angelmimicorona Angela C. R.

En este mundo distópico y postapocaliptico, los humanos son asechados por criaturas que solo pueden moverse en la oscuridad. Para sobrevivir, deben mantener siempre una luz encendida o serán devorados. Prometeo es un niño genio que encuentra la manera de darle electricidad a su familia y vecinos de bajos recursos. Al regarse la voz, el gobierno decide ir por él para otorgarle una beca en el circulo central con la condición de que se mude allí permanentemente. A pesar de los remordimientos, y con la promesa de iluminar cada círculo de Munir, Prometeo abandona a su familia y emprende el viaje a su nueva vida. ...................................................................................................... A mi nictofobia.


Ficção científica Todo o público.

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El reclutamiento.

A mi nictofobia.



El muchacho miró hacia Teo y sus titilantes ojos se ensancharon brillantes por las lágrimas no derramadas, pareciendo un par de bombillas intentando dar todo de sí en sus últimos segundos de vida. Estaba aterrado, y no había de culpársele, la bestia a la que se enfrentaría en los juegos de luz, era famosa por devorar hombres enteros. Teo podía ver que el muchacho se había rendido y dado por muerto, a pesar del coraje que había mostrado segundos antes. Y él quería decirlo "no pelees, no luches, buscaremos otra forma"; pero sabía tanto como aquel chico, que para los nacidos en el último círculo no había otra forma. Su división se estaba quedando sin energía. Cada noche, y sin falta, una casa se apagaba y los oscuros emergían desde sus túneles para devorar a una familia entera y luego regresar a la oscuridad. Solo había algo que podía salvarles de ellos, algo que todos querían desesperadamente. Luz.

La luz es vida.

—Eres del último círculo —el muchacho había dicho momentos antes, a tan solo minutos de entrar a la arena. No era una pregunta, por lo que Teo permaneció en silencio —Eres el hijo de Selene Damason.

—Sí, señor.

—No soy un señor, soy un poco más joven que tu hermano —sonrió—. Él solía molestarme en la escuela. ¿Cómo está?

—Está bien, señor. El gobierno le ha dado una silla de ruedas.

El muchacho soltó una sonora carcajada. —¿Una silla de ruedas? —dijo—. ¡Esos condenados! Como si eso pudiese cambiar el hecho de que si se queda sin energía los oscuros lo devorarán, a él y a su familia.

—Al menos han hecho algo en absoluto, señor, mi hermano está muy contento —dijo Teo, temeroso de que alguien pudiera oírlo—. Dice que es menos inútil ahora.

—Te diré un secreto, Damason —Teo se acercó para que el muchacho no tuviese que hablar en voz alta—. El gobierno; para ellos no somos personas, somos problemas que deben ser solucionados en pro de mantener el poder con ellos. Te darán lo que sea que te mantenga contento y con la boca cerrada, pero que no afecte a sus necesidades. ¿Conoces a los Minik? No, claro que no. El señor Minik trabajaba para el gobierno, creó todo el sistema eléctrico de los trenes. Su hija, una niña de seis años estaba muy enferma así que sus padres gastaron todos sus vatios en la medicina y los tratamientos para procurar su cura; cuando su salud hubo mejorado, hombres del gobierno se... enteraron por fin de su condición y vinieron a dejarle juguetes ¿puedes creerlo? ¡Juguetes! Incluso un pequeño auto a control remoto que obligaron a que la niña usara para comprobar que le agotara toda la batería. Esa misma semana los Minik se quedaron sin energía, todo se apagó; cuando su suelo comenzó a temblar, el padre tomó desesperadamente la última vela y se la entregó a su hija. Apenas era una luz tenue que solo pudo resguardar a la pequeña. Ella la sostuvo con sus manos toda la noche; pero su espalda, al estar expuesta, fue arañada por las bestias. La encontraron al día siguiente, estaba desangrada, aferrada a una vela derretida en sus manos. ¿Puedes imaginártelo? Me gusta pensar que tenía tanto miedo que no sintió dolor alguno, pero eso no me reconforta. Y en cuanto a sus padres, bueno, la niña fue el único cuerpo de los Minik que pudo ser enterrado.

Teo asintió con la cabeza, había un nudo en su garganta; pero no estaba muy seguro de cómo reaccionar a las palabras del jugador. Tal vez era porque el muchacho estaba a punto de morir, o tal vez porque Teo tenía mucho miedo y sentía mucho coraje por tener que participar en los juegos de luz; o incluso, podía ser por la imagen de esa pequeña niña en medio de la noche, adormilada, sus padres muertos frente a ella, sus manos quemadas por la cera caliente de la vela, y siendo desangrada muy lentamente desde su espalda. Por lo que sea, se acercó aún más al muchacho para que nadie pudiera oír lo que él iba a decir. —Algo debe hacerse, no podemos seguir muriendo —dijo, Teo. Luego, el muchacho fue llamado a la arena.

—Algo debes hacer, no te rindas. Sal de los juegos y lucha de otro modo.

