simon-acostat Simón Acosta

Una joven costarricense encuentra el significado del hogar en el lugar más inesperado de todos.


Ficção científica Todo o público.

#costarica #cuento #cienciaficción #ficción #espacio
Conto
0
2.5mil VISUALIZAÇÕES
Completa
tempo de leitura
AA Compartilhar

En casa

Hoy estoy en Londres. He estado acá tres veces en el último mes y nunca tengo suficiente. Estoy enamorada del clima, de la neblina caprichosa, de los edificios ancestrales y de su gente. Oh, como amo ver a la gente caminar, hablar entre sí, reír o discutir; la vez pasada estuve una hora mirando a un músico callejero que, enojado porque nadie apreciaba su música, tocaba canciones estridentes solo para molestar. Perderse acá ́ es un placer, una experiencia casi religiosa; es saber que no importa donde vaya a parar, voy a estar feliz. Recuerdo el restaurante que vi la vez pasada y se me antoja un bocadillo, ver cómo lo hacen, ver cómo la gente lo disfruta. Si tan solo pudiera... “Blip, Blip, Blip. Simulación pronta para terminar”. Cuando me doy cuenta, Londres desaparece y vuelvo a estar en la cabina y justo frente a mí como siempre ha estado, el planeta Tierra, muriendo lentamente.

Cuando fui seleccionada para probar una de las primeras cápsulas espaciales privadas, no entendía cómo había tenido tanta suerte. El mundo entero había participado en el extraordinario concurso y de todos esos millones de personas, la afortunada fui yo, una estudiante de la universidad de 25 años. Sería la primera en descubrir la maravilla de no solo viajar al espacio, sino quedarme allá́ arriba sin nadie más, en la más moderna versión de estadías siderales: completamente segura, generaba tanto aire, agua, poder por medio de paneles solares y comida (no muy variada eso sí) por cuenta propia, tenía una selección casi infinita de libros, películas y videojuegos y era el único lugar donde se podía observar la inmensidad del espacio y la pequeñez de la tierra con completa paz. Paz. Lo que había estado buscando toda mi vida.


Un pitido en la consola suena, como siempre ha sonado, para recordarme el mensaje. Lo veo y acaricio esas letras reflejadas en la pantalla, casi como si fueran un regalo. “Rescate próximamente. Esperar atenta”. Fue después de las explosiones que llegó el mensaje, cuando la cápsula se estremeció a través del espacio y temí quedar a la deriva. Pero fue gracias a esto que encontré el visor de realidad virtual, una antigüedad para estándares actuales, de los primeros prototipos. Y adentro tenía un solo programa: Recorrido por el mundo, descubra sus países.


Las pruebas, ahora que lo recuerdo, fueron exhaustivas. Eran días enteros de cables y exámenes y más cables. Era yo en una piscina con todas las luces apagadas y sola por todo un día, o de estar encerrada en un cuarto oscuro por semanas sin más contacto que una radio donde me enviaban mensajes con instrucciones. Entendí, al cabo de varias semanas, que no era tan importante mi estado físico, sino el psicológico. Querían estar seguros de que una vez estuviera allá, arriba y lejos de la humanidad, no fuera a volverme loca al primer día. Claro, el viaje original eran nada más dos semanas, dos semanas de silencio, vistas increíbles y fotos para compartir luego con la familia. Iban a ser solo 15 días y vendría alguien a recogerme, volveríamos a la Tierra y me tomarían muchas fotos, me harían entrevistas por doquier y al cabo de unos meses, volvería a mi vida normal. Sí, simplemente una vida normal.


