El calor del sol lagunero pegaba sobre todo lo que estuviera expuesto.
Era una sensación de ardor y sofocación que aumentaba a cada paso que la cuerda de campesinos daba.
Los federales habían llegado, sin avisar, por la mañana. Entraron a las casas buscando a los hombres que estuvieran en condiciones de portar un máuser.
No les importaron los gritos de las mujeres, de las madres, de las hijas... Ellos iban a sacar a cuantos hombres hubiera para poder completar el regimiento y hacer el viaje hasta Torreón.
Lograron encontrar a 40 varones, cuyas edades variaban entre los 14 y los 45 años. Los viejos fueron rechazados, no sin antes ser golpeados. También se llevaron el maíz, la manteca y los animales que pudieron cargar.
Entre Mieleras y el cuartel, una distancia de 50 kilómetros. Cada uno más pesado de caminar que el anterior.
Los oficiales iban montando caballos de gran alzada. El resto de la tropa iba a pie, pero ellos podían desquitar su malestar golpeando a los campesinos con la culata de los rifles si es que se retrasaban.
No había charla. El calor no respeta grados militares. De poco sirven los galones cuando el cuerpo está empapado en sudor y la boca está reseca.
El camino bordeaba los canales de riego, los cuales tenían en las orillas frondosos sabinos. Sin embargo, de las ramas nudosas, colgaban aquellos que se habían resistido a integrarse al ejército. Ninguno de los campesinos que iban presos levantó la vista. Algunos lloraban en silencio.
La revolución entregaba sus primeros frutos.
No serían los últimos.
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