Ahora le dedicaba una sonrisa a Teo antes de abrirse la puerta hacia la arena. El ruido de una multitud inundó la habitación de los jugadores, y seguido a eso el rugir de un sagg se alzó embravecido. Luego la puerta se cerró y solo hubo silencio. No lo conocía, pero Teo no podía dejar de pensar en que una familia perdería su última esperanza. Al mismo tiempo que obtendría más tiempo. Cerca de quince minutos después, era el turno de otro muchacho para intentar matar a la bestia que devoró a su anterior contrincante —normalmente, si alguien lograba asesinar a la criatura, esto sucedía al final del día, cuando el animal ya estaba agotado y lleno de carne humana—. Al mismo tiempo, Teo fue llamado a su pelea. La que era un interludio, para que el sagg descansara y el siguiente peleador se alistara —mentalmente para pelear, y posiblemente morir—. No era un truco, los del décimo círculo tenían palabra; solo la participación en los juegos valía 40Kw. Pero si ganabas, obtenías 100Kw, lo que quería decir que tu luz estaría encendida por mucho tiempo si es que sabías ahorrar. Era demasiado tentador para tenerlo en cuenta. Sin embargo, y por obvias razones, solo acudían a aquellos juegos quienes estuvieran verdaderamente desesperados y en una situación de vida o muerte.

Lo que quería decir que nunca faltaban jugadores.

Teo se preparó para su pequeño interludio; pelearía con otro muchacho por 500 vatios. El amigo de su hermano tenía razón, algo había de hacerse. Pero Teo, con miedo y preocupaciones inundando su cabeza, se olvidó muy rápidamente de sus palabras y de aquella conversación. El joven jugador no había hecho nada porque no tenía una forma, no era diferente del resto, estaba sumido en la misma asfixiante desesperación pública. Como cada uno de los habitantes del último círculo, se trataba de morir por tus seres amados o junto a ellos. Y tener que elegir voluntariamente la segunda opción dolía más que enfrentar a la primera.

Muy temprano, cuando Teo decidió asistir a los juegos de luz para obtener algo de energía, fue informado de que no podía participar en las luchas contra bestias porque solo tenía diez años. Él estaba listo para morir, era solo un niño, pero entendía que era su responsabilidad cuidar de su padre enfermo y de su hermano minusválido. Sin embargo, frente a la realidad, se encontró a sí mismo sintiéndose aliviado de que no fuese su culpa el no poder participar.

Entró a la arena tembloroso, nadie prestaba real atención a los interludios, aquellos eran momentos para comprar aperitivos e ir a los baños. Pero Teo sentía como si todos lo observaran. En una jaula junto a él, podía ver los ojos de un sagg, su negra silueta marcada por los rayos de luz que se filtraban dentro de la jaula. Los huesos de Teo se helaron y su mentón se alzó en un mohín infantil. Tenía miedo. Podía oír la fuerte respiración del agotado sagg. Una criatura muy parecida a los oscuros, más pequeña, débil y lenta, pero que era capaz de vivir a la luz del sol.

El cuerpo de Teo fue tirado hacia abajo, golpeando fuertemente contra el suelo irregular de piedra. Perdió el conocimiento.

Intentó tomar el tren de regreso al último círculo, pero ya no tenía vatios y le resultó imposible colarse a través de la fuerte seguridad de la estación. Era sencillo eludir la guardia en el último círculo, no tanto en el décimo. Debía improvisar. De irse caminando, le tomaría todo el día llegar a su casa. Y si la noche lo atrapaba a mitad de camino, los oscuros podrían oírlo y escavar hasta la superficie para devorarlo. Había una bicicleta sostenida por una niña, una escuálida y flacucha niña a la que sería sencillo arrebatársela. Con aquel transporte le tomaría unas tres horas llegar a casa.

Para morir junto a mi familia, supuso Teo.

—Identificación —ordenó la voz de un hombre antes de que Teo hubiese siquiera tomado la decisión de ir por la bici. Él usaba el impecable traje gris de la guardia del décimo círculo, y la severidad en su rostro le hizo comprender a Teo que no sentiría ninguna compasión al arrastrar a prisión a un niño saltador—. Identificación —repitió el hombre con intimidante frialdad.

Su identificación lo señalaba como habitante del duodécimo. Una vez que la introdujera en su pequeña maquina portátil, Teo estaría perdido, sería enviado a prisión, y luego harían a su padre pagar una fianza con vatios que no poseía.

—¿Perdón, señor? —gritó Teo—, no puedo escucharlo, me he quedado sordo con el ruido del tren. Gajes del oficio, usted sabe.

—Iden-tifi-ca-ción —repitió el guardia lentamente.

—¡Oh! lo comprendo, ¿canción?, ¿quiere que cante? ¿No es mendigar un oficio ilegal? Realmente no soy muy bueno, señor —mientras hablaba, Teo giró con el guardia, en un baile que lo posicionaba de espaldas a la niña y la bici—. ¡Oh, mire usted!, por allá hay otros mendigos, seguro ellos cantan mejor que yo. ¿Por qué no se los pide a ellos?

