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PESCADORES DE ILUSIONES

PESCADORES DE ILUSIONES

Alfonso Ortiz Sánchez

Cucaracho era un aventurero indomable, y un contumaz pescador de ilusiones; por doquier soñaba con un futuro de bienestar para él y sus cucarachas: la Cucaracha mayor, su esposa, y tres Cucarachitas, sus hijas. Por todas partes andaba a la casa de oportunidades que pocas veces se hacían realidad. Su espíritu quijotesco deambulaba por las inmensas llanuras de Coyaima y Natagaima, en busca de oportunidades de muchos ingresos y poco trabajo.

En épocas de cosecha, en los meses de junio, julio y agosto, trabajaba como recolector de algodón; en ese trajín recorría los algodonales de Doyare, Chenche, Totarco, Hilarco, Guaguarco, Coyarcó, Tamirco y Pocharco; en ocasiones viajaba hasta la hacienda Pajonales de Ambalema, hacienda conformada por más de 15.000 hectáreas de algodón. Por todas partes dejó fama de excelente recolector, y sagaz conquistador de muchachas a quienes, según él, las ponía a mirar el sol, y por la noche a mirar la luna, y a contar estrellas.

Un día, cansado de jornalear, decidió organizar un viaje a la Dorada desde donde partiría, con varios pescadores, a buscar fortuna; pues le contaron que allí, en épocas de subienda, podía hacerse millonario con la inmensa cantidad de pescado que se obtenía del Magdalena. El cuento era que la cantidad de peces que viajaba aguas arriba ofrecía la posibilidad de conseguir el dinero esquivo durante muchos años de trabajo. Los fabulosos cuentos sobre el enriquecimiento hacían delirar hasta al más pesimista de los pesimistas. Para ello bastaba contratar a unos seis pescadores, cada uno con atarrayas de 25 cuartas y 16 libras de plomada.

Para el viaje hizo construir una canoa de madera de ceiba bastante grande, de tal manera que cupieran sus siete ocupantes: Cucaracho, la Cucaracha, sus tres Cucarachitas, la Peja, y Moisa. Estaba seguro que la estructura de la canoa resistiría los embates de las caudalosas aguas del Yuma, nombre que, según Cucaracho, era el nombre con que los indígenas llamaban al río Magdalena antes de la llegada de los invasores españoles.

Antes de partir, Cucaracho se despidió del Pacandé, de Natagaima, de Coyaima, y de otros sitios de gratos recuerdos donde dejó en cada uno de ellos una muchacha enamorada con la promesa de un pronto regreso; pero él estaba seguro que su viaje no tenía regreso. La promesa de regreso quedaba en el corazón ilusionado de muchachas que, en los algodonales, vieron el sol, la luna y las estrellas. Cucaracho era un hombre de aventuras y con su viaje pretendía pescar ilusiones, ilusiones que se materializarían en la pesca de bocachicos, capaces, nicuros y bagres que, según historias de pescadores precursores de la aventura, abundaban, y la pesca se contabilizaba por toneladas.

La Peja y Moisa se mostraban un poco indecisos, y ponían innumerables trabas antes de emprender el viaje. Hablaban de los peligros del caudal del río, de las palizadas, de los remolinos, de las moyas peligrosas, y de los bancos de arena. Ante tanta duda, salió a flote la vena poética de Cucaracho quien recordó al poeta Antonio Machado: “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, y descargó un ráfaga de palabras para animarlos; cosa que logró con su discurso, y todos percibieron el talante con el cual, en cada pueblo, dejó una muchacha enamorada con la ingrata promesa de un pronto regreso; pero él estaba seguro de irse para siempre. La promesa de regreso quedaba en el corazón ilusionado de muchachas a las que el destino las obligaba al oficio de recolectoras de algodón por muchos años.

Partieron de Hilarco a las tres de la mañana y más adelante, en un puerto, jurisdicción de Yaví, se detuvieron a admirar la inmensa cantidad de tortugas que habitaban esa región. Las cucarachitas de divirtieron y Cucaracho, con sus ínfulas de profesor, lamentó la falta de estudios académicos sobre esa superpoblación de tortugas. Tomaron café y Cucaracho recordó al cantante Serrat: “de vez en cuando la vida toma conmigo café”.

