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Dimitas Arias, cuento escrito por Tomás Carrasquilla: Este cuento nos habla de Dimitas Arias, personaje que al principio tenía una vida común y corriente pero bajo circunstancias extrañas, le da una enfermedad que no le permite pararse en lo absoluto.


Clássicos Todo o público.

#enfermedad
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I


Porque era de bahareque y porque lo apuntalaban dos palos por el costado de abajo y un diente de tapia por el interior, no se había venido al suelo aquel cascarón de casa. Era el techo un pelmazo gris de algo que así pudo ser palmicho como carmaná, todo él constelado de parchones de musgo, de lamas verduscas y de tal cual manojo nuevo, puesto allí por vía de remiendo. Bardaban el caballete hasta cuatro docenas de tejas centenarias, por entre cuyas junturas medraba el liquen y asomaban mustias y enfermizas unas matas de viravira; pendíale por un extremo, desparramándose que era un gusto, un matorral de yerbamora fructificado además. Era el interior una gran sala, con un tenducho de madera en el ángulo frontero a la puerta de entrada, el cual se cerraba como una alacena y olía a ratones y a viejo. De tierra apisonada, y con muchos hoyos y rajaduras era el suelo. Dos ventanillos de batientes partidos por mitad, alumbraban el local; daba el uno a la Calle-abajo, y el otro, al Callejón de El Sapero, pues la casa aquella estaba en la esquina. Tenía tres puertas: la de entrada, una que comunicaba con un cuartucho, y la del interior; esta última se abría a un corredor húmedo; y esto era todo el edificio; que el tingladillo que hacía las veces de cocina estaba aislado obra de doce varas más adentro. Unas piedras medio enterradas en el suelo servían de pasadizo. Defendían esta propiedad: un trincho, cubierto de maleza, por el lado del callejón; dos guayabos machos, tres naranjos agrios y un saúco, entreverados con unos palos carcomidos, por los dos lados restantes. Arrimadas a los cercos, hileras de ruda y de eneldo, una mata muy cuidada de romero de Castilla y unas cuantas de rosa chagre. Detrás de la cocina, se extendía un solar inculto y pro indiviso, que allá muy lejos tenía por lindero natural el arroyo enlodado y fétido conocido con el nombre de El Sapero. La casa estaba situada en la punta de la Calle- abajo, la Patagonia del pueblo, como quien dice.

Era la escuela.

La sección acababa de reunirse.

—¡Una leyenda, muchachos! —dijo el Maestro con tono de cariñoso estímulo… y aquello principió.

De una banca donde se arracimaban hasta dos docenas y media de mocosas, se levantaban, creciendo, atiplándose en terrible sonsonete, todos los horrores del deletreo: ere-a-ra, ere-i-ri, se oía por un lado; be-a- ba, be-i-bi, por otro; aquí, ese-a-ele, sal-gu-e-ve, alve; por allá, una trabazón de sílabas imposible de desenredar. Total: un Babel chiquito.

En la banca frontera, se alineaban como veinte varones, no menos atareados, no menos chillones que las chicas, si bien algunos un tanto graves por sus adelantos, cacareaban con más formalidad, casi de corrida, y a pura memoria por supuesto, aquello de "por la señal de la Santa Cruz venció Constantino al tirano Magencio", pasaje de la cartilla que abría a aquellos estudiantes, horizontes sublimes en el cielo de la historia y del arte. Cuando se llegaba a eso, estaba uno iniciado en los misterios de la humana sapiencia.

Separados del grupo, como los dioses de la masa de los mortales, había tres o cuatro por allá en un rincón. No alzaban mucho la voz, no señalaban el renglón con el puntero, y, aunque hacían muchos visajes, estirando el pico, bizcando a ratos, apenas si miraban el catón. "A los azores, aves de rapiña, cuenta San Alberto Magno", cantaba éste; "San Luis, Rey de Francia, al acostarse con sus hijos", cantaba aquél; y, absortos, embebecidos en su grandeza, en los ejemplos estupendos del libro inmortal de San Casiano, ni cuenta de la vida ni de su propio sér se daban estos sabiondos.

Compitiendo en aplicación, en apuros y en afanes, pronto se cansaban los dos bandos. Era entonces el rascarse la cabeza, el bostezar tedioso, el estregarse unos contra otros aquellos cuerpecitos. Venía un aleteo rumoroso de cartillas, catones y citolegias; ya no había Constantinos ni Magencios, ni los bueyes mugían, ni tiraban de los carros, ni araban la tierra; caíanse al suelo los punteros, y había que irlos a buscar; una muchacha pellizcaba a su compañera; un rapazuelo metía las manos en los bolsillos, las sacaba y hacía fieros; el otro le arrebataba los corozos. Llega el momento de las quejas: "que éste me está arrempujando"; "que Carmela me jurgó"; "que Toto me rompió la ruana"; a la vez que de banca a banca se sacan las lenguas, se hacen gestos, y aquel murmullo se define en alboroto de veras.

—Siga la leyenda! —grita el Maestro.