El guardia se volvió para comprobarlo y Teo echó a correr en otra dirección. Le dirigió unas breves palabras de disculpa a la niña por robar su bicicleta, se subió en ella y pedaleó por su vida. Escuchó las sirenas de una patrulla seguirle. El tren estaba por salir de la estación. Un poco más, pensó Teo, y sería libre. Lo que sea que aquella libertad significara. Pedaleó tan fuerte como pudo, el tren ya estaba junto a él. Teo se acercó tanto como pudo, tomó el barandal del tren y, aún pedaleando, intentó impulsarse para subir. No podía perder la bicicleta, este pensamiento surgió a última hora. Tal vez podía venderla. Un fuerte sonido, un destello adelante. Un segundo sonido, su bicicleta se tambaleó. Una bala había alcanzado la rueda delantera. Teo enredó sus piernas del tubo central del cuerpo de la bici y se sujetó al tren con ambas manos. Un tercer disparo, esta vez dio en el blanco. El agarre de Teo flaqueó por un segundo, el dolor punzante en su cabeza.

El tren aceleró, estaba fuera del rango de alcance de aquel guardia. Pero Teo aún estaba en peligro, el tren era una hermética construcción creada para evitar el abordaje de saltadores. Él no era uno, él jamás abandonaría a los suyos. Viajando a 100Km/h y en aumento, Teo debía encontrar una solución deprisa.

Primero perdió el agarre en la bicicleta, luego la brisa fue demasiado fuerte para sus ojos. El siguiente barandal estaba a unos dos metros de distancia. Sería imposible alcanzarlo, en cuanto se soltara sería despedido lejos de la maquina, y muy probablemente moriría. De pronto surgió la solución. El tren desaceleró de manera que Teo pudo equilibrarse y saltar al siguiente barandal, y al siguiente, y al siguiente. Teo no lo veía, pero las personas dentro del tren huían alarmadas. Finalmente la velocidad se redujo a cero y todas las puertas del tren se abrieron.

Teo saltó, pero fue demasiado tarde. Al mismo tiempo, dos hombres emergieron desde la puerta más cercana a él, vistiendo el elegante uniforma blanco del centro. Teo había escuchado que si uno de aquellos guardias te atrapaba podías darte por muerto; su hermano una vez le dijo que tenían el poder de asesinarte incluso con la mirada. El joven se dio la vuelta en el suelo y los enfrentó, aún buscaba una forma de escapar, pero la lógica jugaba en contra de su optimismo. Y tal vez fue porque lucía asustado y desesperado, que cuando les suplicó a los guardias que solo le permitieran volver a casa, estos se miraron el uno al otro y lo llevaron adentro.

Teo no viajó con los pasajeros, en cambio, le ofrecieron un lugar en la sala posterior a la del conductor, pequeña y equipada con camas. Teo descubrió que ser un conductor de tren era una demandante profesión que ocupaba tu vida entera. Durante su huída había sido herido en la oreja por una bala, así que uno de los oficiales le tendió un pañuelo, dándole instrucciones de presionarlo contra la herida. Era rarísimo que un guardia del centro compartiera sus provisiones con un niño andrajoso del último círculo que lucía como un saltador, por lo que Teo, a pesar de que le dolía mucho y de que había escuchado que la medicina del centro era algo fuera de proporciones, se conformó con el pañuelo.

Mientras intentaba no hacer de su sangre un reguero sobre el piso limpio del tren, Teo inspeccionó las imagenes que adornaban la pared de la habitación. Memorizar los planos de Munir y sus estaciones fue bastante simple; se trataba de cuatro líneas principales y directas que iban desde el centro hasta el duodécimo, y luego se dividían cada tres círculos. También había algunos libros y fotos de inventos revolucionarios de épocas antiguas plasmados en la pared. Teo vio cuanto pudo, y los guardias no se lo impidieron.

—¿Fuiste por los juegos? —preguntó un guardia, uno joven a quien el uniforme le iba un poco grande, no llevaba la malla en su cabeza y sus manos también estaban desnudas. Teo pensó que en los últimos círculos probablemente hacía demasiado calor para llevar el uniforme completo. No como en los más centrales, donde la electricidad era suficiente para encender el aire acondicionado.

Teo no respondió, los juegos eran algo ilegal, y no quería darles una escusa para apresarlo.

—Una vez jugué allí también —declaró el guardia—, tenía solo doce, por lo que no se me permitió jugar con el sagg, pero pude derrotar a seis niños en un solo día. Eso salvó a mi familia ¿conseguiste algo hoy?

—¿Eres del último círculo? —preguntó Teo. No podía encajar la imagen de aquel hombre con un desdichado niño del último circulo, además, no había esa marca en su rostro. El miedo en tus dientes, la alerta en tu frente, la desesperación en tus ojos. No sabía explicarlo, era simplemente una expresión que la gente del último círculo tenía y que el resto no. Una expresión arraigada al conocimiento.

El conocimiento de que si algo se presentaba, ellos serían los primeros en morir.

—No, del penúltimo, pero debe lucir como si la gente del centro hubiese enviado a los suyos a trabajar en los trenes de la última ruta —dijo, señalando su uniforme—, es por eso que usamos este caluroso disfraz.

—Cierra la boca —advirtió un segundo guardia. Para ese momento, el tren se estaba deteniendo en la última parada.

—Solo digo que proporciona seguridad a los pasajeros del tren —rectificó sin mucha convicción—. Bueno, camarada, parece que aquí te bajas.

—¿Cuál es tu nombre? —quiso saber Teo de pronto.

—Uno, dos, dos, cuatro

Teo pareció confundido —¿Eres un androide?

El hombre, que lucía como un joven alrededor de sus veinte años, pateó el suelo sonriente. —Es el número del tren al que estoy confinado, es todo lo que debes saber sobre mí.