A las seis de la mañana llegaron a Purificación, y allí Cucaracho puso a prueba sus dotes de profesor estudioso de la historia. Cucaracho siempre quiso ser profesor; pero su pobreza le impidió cumplir ese sueño, por lo que tuvo que formarse de manera autodidacta, pero no solo eso, a lo anterior se sumaba el hecho de ser un Don Juan que enamoraba a todas las muchachas que se le atravesaban en el camino. Carraspeando un poco, en tono solemne, les dijo a sus acompañantes que Purificación fue capital de la Nueva Granada en 1831; y capital el Estado Soberano del Tolima en 1861. Como no podía ser de otro modo el “profesor” Cucaracho comentó que los primeros pobladores de la región de Purificación fueron los indígenas: Yaporogos, Hilarcos, Chenches, Catufas, Cuindes, y Yacopies. Pero, además, es justo aclarar que Cucaracho no estudió solo por ser pobre sino por su condición de empedernido enamorado que lo hacía parecer un picaflor que volaba de flor en flor sin detenerse ante nadie; pero un día se encontró con la Cucaracha, una mujer muy hermosa de sonrisa encantadora que con su esbelto caminar reflejaba una exquisita sensualidad; se enamoraron. La culpable de que Cucaracho se disidiera por la Cucaracha fue una gitana: un día cucaracho le pidió a la gitana que le adivinara el futuro en relación con las mujeres, pues en esos momentos tenía como diez novias; la gitana, muy sabia ella, lo citó cuatro horas después; mientras tanto le consultaba los pormenores de la vida de Cucaracho a doña Lucha, tía de la Cucaracha a quien quería mucho; doña Lucha, muy hábil, le dijo a la gitana que Cucaracho era un hombre mujeriego y bohemio; pero que de todas las mujeres que tenía en ese momento la que le convenía era una mujer de tales y tales características, y, así, de esa manera, describió las cualidades físicas y morales de su sobrina preferida. Con ese arsenal de información, la gitana esperó a Cucaracho y lo indujo a seleccionar, únicamente, a la Cucaracha; después Cucaracho salió feliz de donde la gitana, y a todo el mundo le comentó que la gitana era una sabia. De esa manera, y así enamorados, un día Cucaracho puso a la Cucaracha a mirar el sol; de este sublime acto de amor surgió la cucarachita mayor, y después vinieron las otras dos; todas muy lindas y de una enorme simpatía. Fue por eso, tal vez, que Cucaracho no pudo seguir estudiando.

En Purificación unas lavanderas contaron una historia sobre el Mohán; Cucaracho, cuando vio que el rostro de sus acompañantes expresaba un gran susto, les contó una historia muy bonita: el Mohán no es la figura malévola y diabólica que surgió de la leyenda de quienes menosprecian al pueblo indígena. “El Profe” Cucaracho explicó que el Mohán es la esencia espiritual del médico ancestral de los indígenas; es la figura protectora que, desde el agua de los ríos, cuida la vida y el bienestar de su pueblo indígena; desde las profundidades de los ríos, su espíritu flota y se esparce, y protege la vida de sus comunidades que han sido maltratadas desde la invasión de antes, y de ahora. Como en el semblante de su pequeño auditorio ya no se reflejaba el miedo, nuevamente recordó a Serrat: “de vez en cuando la vida nos gasta una broma”.

Siguieron su viaje con dos sentimientos encontrados: admiraban la belleza del bosque de la ribera, conformado especialmente por árboles de caracolí, de matarratón, de ceibas, de cachimbos, y de inmensos platanales y guaduales; el verde intenso matizaba el amarillo de las cañabravas que empezaban a madurar. En una platanera amarraron la canoa para preparar el primer sancocho de pescado que la Cucaraha sirvió en hojas de plátano. En contraste, a la Peja y a Moisa les desanimaban el triste espectáculo de pescadores que lanzaban, una y mil veces, la atarraya, y solo sacaban pequeños nicuros en poca cantidad. A ese paso, dijo Moisa, solo pescaremos alguna lavandera que logremos encontrar en los playones. Pero el profe Cucaracho parecía un quijote dispuesto a vérselas con molinos de viento si era el caso. ¡Vamos!, les decía, mi intuición me indica que el norte, y solo el norte, nos ofrece un inmenso caudal de riqueza.

