablar con una voz débil y temblorosa, aunque lo suficientemente audible como para darse cuenta de la desesperación que rezumaba.
-Te has vuelto loca, completamente loca,- sentenció- necesito marcharme de aquí. Mañana mismo saldré del pueblo. No quiero saber nada de ti… ¡asesina!- gritó y le temblaron tanto las piernas que cayó de rodillas, al lado del cadáver.
Mamá lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo levantó
-Tú no te vas a ninguna parte- dijo ella con determinación-. Ayúdame a llevar su cuerpo al granero, limpiaremos la sangre que ha quedado en el salón y después quemaremos su cuerpo. No puede quedar nada.
Yo estaba aterrada, la seguridad de mamá ante una situación que a cualquiera hubiese hecho vomitar, hacía que no pareciese un ser humano.
Juntos levantaron el pesado cuerpo. Se disponían a llevarlo al granero, tal como había dicho mamá, cuando la visión del cuerpo sin vida, del pecho lleno de sangre de nuestro padrastro, me hizo lanzar un sollozo de horror y pena.
Mamá y su cómplice dejaron caer el cuerpo al suelo, asustados, y éste cayó con un golpe. Mamá asomó la cabeza por la puerta y me vio allí, encogida como un cachorrillo y muerta de miedo. Sus ojos se inundaron de pánico, que pasó en un segundo a convertirse en ira.
-¡Lena! ¿Qué diablos haces aquí? Sube a tu cuarto inmediatamente y asegúrate de que tu hermana no se despierte. Tú no has visto nada ¿entendido?
Así que corrí a la habitación, cerré la puerta con llave y me acurruqué a tu lado. Cada vez que cerraba los ojos, veía el cadáver de Deo y la mirada de mamá al verme. Durante días no pude dormir y aún ahora sueño muchas veces con aquella noche.
No sé qué pasó después. Al día siguiente el salón estaba limpio y mamá tan tranquila como de costumbre, pero yo no podía parar de preguntarme a dónde habrían llevado el cadáver, sí mamá iría a la cárcel y si estaríamos a salvo viviendo con ella, una asesina.
Al poco tiempo nos mudamos a otro lugar ¿te acuerdas? Un pueblo costero muy bonito, con un montón de casas blancas apiñadas cerca del mar. Mamá nos dijo que había encontrado un trabajo mejor allí y que Deo, al enterarse de que teníamos que marcharnos había dejado a mamá, eso sí, con un montón de dinero. La historia no tenía sentido, pero tú tenías nueve años, así que supongo que no debiste pensar mucho en ello. Además yo hice todo lo posible por hacerte tragar aquella mentira manchada de sangre. Temía que si preguntabas demasiado nos pusieses en peligro. Mamá pareció darse cuenta de que yo estaba de su lado y durante un año entero me dejó tranquila.
Pasado el año apareció aquel hombre, el que estaba con mamá el día del asesinato. Lo reconocí en seguida a pesar de que parecía mucho más viejo; ahora unas enormes ojeras violáceas rodeaban sus ojos, caminaba encorvado y su mirada parecía estar siempre alerta.
Lo vi por primera vez en una cafetería. El pánico me atravesó todo el cuerpo. Si venía a ver a mamá, algo había ocurrido.
Yo me di la vuelta y salí de la cafetería a prisa. Una mano me agarró por la chaqueta y yo esta
-¡Tú! Nos conocemos.
Yo no respondí. Simplemente salí corriendo, pero enseguida me alcanzó.
-Necesito hablar con tu madre, llévame con ella. Por favor.
-Yo… no creo que ella quiera verte. No quiero meterme en líos.
-Créeme, es importante.
Dudé un poco pero finalmente accedí a llevarlo a casa. Al ver a Martin, así me dijo que se llamaba, mamá empalideció, pero sus manos seguían firmes en los platos que fregaba:
-¿Qué haces aquí?
-Hablemos a solas.
Quise saber qué pasaba, pero no tuve el valor de quedarme, lo reconozco. Me quedé muda un buen rato, mirando el techo de la habitación. No me hizo falta saber qué pasaba. Martin y mamá entraron en nuestro cuarto y me metieron en un coche, mugriento de barro. Yo iba detrás, removiéndome en mi sitio, esperando quizá a la muerte, quizá a que uno de los dos hablase.
Martin frenó una vez habíamos dejado el pueblo atrás. No se movió. Mamá sin embargo lanzó un suspiro y se giró para mirarme.
-Baja del coche- dijo. Obedecí. Nos bajamos los tres y Martin se puso a rebuscar en el maletero mientras mamá me increpaba.
-Has sido tú ¿verdad? Alguien ha llamado a la policía y… ¿has sido tú?
-No.
-Escucha cariño, sólo queremos asegurarnos de que no has sido tú, pero si lo hiciste sólo tienes que decirlo y lo arreglaremos.
Martin ya había encontrado lo que buscaba en el maletero, un rifle igual que el que había matado a Deo. Así que así pensaban arreglarlo.
-¡Puta!- exclamó, mientras me apuntaba enloquecido- ¡Fuiste tú! Te huelo el miedo en el aliento.
-¡No!- dije y me puse a llorar, segura de que iba a morir.
-¡Puta!- repitió. Según su locura iba aumentando, iba acercando el rifle a mí, hasta que lo tuve tan cerca que podía oler el metal del arma.
Me obligó a arrodillarme y yo obedecí, con la cara inundada en lágrimas. Yo comencé a gritar. Le supliqué a mi madre, y al mismo tiempo a Dios, que no me dejase morir. Mamá me apartó hacia atrás, ocupando el espacio entre Martin y yo y sentenció:
-Ni se te ocurra tocarla.
Se miraron fijamente, como si intentaran determinar a través de sus ojos quién era más fuerte. Finalmente, Martin bajó el rifle.
El viaje de vuelta a casa fue un infierno. Sentía que el cinturón del asiento me apretaba como queriendo matarme. Cada gesto, cada respiración, cada ruido lo interpretaba como una amenaza, por lo que mi cuerpo permanecía en un estado de pánico casi imposible de sostener. Por fin llegamos a casa. Sólo estabas tú, tranquila, ajena a todo aquel horror. Eso es todo, al menos todo lo que mi mente enferma es capaz de recordar.
Nos quedamos calladas el resto de la tarde, masticando aquella historia. Yo observaba a Lena, comprendiendo que el terror vivido, los remordimientos, se habían asentado en su cuerpo y su alma. Pero mamá había muerto hace dos años, no había nada que se pudiera hacer ya por esa causa perdida.
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