La noche ya había caído y el pueblo Sauce ya empezaba a vaciarse de gente. Las calles eran empedradas y las casas de madera tenían revestimientos rocosos. Todos y cada uno de los edificios eran muy rústicos, dando a notar que habían sido los propios habitantes los que los habían construido hacía ya muchos años.
En la zona más céntrica del pueblo, había una pequeña plaza circular con una fuente modesta en medio. Los alrededores de la plaza estaban ocupados por negocios de venta de productos. Pero lo que más llamaba la atención era la taberna, que era sin duda el edificio más grande del lugar.
En su interior, un posadero calvo, bigotudo y fornido limpiaba unas jarras, rodeado de un silencio casi sepulcral, pues las pocas personas que quedaban en el interior del bar hablaban muy flojo o ya se preparaban para marcharse.
Sin embargo, había una persona que no tenía intención de irse. Estaba sentado él solo en una mesa alejada del resto. Trasteaba entre sus manos enguantadas con una moneda de plata que tenía un agujero en medio. La hacía pasar entre sus dedos, la hacía saltar, dar vueltas en la mesa...
Cubría su rostro con una capucha, vestía una armadura de cuero y una capa negra caía desde sus hombros hasta las rodillas.
Para cuando el último cliente hubo abandonado el local, el posadero miró al individuo, que seguía sentado.
—¿Una noche más?
El hombre de la mesa cesó su jugueteo con la moneda de plata y miró al posadero.
—Si no te importa... —Le dedicó una sonrisa al posadero, que asintió con la cabeza.
—Un día te quedarás sin dinero, Dálibor. Y cuando eso ocurra, dará igual lo bien que me caigas, no podré darte más hospedaje.
—Tengo dinero, Rodrick. –Se levantó de su silla y empezó a moverse hacia la barra— Y no tiene pinta de que vaya a terminárseme pronto, ya sabes que mi trabajo está bien remunerado.
—Lo sé. No me malinterpretes, respeto lo que haces, pero con suerte, un día no habrán más problemas que requieran de tus servicios especiales.
—¿Cuántas veces te has dicho eso? —apoyó sus manos enguantadas sobre la mesa y sonrió al posadero.
—Ya, también tienes razón. —Dejó la jarra ya limpia en una balda— Pues ya sabes cuál es tu habitación.
—Nos vemos mañana, Rodrick. Si necesitas cualquier cosa, tú también sabes a que puerta picar.
El posadero no respondió, solo negó con la cabeza mientras sonreía de forma disimulada.
Dálibor subió las escaleras hacia el segundo piso del local. En cuanto llegó, se vio frente a un pasillo ancho con varias puertas a los laterales. Caminó con tranquilidad hacia la última habitación, abrió la puerta de madera, que crujió al moverse y después la cerró tras de sí con cuidado de no hacer demasiado ruido.
Una vez estuvo solo, empezó a quitarse su armadura de cuero, se descolgó su espada enfundada del cinturón, dejándola junto a la cama.
Según se ponía cómodo, se quitó la capucha y al hacerlo, se miró en un pequeño espejo que había al lado de la cama.
Se sintió demasiado mayor pese a su edad. Tenía veinticinco años, pero su aspecto le hacía parecer que tenía el doble. Su pelo corto estaba descuidado y alocado, su barba, pese a que no era muy larga, se veía desigual y desordenada. Sus ojos marrones parecían estar carentes del brillo que solían tener las personas jóvenes en su mirada, y su rostro en general ya tenía varias cicatrices. Una le cruzaba la nariz de forma horizontal, mientras que otra le cruzaba verticalmente por su ojo derecho.
Resopló y se tumbó en la cama. Sin embargo, a los pocos segundos se dio cuenta de que no se había quitado los guantes. Se sentó en el colchón y se los empezó a quitar, primero el izquierdo y después el derecho.
Al quitarse el último, se vio la palma de la mano, que tenía una cicatriz horrorosa. Aun recordaba el dolor que sintió cuando se la atravesaron de lado a lado.
Cerró el puño varias veces y notó en sus dedos lo rasposa que era. Sin pensárselo mucho, volvió a ponerse el guante y se tumbó una vez más, cerrando los ojos, dispuesto a dormir. No tardó demasiado en cumplir su objetivo.
En mitad de la noche, un ruido continuo lo despertó de forma súbita, como si se hubiese colado en sus sueños y le hubiese hecho volver al mundo real. La oscuridad de la habitación era casi total, la única luz que había era la que entraba por la ventana. De forma instintiva, sus ojos se dirigieron a la ventana y entonces vio la causa del ruido. Una piedrecita impactó contra el cristal y a los pocos segundos, otra más.
El hombre se tensó, tomó su espada y se levantó con rapidez. Se asomó para ver al responsable y sus ojos dieron con él. O más bien, ella.
Se trataba de una niña del pueblo, la había visto otras veces al salir a comprar o a pasear. Pero, a diferencia de aquellas otras veces, ahora parecía asustada. Se aseguró de que ella le viese despierto y así, le hizo unas señas, dándole a entender que ahora salía.