Cuando pasaron por Suarez, de noche, todos quedaron impresionados por los gritos de la gente pidiendo la barca para atravesar el Magdalena y llegar al pueblo: ¡ Triiino….Triiino! ¡soy yo Custodio Cornelio! ¡Traiga la barca para pasar! ¡Triino…Triino!

Así, lentamente, con andar cansino, llegaron a Girardot; un puerto muy concurrido, asiento de comerciantes, a donde llegaba el café de la región de Viotá; este café se almacenaba en las bodegas de Girardot antes de ser embarcado río abajo, a los mercados exteriores. Girardot era el puerto desde donde las mercancías de exportación salían en embarcaciones hasta Honda, y de allí a Barranquilla. Después de un merecido descanso siguieron el viaje: “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, declamaba el cuasi poeta Cucaracho. Y ……, dele con su cantinela:

“todo pasa y todo queda;

Pero lo nuestro es pasar,

Pasar haciendo camino,

Caminos sobre la mar.”

Cuando el río embravecía, y los acantilados se tornaban monstruos de indecible peligro:

“cuatro cosas tiene el hombre

Que no sirven en la mar:

Ancla, gobernalle y remos,

Y miedo de naufragar.”

Así, mientras Cucaracho recordaba a Machado, se aproximaron a Ambalema y, otra vez, salió a flote la verborrea del profe que, animado por su espíritu pedagógico, le habló a su pequeño grupo de alumnos navegantes sobre la historia económica de Ambalema; en los años de recogedor de algodón en Pajonales supo que a finales del siglo XVIII y casi todo el siglo XIX, Ambalema fue el centro de producción de tabaco de donde se llevaba a Honda, y de allí a los puertos de exportación por el río Magdalena. Cuando el tabaco sucumbió, fue reemplazado por grandes algodoneras, y después por la ganadería extensiva que invadió las tierras fértiles de la ribera.

Al llegar a Honda desembarcaron y siguieron su camino en un camión, con canoa y todo, para evadir el salto por donde es imposible navegar dado el inmenso desnivel donde se forma una bella cascada. Una vez más, el profe Cucaracho, como si fuera profesor de bachillerato, les dijo a sus alumnos que Honda era llamada la Ciudad de los Puentes por sus más de 40 puentes sobre los ríos Magdalena y Gualí. Les contó, también, que los españoles en esas tierras vivieron los pueblos indígenas Ondaimas y Gualíes y que en la ribera del río Guarinó vivieron los Panches, descendientes de la familia de los Caribes.

¡Por fin! ¡Por fin! Llegaron a la Dorada donde todo cambió. La Cucaracha y las Cucarachitas se quedaron a vivir en un barrio llamado Corea. Allí permanecerían mientras Cucaracho, la Peja y Moisa, seguían río abajo en lancha con motor fuera de borda; remolcaron ocho canoas con sus avezados pescadores que conocían las entrañas del río, y los secretos de la pesca.

Su ambición de riqueza, y su insaciable sed de aventura los llevó a recorrer el trayecto entre la Dorada y Gamarra. En los primeros viajes se detenían en puerto Triunfo, Puerto Boyacá, Nare, y Puerto Berrío. En Puerto Berrio, a los pescadores les llamó la atención la cantidad de prostíbulos cerca del río; casi todos pasaban la noche en esos lugares donde dejaban las ganancias de veinte días de trabajo, de trasnochas, al sol y al agua. En una noche, en putas y en trago gastaban el dinero destinado a su familia. En una noche se iba parte de sus ilusiones para comenzar de cero al día siguiente. Cucaracho, en cambio, llegaba donde las putas cargado de pescado y en toda la noche se tomaba solo tres pokers. Estas mujeres lo querían tanto que le ofrecían una hora de placer en el cuchitril de cada una de ellas, pero él se negaba no porque fuera marica si no por lealtad a la Cucaracha. De todas formas, le decían las muchachas, cuando quiera aquí tienes las piernas abiertas sin que eso cause honorarios. Continuaban hacia Chucurí, y cuando pasaban por Barranca bermeja el profe se deleitaba con su catedra de historia: a Barranca los indígenas la llamaban la Tora y estaba poblada por los indios Yariguies, también descendientes de los Caribe. El primer jefe fue el cacique Pipatón, esposo de Yarima de aquí surgió, explicó el profe, la primera explotación petrolera de Colombia cuando la Tropical Oil Company compró la Concesión de Mares en 1917. La producción empezó en 1926. Esta compañía no le reintegraba recurso alguno a la nación colombiana; de 100 barriles solo le daba 5 barriles, por concepto de regalías, y el país tenía que pagarle a la empresa gringa el transporte hasta Cartagena. Siempre que pasaban por un pueblo alguna historia narraba para demostrar sus cualidades de maestro bien informado. Así lo hizo cuando pasaron por Puerto Wilches, Canta Gallo, San Pablo, Bocas del Rosario, Vijagual y Badillo. En busca de la fortuna esperada penetraron a la ciénaga de Cimití donde se les unieron muchos pescadores de la región y en una noche llenaron la lancha con 50.000 bocachicos grandes, puesto que los pequeños eran devueltos a la ciénaga.