Teo bajó del tren, poniendo cuidado en el número grabado en su costado. 1224, se leía. Se dirigió a su casa a cinco kilómetros de la estación. Como se encontraba en forma, le tomó hora y media llegar. El reloj daba las tres de la tarde. Cuatro horas, era todo lo que le quedaba. Si el cielo estaba nublado serían solo tres. Usó el agua fuera de su casa para lavar su oreja, el sangrado había parado, pero aún debía tener cuidado de ocultarla de su familia.

—¿Dónde estuviste? —exigió su hermano, luciendo como si fuese a levantarse, tomarlo de la nuca y estamparlo contra el suelo, justo como el niño en la arena de juegos había hecho.

—Solo caminando.

—Papá no ha llegado, fue despedido esta mañana después de pedir un adelanto ¿y tú, en lugar de buscar una manera de vivir una noche más, te vas a caminar? —su hermano ladeó la cabeza, haciendo un mohín para contener... Teo no estaba seguro de que había detrás de su expresión—. Eres brillante, Teo. Eres todo lo que tenemos.

Una noche Teo había usado la energía de frutas y vegetales para encender una bombilla. Y la idea se había extendido por varios días, pero entonces se agotaron los alimentos y ya no había fuente de energía. La conversación con el joven de la arena se reprodujo en su mente. Él debía hacer algo. El duodécimo, como la mayoría de los círculos exteriores, era un círculo agrícola, pero siquiera disponían libremente de sus cosechas, y no tenían energía suficiente. Debían hacer algo.

Teo abandonó su casa y corrió. Sus piernas eran fuertes, había corrido toda su vida, sus pulmones eran amplios, estaban llenos de agallas y miedo en partes iguales. El basurero no estaba lejos, justo en el límite entre Munir y la tierra salvaje perteneciente a los oscuros. Teo se preguntó si alguna otra criatura viviría más allá de la frontera.

Al final, justo en el límite, seis filas de postes de luz a intervalos de cinco metros cada una estaban dispuestas con la finalidad de que los oscuros no avanzaran más allá de ellas. Era una inútil medida de seguridad que ocacionó más problemas de los que solucionó. Pues antes, cuando aquellos postes habían sido instalados recientemente, los habitantes de menores recursos del último círculo alzaron allí sus campamentos. Inconscientes de que serían ellos mismos quienes atraerían a las bestias. Entonces los oscuros emergieron desde la tierra. Y no fue solo uno, cientos de oscuros acudieron, derribando lámparas y creando un camino de oscuridad por donde ellos podrían abrirse paso con facilidad y devorar a los habitantes que huían aterrorizados de la escena.

Nunca más nadie volvió a aquel lugar.

Teo pasó más allá de los postes, al basurero de chatarra; se paralizó cuando vio el terreno baldío que había más allá. Pero solo fue por un momento. El juego de luces que creaba el sol hacía que el horizonte luciera infinito, pero no le permitía a Teo detallar aquel suelo salvaje. No le quedaba mucho tiempo, ni a él, ni a su familia. Bajó una colina, tropezando y cayendo un poco fuera de control. Dio una vuelta sobre la grava para recuperar el equilibrio, pero siguió rodando detrás de una pila de escombros. Se puso de pie rápidamente, apoyándose de lo que a primera vista parecía ser una roca; pero cuando puso más atención, su corazón se saltó un latido.

Frente a él, una enorme criatura lo miraba fijamente. Teo sintió la pesada respiración sobre su rostro; el aliento de la criatura olía a muerte y al cachorro moribundo que Teo tuvo en su niñez. Aquello era la única prueba de que la bestia aún vivía, petrificado por la luz del sol... Que caía peligrosamente en el cielo, recordó Teo.

Aún cuando era muy valiente, Teo seguía siendo un niño de diez años. Las lágrimas inundaban sus ojos y su rostro, su pecho se sentía oprimido, y era incapaz de quitarle la vista al animal: lo que iba a ser un problema, ya que debía ser muy meticuloso al buscar las piezas necesarias.

Teo dio vuelta en el montículo de escombros y se dirigió a una pila de basura metálica. Sus ojos se iluminaron al posarse sobre una bicicleta, creyó que esa parte sería la más difícil después de dejar caer aquella en el tren, estuvo feliz de no tener que improvisar una. Había un auto del viejo mundo, estaba en la cima de la torre, y Teo no se detuvo a pensar en cómo había llegado allí; tampoco reparó en que el sol se había cubierto de nubes. No era para alarmarse, eso había aprendido; aún en días lluviosos, los oscuros no atacaban mientras el sol estuviese en el cielo. Teo escaló la montaña de basura e inspeccionó el capó del viejo auto. Vacío. Lo cerró con brusquedad.

Teo notó, sin embargo, el momento en que la luz del sol volvió a surgir de entre las nubes. Sus ojos descansaron en la criatura que podía ver desde aquella altura. Juraría que se encontraba en otra posición, más cerca, en el borde de la sombra que proyectaba la pila de basura detrás de él. Teo se dijo a sí mismo que solo era paranoia, aún las sombras del día seguían teniendo demasiada luz para que un oscuro pudiese moverse.