Ayer estuve en Tailandia. Antes de todo este viaje, Tailandia siempre había estado en mi lista de países para visitar antes de morir. Con el visor pude ver sus playas, su naturaleza, y sus templos; terminé haciendo un recorrido por un museo por horas y me detuve en cada una de las piezas que había en la exposición. El visor, como no era de los últimos, tampoco me dejaba recorrer todo a mi antojo, existían estos límites en el mundo dentro del programa que no me dejaban avanzar más, pero para mí era suficiente. En el museo había una familia, posiblemente locales, con dos niños que brincaban y reían emocionados ante cada pequeña cosa. Me quedé viéndolos, sabiendo que no eran más que fantasmas, recuerdos en código. Terminé llorando, pensando en que a lo mejor el fantasma era yo.


Tardaron 3 meses asegurándose que yo iba a poder soportar el viaje de ida y vuelta. Científicos diariamente revisaban mi estado físico y me hacían preguntas al azar para probar que iba a resistir. Vivía en un grupo de habitaciones pequeñas, con una cama, un baño y un área para leer; la comida llegaba por medio de la puerta y no sabía nada, supuestamente como preparación de la estadía en la cápsula. Me daría cuenta casi al final de mi estadía en el centro, que realmente no había sido la única que había ganado el concurso, sino que habían sido por lo menos un centenar; hombres y mujeres de una gran variedad de países, edades y hasta religiones. Así que, sin darme cuenta, en muchos cuartos al lado del mío, había otras personas haciendo sus pruebas y pasando su tiempo, todos esperando que serían las personas elegidas para subir y tener la experiencia de sus vidas. ¿Nos seleccionaron al azar, sería por nuestras habilidades, habría algo de destino en la elección? Nunca lo supimos. Sólo sé que, al cabo de tanto tiempo, con la comida llegó una carta. Y en la carta decía: “Felicitaciones, ha sido elegida. Irá al espacio”.

El modelo del visor es tan viejo que solo puedo usarlo unas 5 horas seguidas, pero luego ocupa recargarse por casi 4 horas; al principio intenté usarlo cuando estaba conectado pero lo que vi por el visor todavía me da pesadillas de vez en cuando. Odio ver afuera, así que intenté llenar esas horas con actividades para que el tiempo pase más rápido. Una de las cosas que más me entretienen es limpiar la cápsula, por ejemplo. Es del mismo tamaño que aquellos cuartosdonde estuve en la Tierra, con un espacio para dormir, un espacio para recreación, un espacio donde están los sistemas de soporte vital con sus plantas, sus máquinas y su comida, un pequeño espacio que sirve como sanitario y la consola principal. Cuando quiero limpiar, empiezo por donde duermo, un tipo rectángulo con un colchón y cintas para atarme; la primera noche ya habría experimentado cómo se siente dormir en el vacío, dar vueltas y golpearme por todas partes. Ahí simplemente me gusta acomodar que se vea bonito y dejo todo cerrado y listo para cuando llegue la hora de dormir. Después, giro y floto adonde está el espacio de recreación. Me aseguro de que el visor esté cargando correctamente, y reviso el catálogo de libros disponibles. Me aseguro de que mi sillón esté en la esquina y que todo se vea como me gusta antes de pasar al siguiente cuarto. Cada uno está separado por una especie de puerta, e intentan replicar la normalidad, con un techo, piso, ventanas (que he tapado casi todas) y agarraderas para poder moverme entre ellos.


Finalmente, llego al lugar de las plantas, las que me permiten respirar y que me dan agua por medio de artilugios que nunca intenté comprender. Aquí no me gusta mucho, porque sigo temiendo el momento que por un movimiento desconecte algo y termine asfixiándome. Cuando he terminado mi ronda, vuelvo a la consola, llena de pantallas, botones, luces y palancas, que, según mis instrucciones, se moverían remotamente cuando estuviera a punto de regresar. Ahí está en una pantalla el mensaje de rescate. Y está, a través de la ventana principal, la vista del planeta Tierra, con huecos en su superficie, con nubes rojas y verdes dando vueltas. Mientras lo observo, una explosión ilumina brevemente el espacio. A veces se ven dos o tres iguales en una hora y me pregunto si queda alguien ahí abajo, mirando al cielo, esperando alguna salvación.


