Gluger y sus padres vivían en lo profundo de un bosque marchito y sibilante, en el que la bruma flotaba perpetuamente y los rayos solares se colaban temerosos.
Ellos no eran seres con los que nos gustaría tropezar. Sus voluminosas cabezas eran alargadas en la quijada y abultadas en la coronilla; sus ojos eran hoyos negros sin fondo, y sus cuerpos eran deformes y pellejudos.
La tarde de Nochebuena Gluger estaba triste. Les había pedido a sus padres un árbol de luces como esos que a lo lejos había visto en la ciudad, pero ellos habían dicho que esos árboles traían alegría y que eso era lo peor que podía ocurrirle a su familia.
Gluger resolló y caminó hasta la ventana. A través de los cristales
polvorientos vio a sus padres venir zigzagueando en la opacidad del bosque.
―Hola pequeño —dijo la madre al cruzar el umbral.
—Hemos traído la cena —dijo el padre.
La mujer dejó caer al piso el pesado saco que traía a cuestas y el hombre hizo lo mismo. Los crujidos de los cráneos de los cadáveres estrellándose resonaron en la ruinosa casa.
—Mamá ¿Tenían juguetes? —preguntó Gluger saltando.
—Sí sí pequeño. Cógelos. Nosotros no la hemos revisado.
Gluger despojó a los cuerpos ensangrentados de sus pertenencias y se retiró a su dormitorio excitado por jugar con ellas.
Con sus dedos puntiagudos destapó una caja de lazo rojo y quedó maravillado; había una bola de cristal con un árbol de navidad dentro. Cuando la apretó el pequeño árbol se iluminó de colores. De su centenar de afilados dientes brotó una risa melodiosa y luego una seguidilla contagiosa. Entonces su madre dio un alarido y los buitres que
rondaban la casa huyeron
Janna Bolriv
Diciembre, 2019
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