harlekingtales Harleking Tales

Cuando éramos pequeños nos decían que no había razones para temer a la oscuridad. Qué equivocados estaban. En las entrañas de las tinieblas, seres de ultratumba vagan a la espera de una oportunidad para poder deambular de nuevo por el mundo de los vivos. Estas son las historias de algunas de esas visitas inesperadas. Así que ya sabes, antes de dormir, vigila bien tu habitación: nunca se sabe qué clase de horrores pueden estar acechando en la noche.


Horreur Déconseillé aux moins de 13 ans.

#relatos #fabulas #historias #terror #fantasmas #monstruos
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Ariadna

Una alegre sinfonía brotaba de los enormes altavoces que teníamos instalados en la planta alta de la casa. La música barrió el silencio de la mañana como una ola que arrasa con las huellas en la arena de la orilla. Me desperté sobresaltado. Hacía mucho tiempo que en mi casa no se escuchaba una sola nota. Un año atrás, para ser más exacto.

El silencio se apoderó de los muros de mi casa el mismo día que falleció Ariadna, mi hermana pequeña. Un cruce de vías mal iluminado y un conductor con afición desmesurada al whiskey habían trastocado mi vida, y la de mi padre, por completo. Sólo un instante, eso es lo que había hecho falta: un instante para que todos los planes, las ilusiones y los sueños se esfumasen como una voluta de humo. Desde aquel día de otoño, el silencio se había convertido en el himno de mi familia. Tras la muerte de mi hermana, Roberto, mi padre, se sumió en un abismo de ensimismamiento. No era capaz de articular palabra, tampoco comía nada. Llegó un punto en que el médico del pueblo tuvo que proporcionarle suero y otras vitaminas, para evitar que su endeble cuerpo sucumbiese a la inanición. Mi padre, que había sido uno de los carpinteros más reputados de toda la región, se había convertido en uno de sus muñecos de madera; con ojos abiertos, pero vacíos y muertos, que miraban al infinito sin ver nada. En cuanto a mí, me refugié en mi trabajo en la biblioteca, combatiendo los embates de la tristeza con montañas de palabras que actuaban como un tapón, impidiendo que un temporal de desolación se desatase en mi mente.

Dos meses atrás, mi padre había abandonado su refugio en la habitación y, arrastrando los pies como si estuviese siendo manejado por un titiritero, se internó en el estudio que tenía en la buhardilla, donde llevaba a cabo sus trabajos sobre la madera. Desde ese día, pude escuchar los golpes del martillo, el sonido desgarrador de la sierra y la lija, que salían de la buhardilla noche y día, y pude percibir el intenso olor del barniz que se colaba bajo la rendija de la puerta. Sabía que mi padre se traía algo entre manos, pero ignoraba la naturaleza de su proyecto. Si hubiese sabido… si tan solo hubiese podido imaginarlo…

Me levanté de la cama extrañado, preguntándome qué habría podido motivar a mi padre para regalarme los oídos de aquella manera tan improvista. Bajé con paso lento y ceño fruncido al salón. Padre estaba sentado en el sillón que había frente a la mesa de caoba. Tenía el pelo alborotado, vestía una bata que lucía lamparones de barniz y manchas de serrín. Los ojos estaban abiertos en una expresión de sorpresa, surcados de sendas venillas rojas y subrayados por unas terribles ojeras, que delataban el estado de cansancio del hombre. En su rostro, una sonrisa, que al principio apaciguó mis nervios, pero después me fijé en su forma: era una sonrisa reservada para aquellos que hace tiempo que han dejado de vivir en nuestra realidad. A pesar de la inocente imagen que presenciaba, algo en mi interior no paraba de gritar que estaba pasando algo extraño. Antes de saludarle, seguí la trayectoria de su mirada. Entonces lo vi.