Había otro auto más allá, dos montañas a la derecha. Demasiado lejos, pensó Teo. Pero debía arriesgarse, ya había perdido mucho tiempo para dar marcha atrás. Se encaramó, trepando de uno a otro gran escombro, casi cae dos veces; pero tenía miedo de volver al suelo donde se encontraba el oscuro. Mientras se columpiaba de una enorme viga de hierro, las nubes volvieron a ocultar el sol. Teo ahora pudo ver con claridad como la sombra emitida por la pila de basura detrás del oscuro se intensificaba al ocultarse el sol sobre las nubes; quedando libre de luz alguna. Lo vio moverse, sintió los ojos de la criatura sobre él, estudiándolo. Teo gritó. El oscuro rugió. El sol volvió a aparecer. Y el niño vio a la criatura petrificarse debajo de él, ahora mirándolo fijamente. Y también, junto al animal, una garra se abría paso desde debajo de la tierra. Más estaban acudiendo.

Teo subió a la torre, abrió el capó. ¡Vacío! Una de las piezas que necesitaba estaba junto a la rueda faltante del auto, la tomó y miró a su alrededor. Necesitaba un motor. Un motor, un motor, un motor. ¿Dónde podía encontrar uno? ¡Si conociera otra forma de fabricar la bendita maquina que había visto en la foto del tren! Su uso solo era una suposición por parte de Teo, pero tenía una fuerte corazonada de que aquella imagen no estaría allí de no tratarse de algo importante ¿y qué más importante que la energía?

Teo finalmente lo vio. Un auto. Justo en las sombras donde se alzaba la bestia. Su corazón flaqueó. Por desgracia, el capó de aquel auto estaba abierto y desde donde estaba Teo podía ver el motor de la maquina. La batería, todo estaba allí en la pila de basura detrás del oscuro.

—Se valiente —se dijo—, el sol aún está arriba.

Teo saltó a una vieja nevera, siguió deslizándose por la pila de basura hasta llegar al borde de la sombra que cubría a la bestia. Miró al cielo, las nubes no estaban tan cerca, tal vez tenía algo de tiempo. Pero Teo no tomó en cuenta la dirección del viento. Exactamente diez segundo después de entrar en las sombras, cuando estaba a mitad de la pila de escombros, las nubes cubrieron el sol.

Teo se volvió para ver a la bestia, un error fatal. Sus vacíos ojos lo paralizaron. Junto a esta, una segunda bestia emergió de un salto y se precipitó hacia Teo. Eso más o menos le dio el impulso faltante y el niño halló las fuerzas para moverse. Dio un salto, dos, pasando al auto e impulsándose más allá de este. Pudo ver la luz del sol cuando una garra atravesó su pierna.

—¡¡Ah!! —gritó Prometeo, más que un grito de miedo, fue uno de lucha. Teo zafó su pantorrilla de las garras de la bestia petrificada y saltó al otro lado de la pila. La refrescante luz del sol bañó su rostro. No quería ver la herida en su pierna, pero sabía que debía detener el sangrado si deseaba salir de allí y regresar a casa a tiempo.

Se quitó la camisa y la hizo girones. No tenía una, sino tres heridas donde su piel había sido desgarrada por aquella criatura. Ató una y luego las otras dos. No muy apretadas, porque dolía demasiado, pero lo suficiente para que su pierna se mantuviera entera. El sol se había ocultado mientras Teo se vendaba, así que se sentó y esperó. Sus ojos vagando por el terreno baldío más allá del borde.

Se puso de pie inmediatamente

Apretó su espalda contra los escombros. Al frente de él, la planicie se extendía más allá de donde alcanzaba su vista; y allí, centenares, tal vez miles de cuevas, habían sido excavadas; y de cada una de ellas emergían oscuros petrificados, como un ejército de roca gris. Teo sollozó. Aún cuando aquellas criaturas no se movían, su corazón latía aterrado.

—Por favor, por favor —pidió a nadie en particular—. Me viste, no vine aquí por aventura, solo quiero una noche más para mi familia. Por favor, déjame salir de aquí. ¿Crees que eso es egoísta? Veo como puedes creer eso. Hagamos un trato, lo compensaré, salvaré al último círculo. Lo prometo. A todos ellos. Los ayudaré a vivir una vida llena de luz.

Solo había una pequeña nube frente al sol. Teo estaba bajo un pozo de sombra, cercado por luz, el sol iluminaba más allá de donde el niño podía ver. La única oscuridad caía sobre aquella zona. Un instante después, la nube se había movido y el sol pareció brillar con mayor intensidad. Teo no dudó ni por un segundo. Él saltó al otro lado, evitando a la criatura petrificada y deslizándose hasta el auto sin incluso sentir su pierna herida. Sacó la batería y el motor, se vio tentado a buscar por otra correa pero no quiso tentar la suerte. Bajó del montículo de escombros y corrió más allá de las sombras a donde había dejado los otros instrumentos. Otra nube apareció repentinamente. Viajaban al oeste, pensó Teo. El niño se dio la vuelta y comenzó a avanzar hacia atrás cuando dos pares de ojos lo miraron con impotencia.