Fueron muchos los viajes que hicieron de la Dorada a Gamarra y viceversa, y muchas las pernoctadas donde las putas de Puerto Berrio. En esos soleados y apacibles días de navegación en un momento cualquiera apareció algo inesperado: una inmensa muñeca, muy inflada, con una frondosa cabellera. Cucaracho ordenó desviar la embarcación para coger la muñeca, pero esta era arrastrada por la fuerte corriente del río, desesperado, Cucaracho se lanzó al agua decidido a capturar la muñeca para llevarla de juguete a sus Cucarachitas; nadó, nadó, venciendo peligrosos remolinos, y olas que por la fuerte brisa parecían olas del mar Caribe. Al fin logró asirla del pelo y la retuvo mientras sus compañeros llegaban a auxiliarlo; cuando la sacaron Cucaracho enmudeció, su rostro palideció y casi se desmaya; no era una muñeca, era una mujer muy joven que tendría unos 5 meses de embarazo; y como si la sorpresa fuera poca, la mujer era la hija de una de sus comadres; la muñeca era su ahijada Tionila. Los médicos lograron salvarla a ella y al niño; después se supo que había sido un intento de suicidio por falta de comprensión y de amor de sus padres y de su novio.

Aún sin recuperarse del impacto emocional, días después, Cucaracho fue al Puerto a revisar el estado de la lancha y se sentó a fumarse un pielroja. Concentrado en el próximo viaje, a través de las bocanadas del humo grisáceo del cigarrillo observó un hombre pálido y peludo recostado sobre la lancha con la cabeza agachada y los brazos desgonzados. Cuando Cucaracho se le acercó para hablarle, un miedo terrible recorrió todo su cuerpo; el hombre era un cadáver, hinchado y pálido, de un color amarillo verdoso que, tal vez venía viajando desde Hilarco.

Corriendo como un loco llegó a la casa y las Cucarachitas angustiadas lo reanimaron con totumadas de agua fría para revivirlo. Por fin se recuperó y contó la historia, exagerando un poco, pues decía que se le había parecido un muerto como de 3 metros de altura; así decía, como de 3 metros, con una inmensa barba y cabello largo. Ante semejante historia, las Cucarachitas no sabían si reír o llorar, pero en todo caso, concluyeron, que su papa no se distinguía, precisamente, por la valentía; pero allí no paró todo, pues ocho días más tarde cuando emprendían un nuevo viaje, adelante, después del puente de Salgar, Cucaracho vio a un viejo amigo, enhiesto, en una palizada como pidiendo auxilio. Cuando se acercó verificó que efectivamente era su amigo, un dirigente social, que estaba allí muerto a quien le habían cercenado los brazos y rebanado la nariz. Poco después se supo que los paramilitares habían cometido el atroz crimen por tratarse de un dirigente que reclamaba tierra para los campesinos

Desde entonces, Cucaracho, temblando de miedo, juró nunca más volver al río. Se dedicó al billar y todos los días, muy puntual, de dos de la tarde a siete de la noche, como un estudiante consagrado, jugaba muchos chicos de billar, refrescado por unas cuantas pokers. Les cedió la responsabilidad del hogar a la Cucarachita, la mayor de las hijas.

