Kichiro se despierta y siente una molestia en el meñique. Se lleva con pereza la mano al rostro, y no cree lo que ve. Hay un hilo rojo atado en su dedo.
Debo estar soñando, piensa, y se pellizca la mejilla. Le duele. Se refriega los ojos. Desde la ventana una tenue luz ilumina la habitación. Se pregunta la hora y busca el móvil junto al futón; las siete de la mañana. Lo deja, se inclina hasta sentarse, y se concentra en el hilo. Lo contempla por unos segundos sin saber qué hacer. ¿Es un sueño? Es demasiado real para serlo ¿Una broma? Es hijo único y sus padres no hacen bromas.
Cierra y abre los ojos con ímpetu. El hilo sigue ahí. Al lado del móvil están sus lentes, los toma y se los pone. El hilo no desparece. Trata de desatarlo. Tira del nudo hasta que la frente se le perla de sudor por el esfuerzo, pero es en vano. Desiste y decide ignorarlo.
Se levanta. Debe prepararse; es primero de abril; el comienzo de su último año escolar. Se le revuelve el estómago; el hilo le recuerda que no ha conocido el amor en toda su vida. Recoge el futón, lo enrolla y lo guarda en el armario. Saca su uniforme escolar y se viste. Para su asombro, el hilo atraviesa las telas como un espíritu. ¿Una alucinación? Eso es, la historia del emperador, la bruja, y el hilo que conecta a las personas siempre fue su favorita. Ahoga sus pensamientos y los desecha; es solo una leyenda. Abre la puerta corrediza y sale de la habitación.
に
Baja descalzo por las escaleras. Se encuentra solo, ya hace una hora que sus padres salieron a tomar el tren para ir a trabajar. En la sala lo reciben unas orejas atentas. El gato, al ver que es él y no su madre, se relame la cola, corta como la de un conejo, y vuelve a recostarse en la mesa. El hilo serpentea por el tatami hasta la entrada de la casa. Se dispone a ir a la cocina para desayunar, pero se detiene. Observa el lazo en su meñique, absorto en sus pensamientos. ¿Y si no se trata de una alucinación? Si el hilo es real, eso quiere decir que del otro extremo se encuentra el amor de su vida.
Kichiro duda. Podría seguir el hilo para descubrir a la persona en el otro extremo, pero debe ir al colegio. Es un año muy importante, debe concentrarse en su futuro y no perder el tiempo. Pero hallar el amor verdadero es una oportunidad que pocos tienen. Se tira del pelo y lo decide. Da media vuelta y enfila a la puerta; puede desayunar en el colegio. Se sienta en el escalón del genkan y se calza los zapatos. Siente el frío matutino en la piel y se pone una chaqueta. Se cuelga la mochila a la espalda y aferra el picaporte de la puerta. Vacila en girarlo. Los recuerdo se arremolinan en su mente con la fuerza de un tifón. Las mismas seis palabras, una y otra vez. Las mismas palabras que se atoraron en su garganta cuando limpiaba el salón de clases, que en tantas ocasiones borró de su móvil antes de que sean enviadas, que quemó en muchas cartas; me gustas, por favor, sal conmigo.
Sigue el hilo hacia afuera.
さん
Persigue el hilo con la mirada; continúa del otro lado de la calle y dobla a la derecha en la esquina. Kichiro cruza la calle. En cada exhalación puede vislumbrar su aliento. Se da cuenta que ha salido sin lavarse el rostro y cepillarse los dientes. Se da vuelta, pero sabe que solo tiene cuarenta minutos para investigar el camino del hilo; hoy su aseo personal dará pena. Se percata de algo al mirar atrás. No ha dejado metros de hilo a su paso. El hilo rojo se estira hasta el infinito, pero también se encoje a medida que avanza hacia su destino.
Hay poco movimiento en las calles; los adultos ya han salido hacia sus trabajos y aún es temprano para que los niños vayan al colegio. El cielo está limpio y el aroma de las flores flota en el aire. Es un día apoteósico para enamorarse. Se le ruborizan las mejillas y aprieta el paso. Camina con la cabeza gacha siguiendo el hilo a sus pies y con las manos apretando las correas de la mochila. El hilo se pierde entre unos zapatos de mujer. El corazón se le acelera. La cabeza le pesa como una roca maciza. La encuentra tan rápido que no puede creerlo. Se obliga a levantar la vista. Poco a poco lo consigue. Y la ve.