Una casa de madera, de casi un metro de altura, se alzaba sobre la superficie de la mesa. No era una casa cualquiera: era nuestra casa. La reconocí al instante por la cantidad de detalles que había en ella. Las tejas del tejado, los aleros cubriendo sutilmente las ventanas de la planta superior, las puertas delanteras y traseras. Padre se había preocupado incluso de que el postigo de la ventana de la cocina estuviese medio ladeado, como el de verdad. Mi cara debió dibujar una más que obvia expresión de asombro, porque en cuanto me vio, mi padre dijo.

-Observa hijo. Esta es…, es…, mi ópera prima.

Se levantó del sillón, aún con esa sonrisa que enarbolaba la locura en el rostro, se acercó a la casa y, sirviéndose de unas bisagras, la abrió de par en par.

Estaba todo. Absolutamente todo. El salón, con la chimenea, la mesa de caoba, los sillones y la poltrona; la despensa, que había adornado con unos estantes en miniatura; la biblioteca, que tenía diminutas cubiertas de libros amontonados unos sobre otros; la cocina, con el horno, la vitrocerámica y la mesa, incluso había puesto encima de ésta unos tarritos que simulaban azucareros, que contenían azúcar en forma de serrín; contemplé boquiabierto mi habitación, y la de mi padre, que incluían unas réplicas de madera de los habitantes… Entonces, sufrí una impresión tan grande que hizo que el mundo entero se tambalease durante un segundo; porque allí, al lado de mi habitación, había otra, la de mi difunta hermana, y dentro de la habitación, una figurilla que poseía sus mismos rasgos, su misma sonrisa angelical.

Pude notar cómo las fuerzas escapaban de mi cuerpo, y me dejé caer en el sillón. Mi padre seguía admirando su obra con expresión enajenada.

- ¿Lo ves? -dijo él sin apartar la mirada del cuarto de mi hermana- Al final estamos todos juntos… Juntos de nuevo.

Y se perdió en las escaleras mientras reía por lo bajo.

Lo había intentado. De verdad. Había intentado aplacar el dolor. Ponerle una gasa tejida con lógica aplastante y recubierta de una capa de frialdad. Y había funcionado. Sólo lloraba por las noches, de cuando en cuando. Me decía a mí mismo que debía ser fuerte, por mi padre, y porque es lo que Ariadna hubiese querido. Pero aquello había sido real: demasiado real. La sonrisa en su rostro, los hoyuelos de sus mejillas, la luz soñadora de su mirada… mi padre había captado a la perfección la esencia de su difunta hija, y para mí fue como tener a mi hermana de nuevo frente a mí. Como si aquella noche hubiese vuelto a casa, con su vestido manchado pero feliz por haber vivido aventuras en el parque, y no hubiese acabado con la cara rasgada y desfigurada contra el duro y frío asfalto. Me agarré las rodillas, como cuando tenía cinco años, y lloré. Lloré como no lo había hecho nunca.

Esa misma noche, cuando llegué a mi cuarto, me entregué al placer de la lectura. Un libro de autoayuda motivante, de esos que tienen el talento de contarte la mentira más acercada cuando más lo necesitas. Estaba completamente sumido en los secretos que las palabras me desvelaban, cuando escuché algo. Un par de tímidos golpes que sonaban en la pared. Dejé el libro un instante y agudicé el oído. Nada. Volví a retomar el libro, pero entonces, otro sonido: esta vez el de decenas de bolas que caen y rebotan contra el suelo. Sea lo que fuese aquello, venía directamente del cuarto de Ariadna.

Con el corazón en un puño, y rezando porque fuese mi padre haciendo alguna tontería en uno de sus arrebatos de melancolía, me levanté y anduve hasta el cuarto de mi hermana. Cogí el pomo y entorné levemente la puerta. La pálida luz lunar se colaba a través de las cortinas blancas, y hacían destellar una docena de canicas de varios colores, que estaba inmóviles en el suelo. Las favoritas de Ariadna.

- ¿Papá?... -pregunté con un hilo de voz, pero sólo respondió la oscuridad con su silencio elocuente.

Armándome de valor, entré en el cuarto y recogí las canicas, para guardarlas después en el segundo cajón de la mesilla que había junto a la cama. Durante todo el proceso, no pude evitar sentir que alguien vigilaba todos y cada uno de mis pasos.