Una vez sobre el límite, estando entre los postes de luz. Teo sintió el peso de la chatarra que había encontrado en el basurero. Ya no podía mantener la batería, no recordaba como pudo, en primer lugar, bajarla de la pila de escombros. No podía hacer equilibrio con el resto de cosas ¿Cómo había podido un momento atrás? Teo escuchó un rugido y estas cosas no pudieron importarle menos. Tomó la bicicleta, a la cual le faltaba la tripa trasera, acomodó la pila y el motor, se guindó la correa al cuello y la montó. Estuvo en casa en quince minutos. Fue cuando su pierna comenzó a escocer.

Su padre acudió a él desesperado, mil preguntas salieron de su boca al mismo tiempo y mil más se dibujaron en sus ojos.

—Mete todas las cosas en la casa —le dijo Teo, sin responder, e intentando lucir como alguien con un plan, quien no tenía tiempo para ser cuestionado.

Su padre cargó con las cosas, luciendo altamente confundido, no entendía bien lo que el niño estaba haciendo, pero siguió adelante con lo que le pedía. Teo improvisó un soporte con dos sillas y tres tablas, montó la rueda trasera y se subió a la bicicleta, pero no funcionó, el soporte cedió.

—¡Maldición!, ¡necesitamos algo más estable! —la desesperación en su voz podía ser cortada, pero no reemplazada. El cielo estaba de un vibrante color naranja. Teo pensó por un segundo que le gustaba que el cielo estuviese así de brillante el día que él iba a morir; un hermoso último recuerdo. Solo que él no iba a morir esa noche, se prometió—. Hay que apoyar la rueda trasera en algo, necesitamos poder subirnos y pedalear pero sin que esta toque el suelo.

Su padre asintió una vez y Teo rogó para que este de verdad hubiese comprendido. Los siguientes minutos fueron críticos, el sol no emitía prorrogas. Tan cerca del horizonte como estaba, había comenzado la cuenta regresiva. Solo segundos, Teo solo tenía segundos. Su padre trabajaba en construir un soporte útil mientras Teo preparaba la bombilla e instalaba la correa en la rueda trasera; no había tiempo para desmontarla, por lo que Teo optó por romper la correa, hacerle dos agujeros en la punta y atarla con nylon. El sol se había transformado en solo una línea en el horizonte. El grito de una mujer se alzó, y luego un hombre. Toda una familia en las cercanías de la casa de Teo estaba siendo devorada.

El suelo tembló bajo sus pies.

El joven discapacitado tomó una vela de un cajón, era la última. Las manos le temblaban, así que esta salió volando varios metros. Junto a él, Teo, quien había olvidado conseguir los cables necesarios del basurero, rompía un toma corriente de la pared para tirar de los que allí habían. Lo hizo con ambas manos desnudas, no había ni el más remoto peligro de electrocutarse. Su hermano cayó al suelo y se arrastró para llegar a la vela. Demasiado ocupados en la construcción, su familia no notó que él pujaba por conseguirles más tiempo. El suelo se alzó frente a sus ojos, los escombros apagaron el fosforó que sostenía en sus manos, e hicieron, al mismo tiempo, que la vela volara más cerca del joven. Fue encendida rápidamente, petrificando parcialmente al monstruo sobre él.

Era algo, no estaba iluminando a su familia, pero al menos, mientras mantuviera la luz junto a la bestia, esta no podría moverse. Solo que sí podía respirar, y lo hizo. Un resoplido sobre la vela bastó para apagarla. El joven, sin poder moverse, sintió a la criatura tomarlo del pecho, haciéndolo volar por los aires hasta estamparlo contra la pared.

Entonces la habitación se quedó en silencio y, lentamente, una luz comenzó a brillar en su centro. Solo podía oírse los jadeos del niño, pedaleando con su pierna herida sobre la bicicleta. La bombilla cubrió toda la habitación, proyectando sombras en todas direcciones. Su padre tomo a su inconsciente hijo y lo arrastró cerca, dentro del charco de luz, donde sus cuerpos horizontales no proyectaran ninguna sombra por la que los oscuros pudieran entrar. Solo Teo estaba de pie, pero ya había cubierto el problema de su sombra poniendo un espejo frente a él.

Dos horas más tarde, con el oscuro petrificado en el comedor de su casa, Teo comenzaba a sentirse cansado, toda su energía había sido consumida y el dolor de su pierna era insoportable ahora que se sentía bajo un pequeño manto de seguridad.

—Cambiemos de lugar —ofreció su padre. Pero Teo ya había pensado en aquella posibilidad.

—No seremos lo suficientemente rápidos; para este punto el oscuro seguramente ya ha estudiado nuestra fuente de luz, será lo primero en atacar al moverse. Nos matará antes de que seamos capaces de cambiar de lugar.

—Lo siento, hijo. Solo resiste un poco más.

Teo asintió, limpiando sus lágrimas. Por supuesto, no era solo un poco más, Teo debía resistir hasta el amanecer. Tu puedes, Teo, tienes que poder. Tú salvarás al último círculo.

Teo despertó al medio día, tumbado sobre mantas que habían sido puestas en el porche de la casa. El tranquilizador calor del sol era lo que lo había despertado, se refugió bajo la sombra, bebiendo un vaso de agua servido por su hermano. Cuando era más pequeño, juntos habían ido al río del undécimo, una pequeña quebrada artificial que atravesaba el centro del tercer, quinto, séptimo, noveno y undécimo círculo; obra de la tan elaborada arquitectura de Munir, pensado para que los círculos externos pudieran cultivar los alimentos que abastecerían a toda la ciudad. El cielo había estado así de brillante aquel día, comparado solo con la sonrisa de su hermano; quien por aquellas fechas había obtenido un empleo como guardia de la estación en el cuarto círculo.

