Sentado en uno de los tantos bancos que tiene una plaza estaba el que no sabía que era poeta. Por qué había elegido justo ese banco lo ignoraba, como ignoraba todo en ese entonces. Tenía los pies pegados al suelo, los glúteos al asiento, la espalda al respaldo, el corazón al pecho, los dedos a los mismos dedos de la mano opuesta entrelazados como quien reza, espera o calla, queriendo decirlo todo. Las gentes de la tarde andaban a todas las velocidades por delante y por detrás y eran como las gaviotas. Entre la bandada infinita estaban los otros dedos entrelazados, contrarios, los del amor. En los pocos segundos que les prestaba una mirada aprendía una historia que casi siempre inventaba. Y mientras pensaba: el cielo se le parece tanto al mar que no hace falta ver el mar para saber que es como el cielo.
Llevaba el semblante del farero, que vive con su soledad. Mirando permanecía desde ese banco los más veloces veleros inmóviles sobre el horizonte y dibujados en el sol. Era un sol de civilizaciones pasadas, del mito y la leyenda, de cultos infinitos. Era el sol que venía a buscar a la plaza, junto a las tan semejantes a gaviotas, revoloteando el atardecer.
Pasado un tiempo que no se mide en horas sino en el color de las nubes, iba a desaparecer. Pero claro que volvería, porque era como el sol. Quizás el de mañana sea distinto al que hoy se fue, quizás lo cambian cuando nadie lo esté mirando. Quizás mañana no haya veleros y el agua esté confusa, el cielo no sea como el mar, las gaviotas hayan emigrado a otras playas y los amores vistos se hayan perdido más allá del horizonte. Atardeceres como este habrá tantos, pero igual ninguno. Como las tantas plazas y los tantos bancos por escoger, y que sin embargo fueron esa y aquel, en el que me senté esta tarde iluminada a contemplar el mundo y me di cuenta que ya no soy el mismo.
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