Apenas me llegó la carta, me dieron permiso de llamar a mis padres. Estaban tan felices, sabiendo que su hija sería la primera turista espacial privada y me mandaban a tomar fotos y videos de todo el proceso, para compartirlas cuando volviera a casa. Me abrieron la puerta de mi cuarto y me llevaron a un salón grande, lleno de personas que celebraban, con mi nombre y foto en grande colgada del techo. Fue ahí que supe de los otros concursantes y estaban todos, felices por mí. Comimos y bebimos, bailamos y nos abrazamos, reímos y contamos historias; podría haber jurado que el tiempo ahí adentro no transcurría y que podríamos haber estado de fiesta una eternidad. El viaje estaba programado para partir en una semana y por esa semana, si bien es cierto tenía que cuidarme, me daban la libertad para recorrer el centro a mis anchas. Los otros concursantes partieron a sus hogares al día siguiente, y nos despedimos con lágrimas, como si nos hubiéramos conocido por años y tuviéramos que decirnos adiós hasta ahora; en ciertosentido, con ellos me sentía más cercana que cualquier otra persona de afuera, habiendo vivido y sufrido lo mismo.


La semana pasó así rápido y cuando me di cuenta, estaba en un cuarto, con periodistas tomándome fotos y haciéndome cientos de preguntas. ¿Cómo me sentía sabiendo que iba a ir al espacio? ¿Qué planeaba hacer allá arriba? ¿No me sentiría muy sola? ¿Qué pensaba mi familia del viaje? ¿Tenía a alguien que iba a extrañar? ¿Qué quería hacer cuando volviera? Tantas preguntas y las respondía como podía, sintiéndome como en un sueño. Al terminar la sesión, me despedí de todos y pasé al cuarto de preparación, donde como sorpresa, me esperaban mis padres. Nos abrazamos y nos dijimos cientos de cosas en espacio de 5 minutos; ambos intentaban no llorar, pero al final los tres estábamos hechos un mar de lágrimas, ante la mirada compasiva del personal. Nos dieron más tiempo, de hecho, pero teníamos un programa que seguir. Les dije adiós y sin mirar atrás entré al último cuarto, al cuarto de vestuario. Me pusieron mi traje, me desearon suerte y me dejaron en la puerta de salida. Un pequeño paso para mí y todo eso.

Escucho el pitido del visor de nuevo y sé que ha terminado de cargar. He podido descansar un poco y me siento mucho más lista para emprender una nueva aventura. Como mi cápsula asemeja a un satélite de gran tamaño, le da la vuelta a la Tierra cada 12 horas. El sol viene y se va, pero la mayor parte del tiempo el único acceso al mundo exterior viene del cuarto de control. Me siento en mi sofá́, coloco mi visor y adentro, me sale la pantalla de siempre. Me indica qué países he visitado ya, cuántas veces los he visitado y qué países me faltan todavía. Increíblemente, todavía me faltan la mitad y decido ver algo nuevo el día de hoy. Cierro los ojos mientras mi mente va moviendo el menú y cuando lo siento correcto, selecciono el país y abro los ojos: Costa Rica. Sonrío mientras los ojos se me ponen llorosos. Había estado evitando el nombre de mi país, por miedo a la nostalgia, o por miedo de no poder soportarlo. Pero ya el programa está cargando y me da a elegir lugares que me sé de memoria. Manuel Antonio, Monteverde, Limón, Guanacaste. También me da a elegir eventos o días especiales, como los desfiles del 15 de septiembre o aquellos pasacalles que se hacían en la capital. Sin embargo, sé qué es lo que quiero ver. De nuevo con mi mente voy buscando hasta que lo encuentro. San José centro, a las 5 de la tarde.