Ni por ésas. Muchos se atropellan y quieren ir a dar la lección, todos a una. Como pocos la saben, el Maestro, sofocado, esgrime el puntiagudo chuzo de macana con que apunta, y aquí pincha una mano, allá un molledo, acullá tumba un catón. Se oyen chillidos lastimeros tanto más lastimeros cuanto más fingidos, y todos se apartan. Pasa entonces una cosa horripilante: de la camilla—carreta donde yace el Maestro, se alza, largo y delgado, un palo que tiene en la punta un rejo más largo todavía; agítase en el aire, ondula y silba como culebra voladora, y, sea en la banca de las hembras, sea en la de los machos, no se oye sino ¡güipi, juipi! En vano se frunce, se compacta, se achiquita la rapacería; en vano protesta a voz en cuello, porque la culebra sigue a destajo, y, caiga donde cayere, cada cual lleva su parte, pagando a veces justos por pecadores. No siempre va a la montonera; que en ocasiones se ceba en determinados delincuentes, y ¡cuidado si es certera!

A raíz de la tormenta, le acometen a la mayor parte necesidades apremiantes. Pónense en pié, levantan la mano, y, por turno, pronuncian las palabras sacramentales. Entre confuso y enojado dice el Maestro:

—Vayan; pero cada cual por su lado, y cuidado con ajuntasen.

Pues es de saberse que el campo aquel tenía dos departamentos, otras tantas entradas y una frontera infranqueable en derecho.

Pasadas la lectura y toma de lecciones, entra el Maestro en la enfadosa tarea de echar el renglón, que consiste en palotes, a los de pizarra, y el nombre del discípulo, a los de papel.

Sólo Carmela Aguirre no tiene que habérselas con el Maestro ni con nadie, sino que se sienta muy satisfecha, y toma por modelo una muestra de letra inglesa que decía: El inocente duerme tranquilo.

El pobre Maestro quedaba rendido, y, cuando ya los escribanos garrapateaban en sus puestos, llamaba al monitor de la arena, para que dirigiera esta sección, constituída por los que de tiempo atrás se denominaban los gorgojos. Este monitorazgo, gloria suprema de la escuela, lo disfrutaba seis meses hacía Toto Herrera, no sin que sus envidiosos condiscípulos intrigaran cuanto estaba a su alcance por arrebatárselo.

Inflado de orgullo, alzándose los calzones y sonándose con estrépito, salió el afortunado. Los gorgojos se arremolinaron, y apercibieron sus chuzos y clavos para trazar las letras. Una vez en sus puestos, saca Toto la menuda arena del cajón, riégala en toda la tabla, y, pasándole con mucha petulancia la plancha de madera que emparejaba aquello, grita con ese tonillo peculiar que a nada se asemeja:

—¡Manos abajo! ¡Atención!

Toma su chuzo, se agacha, traza algo y torna a gritar, en tres tiempos:

—Vean la letra A. Véanla bien antes de hacerla. Háganla.

No ha terminado el berrido, cuando todas aquellas manitas, torpes, apresuradas, describen, haciendo crujir la arena, escarba—mientos de gallina, colas enroscadas de animales desconocidos, jeroglíficos de monumento indígena. Si ha cesado la chillería del deletreo, es para empeorar: la voz de Toto, atascada por el desarrollo de las glándulas parótidas, se destaca bronca y cerril sobre ese fondo de ruidillos a cual más fastidioso: los golpes y los rayones del lápiz sobre las pizarras, que destemplan los dientes; aquella plancha de la arena que parece pulverizado azúcar refinado; ese sobar con babas sobre las engrasadas pizarras a cada garabato que no sale a gusto del calígrafo; las muchachas, que siempre han de estar en secreteos, que se rozan, que se estriegan las ropitas; aquel otro zarrapastroso que se rasca contra las asperezas del suelo el jarrete colonizado por las niguas; el de más allá que tira de las greñas al vecino; la otra mocosuela que lame el chisguete que ha echado sobre la plana; los sustos e inculpaciones por esta catástrofe; el mojar estrepitoso de las plumas hasta el fondo del tintero; aquella movilidad nerviosa de lagartijas, aquel rebullicio de granujas; todo ese ajetreo de rapaces reunidos, ponen al infeliz Maestro de pulsarlo con vino.

Como regañar sería inútil, cierra los ojos por no ver aquello, y qué de cosas se pierde.

Unos, muy pagados de sus planas, estiran el pico, ladean la cara a medida que escriben; hay una rauda pendolista que, a cada palotada, levanta la cabeza y da un hipido imitando el movimiento de las gallinas cuando beben; hay una de las judiotas que quiere Doña Sola de Samper pintándose lunares en los brazos; uno que lleva los calzones amarrados con el guaral del trompo, ha establecido la chumbimba sobre la pizarra, y tiene el corozo a tiro de apuntar a la cabeza del Maestro que ha tomado por mocha; un gorgojo hembra, con la cara de ángel toda sucia y el pelo rubio hecho un virutero, se ha quedado como reza la muestra de Carmela, pero con la boca bien abierta; en tanto que los hijos del alcalde, vestidos de paño verde que fue de un billar, sacan de los guarnieles los manises, los carestos y los amolaos, para despertar envidias.