Esa noche me dormí de madrugada, tratando de encontrar una explicación coherente a lo que había ocurrido.

Al día siguiente, al bajar a desayunar, pude comprobar con alegría que mi padre parecía revivido por alguna clase de magia extraña. Estaba tarareando, mientras se servía café humeante en una pequeña taza, y vigilaba unas rebanadas de pan en la tostadora.

Me saludó con efusividad y me sirvió otra taza de café. Pensaba en hablarle de lo que había ocurrido la noche anterior, pero me alegró tanto verlo vivo de nuevo, que decidí no perturbar una paz que bien podía tener las horas contadas.

Cuando terminé de desayunar, pasé por el salón y me paré frente a la casa de madera. A merced de un misterioso impulso, sentí la necesidad de abrirla. Observé el interior, y casi se me cae la taza de las manos, porque en el cuarto de mi hermana, la figura que representaba a Ariadna estaba rodeada de decenas de pelotas diminutas de madera y, aunque todavía no sé si fue causa de la impresión, juraría que la sonrisa de madera en el rostro de la figura se había ensanchado.

Los siguientes días transcurrieron con relativa normalidad, exceptuando el hecho de que mi padre volvió a recluirse en la buhardilla, lugar donde pasaba la mayor parte del día. Descontando aquello, nada había ocurrido que pudiese alimentar el miedo y la sensación de inseguridad que experimentaba, y, aun así, no podía evitar sentirme como un cervatillo que ha quedado desamparado en medio del bosque, arropado únicamente por los lejanos pero amenazadores aullidos de los lobos.

Me alegraba ver a mi padre de nuevo con su característica vitalidad, pero había algo en su renovada energía que me perturbaba. Cuando no estaba en su estudio, recorría la casa dando zancadas, murmurando por lo bajo y sin borrar de sus facciones esa sonrisa que me provocaba escalofríos. Estaba en un estado de euforia constante, y sólo paraba de hacer sus tareas cuando caía el sol, para admirar la casita de madera que había construido con sus manos, y a la perfecta figura de Ariadna. No podía evitar preocuparme por el cambio tan repentino que había sufrido, pero, al recordar cómo quedó mi pobre padre tras la muerte de Ariadna, decidí que lo más sensato sería dar gracias porque hubiese salido de su cuarto y no se hubiese quedado allí consumiéndose como la mecha de un candil.

Todo parecía haberse vuelto una parodia extraña de lo que yo consideraba normal. Por el momento, con aquello me bastaba. Pero esa extraña normalidad no duraría mucho, porque, aunque yo lo ignorase, toda esa pesadilla estaba a punto de llegar a su fin.

Aquella noche llegué tarde del trabajo. Mi vida social había sido enterrada junto al cadáver de mi hermana, y ahora que parecía que padre veía la luz al final del túnel, me propuse hacer lo mismo. Me quedé con un par de compañeros del trabajo bebiendo unas cervezas en uno de los bares que hay cerca de la fábrica. Cuando me quise dar cuenta, ya había pasado la medianoche. Entonces me percaté de que no había avisado a padre de que llegaría tarde y, pensando en que estaría preocupado, lo llamé. Una, dos, tres veces. Nada. Nadie contestaba. Tras volverlo a intentar y fallar una tercera vez, empecé a preocuparme y decidí volver a casa.

Cuando llegué, la luz del salón se filtraba a través de las ventanas, iluminando los geranios que teníamos bajo los marcos y arrojando sombras grotescas que se proyectaban en el césped. Tuve una indescriptible sensación que no supe identificar, pero que me estaba mandando un mensaje claro: algo no iba bien.

Subí los tres escalones que precedían la entrada de una zancada. Abrí la puerta y entré apresuradamente. Desde la entrada, pude escuchar la voz de mi padre, que venía desde el salón.