El programa dura unos cuantos segundos cargando y cuando me doy cuenta, estoy en plena Avenida Central, con la gente caminando a mi alrededor, apurada. Es la hora en que todos van saliendo de sus trabajos y van para algún lado. El aire se siente (o el programa me hace creer) frío y los últimos rayos del sol se filtran por los edificios de antaño. A lo lejos se escucha la música, los aplausos y puedo ver como un grupo de jóvenes baila divertidos ante un círculo de gente que les grita. De repente se me olvida dónde estoy y quién soy, y soy uno de los bailarines, dando vueltas por el aire, con el público asombrado; soy un viejo en una esquina, pintando cuadros con esas pinturas antiguas, sin forma, pero con muchos colores; soy una hechicera haciendo trucos debajo de un árbol, con una ropa exótica y haciendo reír a la gente; soy cientos de niños y niñas corriendo, jugando a juegos secretos, tirándose burbujas de agua y papeles en forma de nieve. De repente la imagen se empieza a distorsionar y escucho claramente como al visor se le está agotando la batería. Ni siquiera me pregunto cómo pudieron pasar 5 horas cuando para mí fueron un par de minutos, ni me recuerdo de los peligros. Nada más hago un esfuerzo con mi cuerpo afuera, encuentro el cable y lo conecto directamente al visor. Y por un momento todo sigue normal, la gente y las risas y el cielo y yo soy feliz. Hasta que poco a poco, una sombra se va filtrando por todo y yo, sabiendo qué viene, decido ignorarla y seguir con los demás.


La nave con la cual iba a viajar era del tamaño de un autobús pequeño; ya habíamos llegado al punto de que podíamos viajar al espacio con artefactos cada vez más diminutos, lejos de aquellos monstruos del pasado. Sabía que estaba siendo transmitida automáticamente a aquellos usuarios que se habían suscrito al evento, entonces intenté sonreír ante la cámara autónoma montada en mi visor. Mis padres estarían en algún lugar del centro, viendo el espectáculo en asientos especiales, junto con todos los encargados del proyecto. Escuché cómo empezaban la cuenta regresiva, costumbres que parecía seguían usando desde los tiempos de los primeros viajes. No estaba nerviosa, sinceramente, mientras el 10 sonaba en todos los parlantes de mi traje. No, estaba emocionada, estaba impaciente, sentía que mi corazón no cabía dentro del cuerpo. Al escuchar 5 empecé a reírme, al llegar a 4 empecé a sudar. Con el 3 mis manos empezaron a temblar y con 2 les mandé un beso a mis padres. El 1 no lo escuché porque cuando supe la nave ya despegaba de la tierra, conmigo adentro, subiendo y subiendo, dejando a todos detrás.


Estos nuevos modelos no duran nada llegando, recordé, y las nubes dieron paso rápidamente a las estrellas y al vacío del espacio. Estar ahí por fin, ante la inmensidad, me quitó el aire. Mientras la nave se encaminaba hacia la cápsula, construida meses atrás, yo miraba para todos los lados, intentando guardar en mi memoria lo más que pudiera: como una galaxia se veía a través de la distancia, como la luna era como un titán blanco y resplandeciente o como Marte y el resto de los planetas se veían como esferas juguetonas, llegando hasta el infinito.


La llegada a la cápsula fue sencilla. Simplemente me quité todos mis implementos y siguiendo instrucciones del punto de control, giré un par de perillas y accioné una palanca. Las puertas se abrieron y por fin entré a lo que sería mi hogar. Junto con la controladora de turno, fuimos explorando cada estancia de la estructura, qué hacía cada cosa y que podía yo hacer ahí, mientras la nave regresaba a la Tierra automáticamente. Luego de un par de horas, me dejaron por fin sola, y exploré todo a mis anchas, con todas las ventanas abiertas al espacio, admirando cuanto podía. Con mi dispositivo de video, grababa mensajes para todos allá abajo y al quitarme luego el traje, me di a la tarea de dar piruetas y jugar. La primera semana fue maravillosa, y pasé las horas despiertas, temiendo que si dormía todo fuera a terminar siendo un sueño o que despertaría justo cuando tuviera que irme. Así que cuando me sentía cansada, me sentaba en el mando de control de la cápsula, mirando hacia la Tierra y me imaginaba qué estarían haciendo todos allá abajo. Fue estando ahí, tal vez una semana y media después de mi llegada, que vi las primeras explosiones. Y supe que todo había cambiado.