Se puso el cinturón para poder colgar su arma de él, se calzó sus botas y se colgó la capa a los hombros, esta vez sin ponerse la capucha. Con la máxima cautela, abrió la puerta de su habitación y la cerró tras de sí sin hacer ruido. Se movió hacia las escaleras medio a tientas y empezó a bajarlas lentamente. Cruzó el espacio de ocio y llegó hasta la puerta principal. Cogió la llave que estaba colgada justo al lado de la entrada y abrió las cerraduras. Empujó la puerta y al hacerlo, la luz lunar lo iluminó todo un poco. Frente a él se erguía la niña, que temblaba como un pájaro nervioso.
—¿Estás bien? —Hincó una rodilla para quedar a su altura— ¿Por qué estás en la calle tan entrada la noche?
La niña bajó la cabeza y empezó a llorar en silencio. Ante tal situación, colocó sus manos sobre los hombros de la pequeña, intentando reconfortarla.
—¿Por qué has venido a buscarme a mí? —Con un dedo le levantó la cabeza, obligándola a mirarle a los ojos.
—E-es mi madre... —Confesó— N-no está bien.
—¿Tu madre? ¿Qué le pasa?
—N-no lo sé... está...
—Llévame hasta ella, pequeña, veré si puedo hacer algo
La niña asintió y empezó a moverse, con paso acelerado. Dálibor la siguió con paso decidido y con el ceño fruncido a causa de la preocupación.
No tardaron demasiado en llegar a una casa común. Nada la hacía destacar sobre el resto, era un edificio humilde y sencillo. La niña se paró frente a la puerta cerrada y se giró para mirarle
—A-aquí es —La niña seguía llorando, pero mantenía la compostura.
—Bien —Se acercó a la puerta y picó repetidas veces— ¿Cómo se llama tu madre?
—Madeleine.
Insistió en la puerta, llamando a la mujer. Al ver que no había respuesta de ningún tipo, tomó el mango, lo retorció y comprobó que estaba abierta.
—Quédate aquí fuera ¿vale? —Empezó a adentrarse.
Sus lentos pasos hacían crujir las maderas del suelo. Volvió a insistir en el nombre de la mujer. No hubo respuesta. Caminó por la estancia oscurecida hasta que llegó frente dos puertas que intuyó, serían habitaciones. Tomó el mango y abrió una de ellas. La estancia que se mostraba ante él tenía una cama pequeña y varios juguetes esparcidos.
Cerró la puerta y se dirigió a la otra. Volvió a llamar a la mujer y puso la oreja sobre la madera. Pudo escuchar una especie de ronquido. Pensó que quizás, si se encontraba mal, habría decidido irse a dormir, pero, sin embargo, abrió la puerta poco a poco y en cuanto tuvo visión del interior, comprendió con horror lo que había ocurrido.
Madeleine estaba agazapada en el centro de la habitación, de espaldas a la puerta. Estaba desnuda y su piel estaba terriblemente pálida. Su cuerpo era escuálido y los ronquidos los emitía ella, solo que ahora, viendo la imagen completa, aquello ya no eran simples ronquidos, si no gruñidos.
La mujer giró la cabeza poco a poco al notar que el cuarto se iluminaba. Sus ojos grises se posaron sobre el hombre y este vio como de su boca caía un reguero de sangre, como si la hubiese vomitado.
Poco a poco, la madre se puso de pie y se le encaró mientras entraba en la habitación y cerraba la puerta tras de sí. Desenvainó, y, a los pocos segundos, Madeleine se lanzó contra él como si se tratase de un animal salvaje. El hombre recibió el placaje y entonces, usando su mano, apartó sus fauces, que intentaban morderle con ansias. Mientras ambos forcejeaban, Dálibor, que aun sujetaba su espada, la tomó a modo de puñal y se la clavó en el lateral del cuello, atravesándolo por completo. Poco a poco, ella dejó de forcejear, seguía gruñendo e intentando morder, pero al final perdió el sentido y cayó al suelo, manchándolo de sangre.
El hombre tiró del arma y la desclavó de su cuello, la sacudió y así quitó gran parte de la sangre del filo. Respiró hondo y volvió a abrir la puerta de la habitación, que no tardó en cerrar con presteza. Según se dirigía a la entrada de la casa, enfundó su arma y la dejó sobre una mesa. En cuanto estuvo fuera, se cruzó con la niña, que se había sentado en el suelo
—¿Cómo está mi madre?
Se la quedó mirando, respiró hondo e hincó una rodilla para quedar a su altura. Pese a que aún no había dicho nada, la niña, al ver su expresión, empezó a llorar desconsolada, él la abrazó y ella enterró su cabeza en su pecho, sollozando.
Las puertas de las viviendas cercanas empezaron a abrirse y la gente se acercó a ambos, preguntando qué había ocurrido.
Miró a la multitud que empezaba a congregarse y cerró los ojos. La noche no había hecho más que empezar.
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