Fue uno de los últimos días felices que Teo podía recordar de su familia. Luego, se habían quedado sin luz y las sombras los engulleron, arrastrando fácilmente a su madre a la más profunda oscuridad. Su hermano apenas pudo salvarse, a un altísimo costo. Pero fue esa la razón de que él aún estuviese vivo, el sacrificio de quienes lo amaban.

Aquella misma tarde, Teo, arrastrando un pie, dio inicio a sus jornadas de ayuda comunitaria. La convicción de poner a todos a salvo era su firme emblema, su bandera y su himno. Nadie lo tomó en serio, no al principio. Solo era un niño de diez años. Pero una vez se encontraban al frente del útil artefacto que Teo había construido, simplemente asentían con la cabeza y se ponían a su disposición. Teo ordenó a varios hombres ir a la frontera con la tierra salvaje y traer otros artefactos.

La gente enloqueció.

—¿Más alla del borde? Debes estar loco.

—Está allí por una razón.

—Nos mantiene seguros.

—¿De verdad? ¿Es eso lo que hace? Porque yo me atrevería a decir que estamos tan seguros en este como en el otro lado, siempre y cuando tengamos una luz; mi hermano les ofrece la oportunidad de crear su propia energía, gratis, ¿y no van a tomarla?, ¿a caso están en posición para decir no?

—El borde está fuera de los límites.

—¿Me están diciendo que un grupo de diez hombres está demasiado asustado para cruzar el borde por los materiales necesario para la construcción de la maquina que salvará, no solo su vida, sino la de la comunidad, mientras un único niño de diez años ya lo ha hecho?

Hubo silencio, Teo y su hermano compartieron una mirada de "¿crees que funcione?", uno de los hombres habló finalmente:

—Nadie pone en duda que fue muy valiente lo que el niño hizo, pero también fue estúpido e irresponsable, es obvio que no sabe cómo funciona este mundo. Es obvio que aún no ha sido inculcado en él la dosis necesaria de miedo para sobrevivir. De haber pensado con mayor claridad, de haber temido un poco más, no hubiese hecho una tontería tan grande como ir más allá del borde.

—Entonces mi padre y yo habríamos muerto —dijo el joven. Teo, por un segundo, pudo ver al muchacho demandante y retador que solía ser su hermano.

—Y hubiese sido una tragedia —el hombre desencajó su mandíbula, Teo pensó que no era correcto que alguien luciera indignado después de dar aquella declaración y no parecer querer agregar nada más.

—Yo sí voy —dijo un tembloroso hombre, su brazo estaba herido. Dio un paso al frente, ignorando los llamados del resto de los hombres—. Habrá que darse prisa, si queremos armar otra de esas maquinas antes del anochecer. Tú, pequeño genio —se dirigió a Teo—, ¿puedes armar una de tus maquinas en mi casa?

Teo asintió tímidamente. Eso fue el primer día, una vez la voz fue regada, todo fue mucho más fácil. Teo construyó doce generadores el primer mes, y veinte más el segundo. Más de treinta casas habían sido salvadas, y otras siete familias cuyas casas habían sido reducidas a escombros por los oscuros, se refugiaban en alguna de ellas. La bestia del comedor de su casa había sido asesinada al clavar estacas muy profundas en sus ojos, luego fue demolida como si de una roca se tratara, y utilizada para sellar el agujero que había creado en el suelo. Teo compartía su casa con una familia, una de los pocos vecinos que le quedaban, quienes, en medio de la noche, sin nada de energía, apenas habían conseguido huir para refugiarse con los Damason. La mujer, una anciana de más de sesenta, no lo había conseguido, y fue devorada por la bestia, justo en el porche de Teo, ante sus ojos.

La adquisición de los nuevos integrantes, un hombre en sus veinte y otro de cincuenta, fue un gran hallazgo para la supervivencia de la familia. Noche tras noche tomaban turnos de dos horas cada uno para pedalear en la bicicleta. Ahora era más fácil, ahora tenían más oportunidades de sobrevivir. Juntos, habían creado un sistema infalible contra la oscuridad: usaban bombillas recargables para encender mientras cambiaban al ciclista.

El tiempo pasó. Por todo el duodécimo círculo corrió la noticia de los generadores; otras personas fueron capaces de construirlos por su cuenta, y cada vez que surgía alguna duda, Teo era consultado. Rara vez se producía dicho escenario, después de todo, Teo solo era un niño de once años.

Poco a poco el último círculo se fue iluminando a la intensidad de un delicado fuego fatuo que contrarrestaba de forma brutal con la oscuridad a la que estaban acostumbrados. Y fue por eso que los oscuros, habiendo perdido la abundante fuente de comida que encontraban en el duodécimo, hicieron su camino bajo tierra hasta el círculo más cercano. La noticia captó rápidamente la atención del centro. Y una mañana Teo recibió una visita.