Todavía sigo en San José, mirando a la gente, escuchando sus historias. Estoy sentada junto a un grupo de señores jugando ajedrez mientras escuchan la radio. Cuentan uno que otro chiste que me hace reír y puedo ignorar un minuto más el silencio que nos envuelve. La primera vez que había entrado al mundo virtual con el visor conectado había sido esto lo primero que me había asustado, el terrible silencio que me perseguía por doquier. Pero ahora no importa, necesito más, ocupo estar ahí y sentir que estoy de vuelta. Ya no se escuchan a los niños y a las niñas gritando ni las ventas ambulantes a gritos y sonrisas. Sólo quedan los señores y el ajedrez, hasta que los dejo de escuchar también a ellos. Vuelvo la mirada por curiosidad y me encuentro con la visión de mi primera vez: los cielos están rotos y a través de sus huecos se esconden ojos y terrores. Y la gente, la hermosa gente, es ahora no más que figuras, siluetas sin caras, que parecen moverse como títeres a los que se les han roto sus cuerdas. Vuelvo de nuevo a los señores y su juego, y ahora son solo una amalgama oscura, que parecen murmurar.


Atemorizada, corro por las calles mientras se fracturan cada vez más, y su gente parece ignorar como todo a su alrededor está muriendo. Intento apagar el visor, o reaccionar en el mundo exterior, pero no lo logro; mi cuerpo ha olvidado a dónde pertenece y no puedo más que correr intentando escapar a la nada que nos envuelve a todos. Estoy gritando, sudando, llorando, implorando ayuda hasta que mis piernas ceden y dejo de escucharme a mí, a mi latido inquieto, a mi cuerpo. Tal vez he muerto y hasta ahora me estoy dando cuenta... “Blip, Blip, Blip. Error. Error. Terminación involuntaria”. Estoy de nuevo en la cápsula, empapada de mi miedo. Tiro el visor lejos y me sacudo intentando quitarme la sensación de antes. Intento calmarme y me digo que, a pesar de todo, el viaje valió la pena. Cierro los ojos un momento y cuando sé, estoy dormida, volviendo a recorrer las calles de San José como en mi niñez, de la mano de mis padres. Sonrío dormida.


Nunca supe qué había pasado. ¿Habría sido una guerra? ¿Uno de esos meteoritos que siempre avistaron? ¿Habrían sido los extraterrestres, cansados de nuestro egoísmo? ¿Podría ser que el Apocalipsis había llegado, como predecían los textos religiosos, y que dios simplemente se había olvidado de mí en el espacio? Realmente no importa. Importa cómo pude ver como gigantes explosiones hacían temblar a la Tierra, y como la fuerza de lo que pasaba abajo retumbó en el espacio y movió toda mi cápsula. Importa cómo pude escuchar los gritos de la operadora de turno, implorando ayuda. Como el universo entero pareció aguantar la respiración mientras el planeta Tierra, mi planeta, moría lentamente por fuerzas desconocidas, llenando todo de humo. En ese momento quedé en shock, y lo estaría por las siguientes horas, pegada a la pantalla que me permitía ver la destrucción todavía constante que pasaba abajo. Extrañamente no pensé en mis padres, ni amigos ni en la gente del centro; automáticamente quise creer que estaban muertos, que había sido una muerte rápida y sin dolor. Me dormí en la silla de mando abrazándome a mí misma, como si estuviera helado.