-Pronto. Lo sé… Muy pronto, mi niña. Ya no queda nada…

Encontré al pobre viejo desfallecido en el sillón, sentado frente a la casa de madera. Las enormes ojeras volvían a adornar el contorno de sus ojos. Tenía las manos manchadas de serrín y esquirlas de madera moteándole la bata. La boca estaba desencajada, como si acabase de recibir un puñetazo. Un fuerte olor a alcohol flotaba en el ambiente, y reparé en una botella de whiskey medio vacía que estaba tendida sobre la alfombra, y en un vaso oscilante que pendía de su mano derecha. Armándome de paciencia, lo cargué sobre mis hombros y lo subí a la habitación.

-No la dejes sola. No… la dejes…. Se va a enfadar. -Dijo cuando lo tendí sobre su cama, antes de viajar al reino de la inconsciencia.

Se me hizo un fuerte nudo en la garganta. Porque, aunque no había mencionado el nombre, sabía que se refería a Ariadna. Por un instante, al verlo tumbado allí, sobre su cama, tan indefenso como un niño pequeño y con una expresión de sufrimiento embriagado, tuve la certeza de que mi padre no tardaría mucho en acompañar a mi hermana donde quiera que ella estuviese. Me quedé un rato allí: contemplando a la persona que me había enseñado todo sobre la vida y que ahora no parecía más que un vago recuerdo del hombre que había sido. Entonces, se me ocurrió que, estando padre tan borracho como estaba, tenía una oportunidad perfecta para subir a la buhardilla y comprobar por mí mismo que era aquello en lo que trabajaba ahora con tanta efusividad. Hurgué con cuidado en el bolsillo de su bata y extraje las llaves sin hacer el menor ruido. Subí las escaleras con delicadeza, y llegué a la puerta de la buhardilla, que estaba envuelta en ese peculiar aroma formado por la madera y el barniz.

Abrí la puerta. Traté de buscar el interruptor de la luz, pero no me hizo falta, porque el haz de luz que entraba por el tragaluz se derramaba directamente sobre la nueva obra de mi padre. Las piernas me fallaron, y tuve que agarrarme a la jamba de la puerta para no caerme. Allí, en medio de un cementerio de figuras de artesanía, herramientas y trozos de madera, e iluminado por la luz de la luna, había un ataúd: un perfecto y terriblemente hermoso ataúd. Esa noche volví a mi cuarto arrastrando los pies y con los hombros caídos, me tendí sobre la cama y mis ojos comenzaron a estudiar con detenimiento cada palmo del techo, hasta que me dormí.

No recuerdo qué soñé, lo que recuerdo es percibir un olor acre, amargo. Un olor que entraba por mis orificios nasales e impregnaba los pulmones. Abrí los ojos, y lo primero que hice fue coger una bocanada de aire, que fue recibida por un coro de tos que me desgarró la garganta. Desorientado, me levanté y salí del cuarto. Una capa de denso humo grisáceo ascendía por las escaleras. Mis sentidos se agudizaron en cuestión de segundos. Antes de que supiese qué estaba haciendo, mis piernas ya estaban dirigiéndose a la planta baja, en busca del foco del incendio. La entrada de mi casa se había convertido en una zona brumosa, donde sólo se podían intuir las formas de los muebles. El calor crecía con fuerza arrolladora. Pude sentir cómo mis ojos se secaban y cómo el vello de mis brazos se quemaba. El resplandor anaranjado que teñía el humo provenía de la cocina, al otro lado del salón.

Atravesé el salón con rapidez, y al llegar a la cocina pude comprobar que la pared de la zona este, la que daba al jardín, se había convertido en un mural de furiosas llamas rojas y amarillentas, que habían consumido el horno y la vitrocerámica, y ahora avanzaban inexorables por ambas paredes, amenazando con alcanzar el salón. Un vaso estalló por el calor y arrojó cientos de trozos de cristal ardiendo, que cayeron sobre mi pelo y me rasgaron las mejillas. Retrocedí hasta el salón a trompicones, aturdido. Caí de espaldas sobre la alfombra del salón, y al incorporarme, mis ojos se toparon con la casa de madera y mi corazón se saltó un latido. Allí, en la cocina de madera perfectamente recreada, estaba la figura de Ariadna, con una sonrisa tan demencial como la que mi padre había lucido esos últimos días, y los brazos abiertos de par en par, como si estuviese esperando recibir a alguien.

