Descendieron hacia el valle,
silenciosos, con el gesto crispado,
por la estrecha senda,
sombría la faz, angustioso el rictus,
fija en el suelo la mirada.
En la llanura,
yacían multitudes
exhaustas y exánimes,
postradas sobre la tierra ennegrecida,
y la roca vítrea,
iluminados sus despojos
por la corrompida luz del amanecer.
Eran cientos,
eran miles,
eran cientos de miles los gentiles;
sombras espectrales,
alargadas hacia el horizonte,
bajo el rojo sol de Satán.
Desnudos, semidesnudos
mostrando las llagas
y el descarnado sexo,
esperando la muerte segura
y nadie levantó la voz.
Aceptaron su destino,
de criaturas indómitas,
sin remedio, sin esperanza,
sin pedir perdón.
Voló el Ángel y arrojó el fuego,
las fuentes se secaron
el mar hirvió,
se abrieron las puertas del Averno,
liberando a los demonios
que atormentan las almas
y a las fieras necrófagas
que los acompañan.
Subió a Dios el humo de la pira
con el último hálito
henchido de blasfemias,
ira, soberbia y furor.
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