Aunque de todas las clases sociales, nivelan aquella escuela los remiendos, los desgarrones, la mugre y el olor. Orejas hay allí que parecen untadas de asiento de chocolate; pies tomaditos de carrumia y faltos de uñas si no es que el bicho aquel se los tenga purulentos y manantiales. No hay cabeza que dé indicios de peine, ni corpiño de muchacha que tenga broche con broche, ni posadera de varón que carezca de ventana. Hay faldas rajadas hasta el borde, y que no tremolan porque un nudo hecho con sus puntas las detiene; calzones que, a fuerza de rodilleras, más parecen mangas. De los sombreros no se diga: todos lo llevan a la espalda colgados del barboquejo. Calzado no se ve de ninguna clase; pero sí varios guarnieles, cuáles de vaqueta, cuáles de pañete, esotros que fueron bordados en anjeo por la mano cariñosa de una madre. Pañolón de trapo gastan algunas, montera, una que otra, ni pañolón ni montera, las restantes; y tales atavíos mujeriles están colgados en un lazo que hay en un rincón, a manera de percha.

Al tenor de la descrita, tenían lugar tres sesiones cuotidianamente: por la mañana, al mediodía y por la tarde. Para entrar y salir no se fijaron horas determinadas, por la sencilla razón de que en el pueblo no había reloj público; y de bolsillo, sólo el Cura y Don Juan Herrera, padre de Toto, lo gastaban.

Así es que los niños no ansiaban el oír campanadas, sino una tosecita que salía de los lados del corredor y que era preludio de la dicha estudiantil, pues no bien sonaba, cuando se abría la puerta, y asomaba, larga y escuálida, la figura de una viejecita, que decía con voz tediosa:

Y'es l'hora pa largar.

Con lo cual se armaba el gran bochinche de la salida.

Era esta figura nada menos que la señá Vicenta, mujer del Maestro. Tenía carita de loro; traje siempre lavado, con el corpiño abierto por detrás; pañuelo de yerbas en la cabeza, anudado bajo la barba a guisa de capota, y alpargatas en chancleta; toda la viejecita muy aseada y correcta, si cabe corrección en la miseria.

El sumo sacerdote de este templo de Minerva yacía en su camilla de ruedas. Sobre ser Maestro de escuela, estaba tullido desde tiempo inmemorial. Para los alumnos fue siempre una terrible y misteriosa adivinanza, cómo aquella cabeza de hombre pudiese estar encabada en "una cosa tan chiquita que ni cuerpo de cristiano parecía"; pues el bulto que presentaba bajo las delgadas mantas esta pobre humanidad de "El Tullido" por antonomasia, no era mayor que el de un rapazuelo de ocho años. Tan contraído y deformado estaba que parecía faltarle el espinazo. Con dificultad podía menear el pié derecho; sólo en la nuca y en los brazos tenía movimiento, y éste un poco forzado en el izquierdo. La siniestra mano la veían los granujas en sus pesadillas: eran cinco garfios apartados y nudosos de pieza entera, que nunca se cerraban, que agarraban rígidos, sin apretar: algo así como la mano de palo que apaga las luces del tenebrario. Con la derecha, a más de persignarse muy bien y de esgrimir el arreador y el chuzo consabidos, escribía claro y pronto, si no muy correctamente; y para lo último le servía de pupitre una caja pequeña que tenía siempre entre el marco de la carreta, caja que parecía estar clavada allí, y en la cual guardaba el recado de escribir; lápices de pizarra, algún pliego de papel, que no dineros, como pretendían los discípulos. La cabeza, en forma de calabazo, podría representar la de un sacerdote poseído de neurosis ascética; era aplanada de cráneo, de cabello recio y entrecano, cortado siempre al rape como un cepillo; ni pelo de barba en aquella cara amarillenta y marchita; y no porque fuese lampiño el santo varón, sino porque su compadre Feliciano, alma caritativa como pocas, lo afeitaba jueves y domingo y le cortaba el pelo cada quince días, merced a lo cual se le formaba por oda la rapadura una sombra cenicienta que lo aclerigaba más y más. Los ojos pardos resultaban muy tristes y abismados entre el paréntesis de la hirsuta ceja y de la ojera negra, tan negra que se dijera de corcho quemado, tan honda que semejaba cicatriz. Sólo dos raigones amarillos asomaban bajo los hendidos labios; la nariz tosca, de fosas muy abiertas. Esa cara tan fea tenía una expresión de tristeza resignada y beatífica que atraía.

No fue Maestro atrabiliario ni de viarazas: si chuzaba y daba azotes a laindómita chusma, obedecía a la consigna del superior, a la ley de su tiempo, en que era un axioma aquello de "la letra con sangre entra y la labor con dolor".

12 de Agosto de 2020 às 00:38 0 Denunciar Insira Seguir história
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