Una de las ventanas de la cocina estalló, y el sonido me devolvió a la realidad. Subí las escaleras a zancadas, pensando únicamente en cómo podría poner a salvo a mi padre. Sin duda, los vecinos ya habrían avisado a los bomberos, de modo que lo único que tenía que hacer era tratar de salir de la casa con padre antes de que las llamas consumiesen el recibidor.

Llegué a la puerta de su cuarto, la abrí y, para mi sorpresa, mi padre no estaba en la cama. Las sábanas estaban esparcidas por el suelo y la cama vacía. Me quedé un instante ahí, sin poder respirar, hasta que comprendí dónde se hallaba mi padre. Subí las escaleras que llevaban a la buhardilla de dos en dos, y abrí la puerta de una sonora patada. Ahí estaba el anciano, tumbado en el interior de su ataúd, con los brazos cruzados sobre el pecho como un vampiro, los ojos abiertos… y la sonrisa; aquella maldita sonrisa. Lo tomé por los brazos y lo zarandeé con fuerza, mientras le gritaba que la casa estaba ardiendo, a lo que él, con una voz melosa y calmada, respondió:

-Oh, así que ya está aquí. Ya viene a por nosotros. No le gusta estar sola. -Padre enfatizó su eterna sonrisa, que, a pesar del sofocante calor, consiguió helarme el alma.

Lo agarré por los hombros y lo levanté.

- ¡Vamos, padre! -Lo apremié- ¡Debemos irnos, o moriremos calcinados!

Las facciones del rostro de padre se contrajeron en una mueca de incomprensión.

- ¿Irnos? No, hijo mío. No podemos irnos. Tu hermana está sola. No podemos dejar que se quede sola. Es tan pequeña…

Lo miré con incredulidad mientras escuchaba el crepitar de las llamas y notaba el humo haciéndose más denso. El tiempo se agotaba.

Agarré su muñeca y tiré de él hacia las escaleras. En ese instante, comenzó a gritar y a patalear como un crío.

- ¡No! ¡Es la última oportunidad que tengo para verla! ¡No lo vas a echar todo a perder! ¿Me oyes, niñato inútil? ¡No puedes impedirlo!

Poca resistencia pudo oponer, pues yo era bastante más corpulento de lo que él había sido nunca. Lo arrastré como a un saco por el pasillo y comencé a bajar las escaleras hacia la planta baja. Las llamas ya habían alcanzado el salón y lamían con fruición en sillón sobre el que se solía sentar padre. Cuanto éste lo vio, se zafó de mi mano con una rapidez increíble para alguien de su edad, y se internó en el cuarto.

- ¡No! ¡La casa no! -Gritaba mientras tosía.

Tomó entre sus brazos la casa de madera, cuyo tejado ya estaba ardiendo, y en ese momento, toda la cólera que había sentido pareció desvanecerse; se quedó plantado ahí, como si no le importase que el infierno se estuviese desatando a su alrededor.

- ¡Padre, corra! ¡Salga de ahí!

Pero padre no respondía. Me enseñaba los dientes con esa sonrisa enajenada que tanto me perturbaba, y me miró con ojos desorbitados. Estaba moviendo los labios, murmurando algo que no pude alcanzar a entender entre el estruendo de los cristales rotos y el chirriar de las llamas.

-Ya está aquí, hijo. Te lo dije, vendría a por nosotros.

Lo que vi a continuación rondará mis pesadillas hasta el día en que marche este mundo.

Tras él, en las entrañas de la cocina y surgiendo a través del fuego, apareció la figura de una niña. Mi hermana. Ariadna.

