Un hombre que podía ser todos los hombres trabajaba la tierra, que no era la suya pero sí en la que había nacido. Como él había tantos más que hacían lo mismo, los suficientes para no ser un número. Tres meses al año su única tarea era preparar la tierra para la siembra: quemaban, quemaban, quemaban, araban, araban, araban. A lo lejos, veían las máquinas enormes haciendo lo que ellos pero en mucho menos tiempo y comandadas por un sólo hombre. Entonces eran afortunados, tenían lo que muy pocos ahora tenían: un trabajo de catorce horas diarias. Cargaban sus bidones de quemar y quemar sabiendo que de eso se encargaban los aviones. Y ellos todavía eran de carne.
Eran ricos, no. Eran pobres, no. Eran libres, no. Eran esclavos, no. Eran dueños, no. De sus vidas, no.
Todo siempre iba a parar a un pozo, los bidones vacíos corrían la suerte de los muertos sin nombre. Siempre llegaba el día que aquel quedaba chico, y la solución para estos casos era una pala y un hombre. Pero nadie quería ser el hombre. No es que el trabajo fuese más pesado que quemar o arar, sino que bajo el orgullo les perturbaba la idea de estar cavando una tumba en soledad. Lo dejaban a la suerte: durante un minuto olfateaban el suelo para encontrar la mayor cantidad de gusanos muertos, y al perdedor se le otorgaba la pala. Había quien al ver casi lleno el viejo pozo iba guardando algunos en el bolsillo, los suficientes para no levantar sospechas.
A eso de las seis de la tarde de un día de marzo, le tocó cavar al hombre. Le bastaron dos horas para hacer el mejor pozo que jamás se había hecho. Igual de ancho que de largo. Observó su obra con indiferencia y al poco quiso salir. Se había enterrado hasta poco más de la cintura. En un movimiento torpe, se apoyó en uno de los bordes haciendo un esfuerzo con el brazo derecho para así pegar el salto, pero un pedazo de tierra se desprendió del resto y se vino con él, que cayó de espalda. Entonces quedó cara al cielo con la sábana de tierra hasta el cuello.
Váyase a saber cuánto tiempo estuvo el hombre solo en su tumba, haciendo nada, estando. Un pensamiento, sólo tal vez, se le había atravesado como espina. Al tiempo ya de oscuro, se asomaron las estrellas, que eran infinitas como las personas y las posibilidades. En algún momento de la noche se sacudió, salió del pozo, se echó a andar.
Recién la mañana siguiente fue que alguien percibió la ausencia, y era extraño, porque nadie decidía dejar de ser peón. Pasado un día más que no aparecía lo buscaron. El pozo era el lugar donde todos lo habían visto por última vez. Examinaron bien, no estaba él, sólo la pala. Y dejaron el caso, porque para entonces habían acordado tácitamente una verdad: se había muerto.
Al tercer día volvió. Lo reconocieron a lo lejos mientras caminaba, cada vez más grande y diáfano: su ropa era la de siempre, su gorro era el de siempre, su piel, la de siempre, sus manos, las de siempre. Sin dar una explicación que nadie se animó a pedirle, puntual se puso a trabajar. El resto no ignoraba su estado de fuga, pero al verlo allí, con las cosas de siempre, de a poco comenzaron a olvidar: olvidaron qué tarde de abril, olvidaron cuánto tiempo, olvidaron su nombre, sus rasgos, y para el ocaso, olvidaron que existía.
Ya nadie iría a recordar la historia del hombre, que interrogado por su destino, entre la vida y la muerte prefirió no elegir.
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