Cuando desperté, estaba el mensaje en la consola. Había dormido unas 10 horas y el paisaje abajo, en la Tierra, era desolador. Era de noche en ese momento, pero no había ni una sola ciudad iluminada como había visto las noches anteriores; abajo solo existía la luz del fuego, llamaradas que debían de ser colosales, arrasando todo a su paso. Mi atención volvió a la consola y me pregunté quién habría mandado el mensaje. ¿Estarían a punto de salvarme? ¿Qué tenía que tener preparado? Rápidamente busqué mis pertenencias y revolviendo todo el desorden, encontré el visor, que dejé ignorado mientras hacía mi maleta. Creía que vendrían pronto, que estarían cerca. Por tres días no comí ni dormí, solo sentada en la silla, esperando algún otro mensaje, alguna señal de que no se habían olvidado de mí. Pero no pasó nada. De abajo no salió ninguna nave de rescate, ni se desplegaron nuevos mensajes para darme aliento; estaba yo sola con mi cápsula y nadie más. Fue ahí que descubrí el poder del visor y empecé a viajar para que pasara el tiempo mientras venían por mí. Y viajé por países, y conocí a su gente. Disfruté de culturas que había ignorado estando antes allá abajo. Y pasaron seis meses y nada cambió.


Cuando me despierto, el visor parece estar ya cargado de nuevo. Voy al área de soporte, y me sirvo un poco de la pasta que las máquinas generan, llena de todo lo que ocupo para sobrevivir. Me siento en el sofá y me abrocho todo mientras como; ya no estoy en ánimos de dar vueltas por el espacio como aquellos primeros días. Escucho un pitido y me volteo al visor, preguntándome qué pasa, pero rápidamente me doy cuenta que el sonido viene de la consola.


En un segundo estoy ahí, viendo las letras cambiar por primera vez en meses. “Cápsula 3X51, Pasajera Moreira, transmisión urgente”. Estoy ahí, mirando el mensaje, sin creerlo, cuando la transmisión se abre y se escucha una mujer por los parlantes de la cápsula. “Pasajera Moreira, le habla la nave de rescate Urbis39, con ruta hacia su cápsula. Confirme presencia para guiarla sobre procedimiento de rescate”. Suena amigable, y puedo ver por la ventana como una nave enorme se aproxima hacia mi cápsula, haciendo que tiemble todo adentro ligeramente. “Pasajera Moreira, le habla la operadora de la nave de rescate Urbis39. Por favor confirme su estado”. Mis manos tiemblan, y por un momento estoy pensando en quién era yo hacía 6 meses y cuanto había querido escuchar estas palabras. ¿Debería estar buscando mi bulto? ¿Debería responder primero? ¿O debería...? Mis pensamientos se quedan en blanco y vuelvo a ver hacia atrás, hacia dónde está mi visor, con su luz anunciando que ya está listo para ser usado. “Pasajera Moreira, ¿está ahí́?” Puedo escuchar la desesperación en el tono de su voz y como está hablando con otra gente, consultándoles qué hacer, preguntando qué podría haber pasado. Yo sonrío y estoy moviéndome hacia la sección de recreación, mientras afuera la nave gigante está acercándose, está arriba mío, está esperando. Y la voz de la operadora todavía resuena por los parlantes, cada vez más asustada, quizás sollozando un poco ahora, y el temblor se vuelve a sentir por mi cápsula y la operadora dice adiós, dice una oración y la transmisión se corta. Pero yo ya no estoy ahí, estoy de nuevo en Costa Rica, estoy en una playa, o en medio de una montaña o al lado de dos señores que juegan ajedrez y cuentan chistes. Estoy en casa.

17 de Setembro de 2020 às 17:25 0 Denunciar Insira Seguir história
0
Fim

Conheça o autor

Comente algo

Publique!
Nenhum comentário ainda. Seja o primeiro a dizer alguma coisa!
~