Esta Cucarachita no le tenía miedo a nada ni a nadie; era echada pa lante, se le medía a todo. Vendía libros y revistas, joyas de fantasía, hacia rifas, en fin, era una comerciante multifacética capaz de romper cualquier muro. Un día se decidió volverse estilista profesional para, después, crear su propio negocio; para ello hizo un curso de 6 meses, y cuando terminó, para graduarse, como requisito de grado se comprometió a hacer un peinado especial a una chica que asistiría, por la noche, a una fiesta de 15 años. Para realizar la obra le agregó a la cabellera una sustancia, preparada por ella, acida, de alta concentración por lo que le quemó hasta el cuero cabelludo; fue tal la quemadura que tuvieron que llevar a la chica al médico quien la incapacitó por diez días. Ante este accidente la Cucarachita, muy asustada, se escondió durante varias semanas, y juró nunca más volver a esa profesión que antes le parecía lucrativa.

Después del susto, después del encierro, tomó impulso, pues nada la detenía, y tomo un curso de alta cocina. Cuando estuvo lista se comprometió a hacer una comida de gala para la fiesta de grado de un amigo que recibía el título de abogado. Para la cena decidió preparar, como plato fuerte, filet mignon acompañado de arroz hilarcuno y ensalada tamircuna. Al lugar del agasajo llegaron los invitados elegantemente vestidos, y la expectativa era enorme por que quien había preparado los manjares era, nada más ni nada menos, la alumna aventajada de la academia de alta cocina; entre los invitados había uno que otro gourmet quisquilloso y estirado. Todo salía a la perfección: la champaña, el vino tinto francés, la entrada consistente en mollejas gratinadas; hasta cuando llegó el plato fuerte; el filet mignon estaba requetesalado, con partes crudas y partes quemadas; y la ensalada tenía un exceso de limón de tal manera que tenía un sabor amargo. Alguno de los invitados, disimuladamente, le hechó el filet a los perros; pero ni estos pudieron comerlo. La Cucarachita, muy oronda comentó en voz baja que los invitados adolecían de gusto refinado y que su paladar no captaba los exquisitos sabores.

Antes estos fracasos se desanimó un poco; pero solo un poco, pues al poco tiempo siguió buscando el norte de su vida; escudriñó por doquier, deambuló, y consultó en revistas, hasta que se le alumbró el bombillito que le indicaba cuál era su destino; ese sí, altruista y lleno de nobleza, le ofrecía un amplio sendero de entrega desinteresada, y solidaridad sin límites: creó una pequeña escuela para enseñarles las vocales a los niños. Desde entonces es la profe Cucarachita, a quien los niños le profesan inmenso cariño. Las otras dos cucarachitas siguieron el mismo camino, pero, desgraciadamente, la menor fue víctima inocente de una guerra que enluta a Colombia durante más de 50 años.

Con el retiro de Cucaracho, Moisa y la Peja asumieron la pesca como parte de su vida. En cualquier rincón del río, en los playones, en las ciénagas, o en las profundidades del Magdalena, eran guiados por el espíritu de pescador que les inculcó Cucaracho; fieles a las enseñanzas de su maestro fortalecieron alianzas con otros pescadores; desarrollaron habilidades, y desentrañaron misterios casi indescifrables de las profundidades insondables de las aguas del inmenso río. Absolutamente nada les quedaba grande; para ellos nada era imposible mientras estuvieran en ese río que les ofrecía vida y bienestar y una felicidad inconmensurable; pues nunca se les veía tristes; siempre mostraban una sonrisa de pescadores libres y audaces. Cuando la atarraya se enredaba, bajaban a una profundidad de hasta 20 metros a desenredarla y cuando flotaban a la superficie salían tan frescos como si tuvieran 5 pulmones.

Esa resistencia para penetrar las profundidades, esas enormes reservas de oxígeno, hicieron posibles nobles resultados: un día un niño de 6 años cayó al río y fue absorbido por la profundidad del agua, enredándose en una palizada del fondo sin que nadie pudiera hacer algo para salvarlo. El padre del niño corrió 10 cuadras hasta la ranchería donde vivía Moisa a pedirle auxilio. Moisa, muy solidario, llegó al río y, nadando a toda velocidad se zambulló a buscar al niño. Pasaron 20 minutos y no salía; cuando la gente, afuera, se imaginaba un desenlace fatal para los dos, Moisa salió con el niño. Los padres agradecidos lo agasajaron con una totumada de chicha y un plato de lechona. Moisa regresó feliz a la ranchería a esperar la noche para salir de nuevo a pescar.