Profundas arrugas surcan su rostro. Kichiro siente que se le derrumba el estómago. Su otra mitad es una anciana. La mujer, de pelo cenizo, se lo queda mirando y se inclina en un saludo respetuoso. Con pasos temblorosos, y ayudada por un bastón, atraviesa el pequeño jardín de una casa.
Kichiro abre la boca, pero las palabras se desvanecen en el aire. La anciana desaparece dentro. Baja la mirada. Las lágrimas se acumulan en las comisuras de sus ojos. Y vuelve a descubrirlo. El hilo no entra en el jardín. Continúa su zigzagueante camino por la acera. Le vuelve el alma al cuerpo y ríe por su idiotez.
El imprevisto abre su mente a un maremoto de preguntas. ¿Cómo será la mujer al otro lado? ¿y si es un hombre? Lo descarta, siempre le interesaron las mujeres. ¿Qué edad tendrá? Dicen que el amor no tiene edad, pero desearía que ambos fueran al colegio; podrían ir junto a la universidad y compartir los mejores años en la vida de un japonés. ¿Y sus gustos? Se imagina una loli, la remplaza una chica común de instituto, y reza para que no se trate de una hikikomori. Ocupado con su imaginación, deja atrás la zona residencial y se adentra en el centro de la ciudad. Todavía es temprano, pero el movimiento se acrecienta en la zona. Los negocios abren sus puertas. El olor a pescado domina el ambiente. El hilo se desliza entre los pies de varias personas; hombres y mujeres, que en su mayoría llevan mascarilla. Esta vez, se cerciora de que la hebra rojiza termine en otro meñique. Contempla a una mujer adulta ataviada con un kimono repleto de peces koi y carpas de colores. El cabello lacio le llega a la cintura y es poseedora de un fino rostro como el de una geisha. No le molestaría que ella fuera la elegida. Sacude la cabeza y persigue el hilo con la determinación de un perro de presa. Le queda poco tiempo y tiene un presentimiento; se encuentra cerca.
し // よん
Huele a incienso. Una hilera de escalones lleva hasta el templo. En su interior vislumbra la figura de un sacerdote rezando. Lo imita; a cada segundo el deseo de encontrar el amor crece. Mira el móvil; quedan diez minutos. Camina más deprisa.
El hilo pasa junto a una tienda de flores y se adentra en el cementerio. Kichiro se detiene en la entrada. Los árboles de sakura colman de vida el hogar de los espíritus con sus rosados pétalos. Respira profundo y se resigna; más tarde insistirá con la búsqueda. Si atraviesa el cementerio logrará llegar al colegio justo a tiempo.
Transita por un camino de grava. La paz del lugar lo relaja. El cementerio es una ciudad en el centro de su ciudad. Lo envuelve el aroma dulce de las flores y el humo de los inciensos. Un anciano saca agua de un balde con una cuchara de madera y limpia una tumba. El hilo se pierde debajo de un zapato. La dueña es una mujer vestida con un kimono desvaído. Tiene los ojos cerrados y un ojuzu envuelto entre sus manos. No hay nudo rojo. Sin que ella lo observe, se inclina en respeto, y pasa por detrás. Un par de metros más allá, un cuervo lo sorprende. El pájaro se posa en una tumba, picotea el trozo de comida de algún visitante descuidado, y le regala un graznido burlón. Se acerca y lo ahuyenta. Lee el nombre gravado en la piedra; Akane. Enero de 2001-febrero de 2019. Su misma edad, murió hace una semana.
Se le hace un nudo en la garganta y la boca se le reseca. Las piernas no lo sostienen y cae de rodillas. Observa la tumba con los ojos abiertos y vidriosos. El hilo abandona la grava y avanza hacia la tumba. Rodea unas flores de ofrenda, se eleva, y desaparece. Dentro de la tumba.
Siente un vacío. No importa llegar tarde al colegio. Nada importa, la vida acaba de perder el sentido. Algo se rompe en su interior. Echa a llorar. Las lágrimas caen en cascado por sus mejillas y le humedecen el pantalón.
Una mano se apoya en su hombro. A penas la siente. Mueve la cabeza. Es la mujer del kimono desgastado. Ella lo mira, mira la tumba, y vuelve a mirarlo.
—Debes de quererla mucho. —le dice.
El hilo pierde su brillo y se vuelve negro. Kichiro no lo advierte. Está concentrado en la mujer y en sus palabras. No lo piensa. Responde con el corazón, en un susurro entrecortado:
—Es mi alma gemela.
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