Llevaba el mismo vestido blanco que le pusieron el día de su funeral, que estaba adornado con manchas negras de hollín. Su pelo, que había sido un telón de hebras doradas, era ahora una masa de llamas que cambiaban de forma a cada instante. Sus azules y soñadoras pupilas se habían tornado rojizas, asemejándose a dos brasas incandescentes que refulgían con un odio primitivo. Su sonrisa infantil, que era en vida el adalid de la inocencia, desprendía ahora una perversidad demoníaca. La dermis, blanca y tersa, se había tornado grisácea, y se desprendía de su rostro en grotescos jirones.

Traté de coger aire, pero no fui capaz.

-Papi -dijo Ariadna con una voz que parecía un gruñido animal-. Te he echado de menos.

Padre se volvió y, al verla, cayó de rodillas.

-Ariadna, mi niña. -Levantó los brazos al aire, como si estuviese rezando, y dejó caer la casa de madera al suelo, que se partió por la mitad.

-Sabía que no me fallarías, papi. Sabía que no me dejarías sola.

-No cariño. Eso nunca, nunca te abandonaría. No lo volveré a hacer.

Mi difunta hermana avanzó hacia padre con pequeños pasitos, mientras extendía los brazos.

-Si me abrazas, papi, nunca más estaremos separados. Nunca más -La sonrisa demoníaca creció, dejando entrever una hilera de afilados dientecitos negros.

Padre abría y cerraba la boca, con los ojos muy abiertos y el fulgor del fuego reflejándose en sus ojos.

- ¡PADRE, NO! -grité con las últimas fuerzas que me quedaban.

Me puse en pie, y me vi obligado a retroceder ante el calor de las llamas, que iban ganado terreno.

Padre me miró, y tras su mirada descubrí un abismo de desolación.

Le tendí la mano.

- ¡Padre, venga conmigo, se lo ruego!

Él observó mi mano durante un momento, y luego se giró hacia Ariadna.

-Él no te quiere conmigo -siseó Ariadna con aquella voz de ultratumba-. Estaba feliz cuando me fui, porque te tenía sólo para él. Pero ahora estoy aquí, y ahora puedes venir conmigo. ¿Acaso no quieres venir, papi?

Grité, pero fui incapaz de oír mi propia voz.

La bata de mi padre ya era pasto del fuego cuando abrió los brazos para recibir a Ariadna. Ambos se fundieron en un abrazo, y las llamas del pelo de mi hermana comenzaron a reptar con rapidez por el pecho de mi padre.

Fue entonces cuando la niña me miró. En ese momento estuve completamente seguro de que aquello que abrazaba a mi padre no era Ariadna. Era otra cosa, tras la cual se escondían los miedos inefables que llevan asolando al hombre desde su nacimiento. Miedos que creíamos olvidados. Miedos que preferimos ignorar por creerlos irreales. Pero allí estaba. Mi hermana muerta, abrazando el arrugado cuerpo de mi padre mientras ambos ardían como si estuviesen hechos de madera seca. Y, a través del resplandor anaranjado de las llamas, pude ver cómo aquel ser perfilaba en sus labios negros una sonrisa dantesca: una sonrisa de victoria.

El humo había anegado la casa por completo. Escuché los gritos desesperados de los vecinos, que nos llamaban desde el jardín. Retrocedí, tapándome la boca con la camisa del pijama, sin apartar la mirada empañada de los cuerpos en llamas, y con el eco de los alaridos de dolor de mi padre retumbando en mis oídos. Estuve a punto de desmayarme en la puerta de la entrada por la falta de aire, pero unas manos robustas me agarraron por el cuello de la camisa y tiraron de mí hacia la límpida noche otoñal.

Me tumbaron en el césped, y tras dos arcadas que me pusieron la garganta en carne viva, vomité. Escuchaba los murmullos de los vecinos que se habían reunido en torno a nuestro jardín. La sirena de los bomberos sonaba a lo lejos. Pero ya era demasiado tarde.

Y allí, tirado sobre el césped de la que había sido mi casa, contemplé cómo las llamas se llevaban el último vestigio que quedaba de mi familia. Cómo consumían, esta vez para siempre, el recuerdo de Ariadna.

19 Mars 2020 19:42 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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