Un día, después de una noche tormentosa provocada por un despiadado vendaval que puso en peligro la embarcación, y de un torrencial aguacero que les empapó hasta los huesos, llegó a la ranchería una ancianita, campesina, muy humilde; al verla, Moisa, sintió una terrible desazón al observar ese rostro compungido como si fuera víctima de algo terrible. Después de unos segundos que parecieron una eternidad, la ancianita le contó, bañada en un río de lágrimas, la tragedia que la trajo desde su pequeñísima finca alejada ocho horas; balbuceando, utilizando con frecuencia las manos para hacerse entender, le contó la desgracia por la que estaba pasando. Su nieto prestaba el servicio militar en la Base Aérea de Salgar; un día estaba de centinela en el puente que une a la Dorada con Salgar, se puso a limpiar el fusil, y en un descuido se le cayó al río; a su nieto lo metieron en un calabozo y esperaba un Consejo de Guerra de donde podría ser condenado a 20 años de prisión por alta traición a la Patria; pues los superiores no le creyeron el cuento de que el fusil había caído al río; con toda seguridad, decían, el fusil fue vendido a algún bandido que pretende hacerle daño a la Patria, y acabar con la sagrada propiedad privada. El nieto insistía en su inocencia, y ella le creía porque el corazón de abuela le decía que su nieto no mentía.

Soñoliento, agotado por los estragos de la noche anterior, Moisa, solidario y abnegado como todo pescador, salió a enterarse bien de la historia, y encontró el puente congestionado por la cantidad de gente que, enterada de los acontecimientos, esperaba el desenlace de la triste noticia. En ese punto, donde se suponía que había caído el fusil, el río tenía una profundidad de 25 metros y el agua era torrentosa. Para buscar el arma trajeron buzos que repetidamente barrieron el área si lograr resultado alguno. En esas llegó Moisa y, desde el puente, se paró en el sitio indicado, mentalmente midió la distancia supuestamente recorrida, aguas abajo, y con el índice derecho señaló virtualmente el ángulo de desvío del fusil. Con esas coordenadas se lanzó al agua, desde el puente, y allí salió a flote el espíritu aventurero y abnegado del pescador del río Magdalena. En ese momento en él se concentraba lo más puro y noble del pescador que es capaz de zambullirse y penetrar en las más recónditas cuevas del río para desentrañar misterios milenarios. Con su acrisolada solidaridad penetraba las profundidades en busca de consuelo a una abuelita pobre y desarrapada; pero inmensamente rica en ternura y amor por su nieto.

Cuando llegó al fondo, al lecho del río, avanzó 20 metros aguas abajo, y se desvió según el ángulo calculado mentalmente. Buscó, buscó, y no encontró nada; como sus reservas de oxígeno se agotaban, regresó a la superficie ante el desencanto de la gente. Descansó, volvió al puente al punto inicial, y corrigió distancia y ángulo; el fusil se desplazaría 42 metros, con una desviación de 15 grados. Con esas nuevas coordenadas se lanzó nuevamente con la decisión de no fallar en el intento. Recorrió aguas abajo la distancia calculada y se debió los 15 grados previstos, y buscó, buscó, buscó, hasta que encontró el fusil cuya correa estaba enredada en una palizada; como se le agotaban las fuerzas y el oxígeno salió a la superficie, y lo primero que oyó fue un rumor de desagrado por salir con las manos vacías. Moisa no hizo ningún comentario, pero pidió a sus colegas que tuvieran la canoa lista para cuando el regresara del tercer intento. Después de descansar y llenar sus pulmones de oxígeno, como para 10 días, se zambulló nuevamente y, al llegar al fondo, se asió de la correa del fusil y con toda la calma la desenredó y la enrolló en su brazo para emprender el regreso a la felicidad de una abuelita que, llorando, daba gracias a la vida porque a sus 80 años era testigo de un asombroso milagro.

En ostentoso desfile militar le rindieron honores al héroe acuático y le pusieron en su pecho una medallita por los servicios a la Patria. Henchido de gloria, Moisa salió en medio de aplausos, y se dirigió, como si nada, a la enramada a remendar la atarraya para volver a su oficio de toda la vida: pescador de ilusiones.

Mientras tanto Cucaracho, en la sala de billar tarareaba: “cuentan que hubo un pescador barquero, que pescaba de noche, en el río”.

30 de Maio de 2020 às 16:14 0 Denunciar Insira Seguir história
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