—¿Es usted Prometeo Damason? —preguntó un hombre alto, de bigote y corbata, usando una colorida ropa que Teo nunca había visto o si quiera imaginado—, escuché que es responsable de los generadores de energía en el duodécimo.

Damason lo miró por un segundo, solo eso le tomó desconfiar del hombre. —¿Generadores? ¿Son como neveras?

—¿Es usted Prometeo Damason? ¿Vive en esta casa?

—Oh, sí, esta es mi casa, pero no soy esa persona. Y definitivamente aquí no viven los Damason, somos Arales. ¿Se le ofrece algo? no hay mucho que comer, pero tenemos un montón de agua.

El hombre negó y Teo entró en la casa. A través de la ventana pudo ver al hombre hablando por un dispositivo pequeño y plateado. Teo se preguntó cómo funcionaría, seguramente a través de energía. Algo tiró de él hacia atrás en la ventana, era su inquilino, quien de hecho era un Arales.

—Tienes que salir de aquí —dijo con apremio—, ellos han venido a buscarte, van preguntando de casa en casa por ti. ¡Rápido, huye!

—¿A dónde puedo huir? No se puede pasar la noche fuera de la casa, aquí tenemos luz, haya afuera solo hay bestias.

—Exacto, un señor del gobierno no se arriesgará a pasar la noche, o si quiera el atardecer en este lugar. Solo será por algunas horas. Escóndete en algún lugar y no dejes que nadie te vea.

La puerta sonó en ese momento. —Oficial del gobierno, abran la puerta —demandó la voz del hombre.

—Ve, ¡rápido! huye.

Teo lo hizo, salió de la casa por la puerta trasera. Corrió hasta la estación, pensando que tal vez podría dar una vuelta de cuatro horas a lo largo del undécimo y volver justo antes del anochecer. Pero no contó con que aquel día —el día en el que se lo llevarían— la seguridad había sido doblada en la estación del último círculo. Se escondió detrás de una columna, vigilando a los guardias mientras intentaba idear algún ingenioso plan. En lo único que podía pensar era en correr al primer vagón que pudiera alcanzar y esconderse bajo los asientos.

El tren arribó en la estación y Teo bajó su cabeza para correr dentro de él. —Su boleto —le pidió un oficial de blanco.

Teo no dudó, solo era un guardia. —Lo tiene mi madre, está dentro del tren, mírela, está justo allí —dijo, señalando a una señora joven con un bebe en brazos y otros dos niños peleando junto a ella.

—¿Qué sucede? —dijo un segundo guardia, en el uniforme más impecable que Teo había visto en su vida. Él era del centro, lo supo por su porte y por el ligero acento en sus palabras.

—¡Oh, nada! no tiene usted de que preocuparse —aseguró Teo con confianza—, estaba por reunirme con mi madre, siga usted su camino, por favor.

El guardia pareció confundido ante un niño que le decía que hacer. —Discúlpeme, pero aún no he visto su boleto, tal vez debería ir yo mismo a pedírselo...

—¡Hermano!, finalmente estás aquí —dijo un tercer guardia, uniéndose a la incómoda reunión. Usaba también un traje blanco y al principio Teo no pudo reconocerlo.

—Lamento llegar tarde, ¿tienes tú mi boleto, o lo tiene mi madre? —dijo Teo, un poco nervioso por tener que depender de la dramatización de alguien más. Las personas usualmente no sabían seguir mentiras.

—Oh, no te preocupes por eso, viajarás conmigo en mi habitación —aseguró el guardia—, caballeros, tendrán que disculparme pero estamos por ponernos en marcha.

Teo suspiró aliviado mientras se alejaba con el brazo de 1224 sobre su hombro.

—Eso ha estado cerca —dijo el joven cuando estuvieron en la habitación personal de los guardias—. Sí que te gusta divertirte ¿eh? Me preguntaba si volvería a verte.

—¿Estabas preocupado por mí? —la verdad era que Teo no había vuelto a pensar en él desde aquel día.

—Bueno, saltaste al tren desde una bicicleta, esquivando las balas y toda la cosa, eso deja una impresión bastante grande en cualquiera.

—Gracias por ayudarme allí afuera.

—De nada, ¿Para qué quieres ir esta vez al undécimo?

—No quiero ir al undécimo, solo necesito estar fuera de casa por un tiempo.

—Oh, ya veo, estás huyendo ¿tus padres no te entienden, eh?

—No es esa clase de problema —Teo se acercó para hablar más bajito, él había mentido a dos oficiales y ayudado a que se colara en el tren, le pareció una persona de confianza—, están buscándome, gente del gobierno quiere atraparme.

Cruzaron miradas por un momento y luego el joven de mayor edad rompió en una carcajada. —¿Te digo, hermano, tu sí que sabes divertirte? ¿Qué fue eso tan grave que hiciste para meterte en semejante problema?

Teo lo vio, su expresión un poco triste. —Tuve la osadía de proporcionarle a mi pueblo una forma de hacer energía por sí mismos.

Eso silenció al joven guardia. Lo miró seriamente y luego sonrió en reconocimiento. —Tú eres Prometeo —dijo, antes de que la puerta se abriera y uno de esos guardias impecables y con extraño acento entrara en la habitación.

—Lo tenemos —dijo el hombre presionando su oreja.

14 de Maio de 2020 às 22:41 0 Denunciar Insira Seguir história
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