El barro salpicó el perfecto carmesí de mis botas. Me gustaría hacer un elegante ademán y sacar un pañuelo para limpiarlas, pero no puedo y además me es posible soportar algunas manchas en el calzado pero no sacrificar el blanco armiño de la seda bordada en finos hilos de oro.
Respiro. La madrugada es fría y húmeda.
Juego. Exhalo humo por la nariz y me convierto en dragón.
Cierro los ojos. Me concentro en los aromas. Son fuertes, intensos, poco sutiles, casi violentos. Leños quemándose al fuego, carne asada, cerveza barata y heces. Tal vez, hasta las mías.
Abro los ojos y por primera vez los veo. Rostros curtidos, cuerpos delgados, hasta los niños tienen en sus caras el peso del tiempo, la pobreza y la desidia.
El pueblo sufría y yo, su rey, no lo sabía.
Me concentro en escuchar. La multitud siempre sonó a mujer, a llanto de madre, a reto de nodriza. Gritos, risas e insultos, el incesante ladrido de un perro y música, mucha música rítmica y simple, timbales y trompetas invitando al baile, a la fiesta.
Los miro por última vez. Debí haber velado por ellos como un padre y estuve tan ausente como el mío.
Estoy cansado. Voy acercándome a mi destino. Hace un momento me vi reflejado en el vidrio algo turbio de un escaparate, caminaba con las manos atadas, arrastrándome a la sentencia que todos deseaban para mí.
Llegué. Tomo el lugar que me fue asignado. Como el bufón que hasta ayer me divertía, observo a mi público. Veo dolor, pero no tristeza, más bien furia, exaltación y vida, más vida que la que alguna vez hubo en esos rostros maquillados y pelucas en la corte del palacio, vida que ya no tendré cuando en un instante la guillotina corte mi cuello salpicando el barro de carmesí.
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