vladstrange01 Vlad Strange

Regresar al origen siempre resulta un excelente método para avanzar. Después de una temporada de sequía y tristeza, un viaje a Guanajuato podría tener el poder de revivir al zombie en que me convertí.


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El melancólico y solitario viaje al origen del linaje



La primera vez que vine, había vivido un par de años en México ya, pero nunca tuve la oportunidad de conocer la ciudad que vio nacer a mi madre. Desde que llegué al país con la intención de estudiar lo que restaba de la universidad viviendo en casa de mi abuela materna, únicamente había escuchado historias sobre el origen de la familia y sus múltiples participaciones en la Revolución Mexicana.

Nada serio.

Mis antepasados eran gente de Guanajuato, personas simples que ante la guerra se convirtieron en soldados eficientes. De esos que se ponen las balas en el pecho y caminan por las calles con el ceño fruncido, el bigote bien peinado, el sombrero en la cabeza, las botas en los pies y la escopeta en las manos.

De hecho, mientras veía las fotografías que mi bisabuela logró salvar de su padre y sus abuelos, casi me tiro a reír por lo Speedy Gonzales que se veían todos. Era una representación gráfica del estereotipo mexicano.

Entonces pasaron dos años de mi estadía en México y no fue hasta que llegué a un pozo profundo en mi vida que decidí que era el momento de ir. Pero voy a ser honesta: no fui a esa ciudad pensando en mis ancestros, sino en las opiniones que había oído de mis compañeros de clase.

«No, Vics, no te quedes en San Miguel de Allende. Es muy caro y lo más seguro es que en estas fechas no encuentres lugar.»

¿Ves? La idea no era Guanajuato, sino San Miguel, el pueblo in por excelencia.

En esas fechas, yo acababa de terminar con el flor de pajero mayor, un sujeto que preferiría borrar de mi colección de experiencias porque, yo que sepa, no me dejó más que vergüenzas. Creo que, de todas las personas con las que he andado, este hombre era el menos bueno de todos. Me refiero a que no era un buen tipo. O sea, no era ladrón o asesino, pero la misantropía era demasiada en él.

No me sentía exactamente bien. Aparte, la graduación estaba a unas semanas de distancia, había perdido todo mi avance con el servicio social por una equivocación, no encontraba trabajo, comenzaba a dudar de mis propias habilidades y de mi misma… Era un bajón increíble.

Lo único que me quedaba era huir por un fin de semana a algún lugar tranquilo donde pudiera escribir frente a una agradable vista, salir a tomar café o a probar la comida local de algún pueblecillo y recargar energía para los últimos días de universidad.

Tal como dijeron mis compañeros, en San Miguel de Allende no encontré ni para quedarme en la recepción. Lo que quedó fue Guanajuato, donde renté un departamento en Airbnd que quedaba cerca de las minas, casi a las afueras de la ciudad. En las fotos se veía coqueto y el precio me pareció aún más barato que en los hoteles antiguos y tenebrosos del centro.

Salí de la casa de mis abuelos un jueves después del desayuno, casi a medio día, pensé que si le pisaba un poco más al acelerador podría pasar a San Miguel a comer y dar una vuelta por el centro antes de emprender de nuevo el camino hacia la ciudad, que estaba a una hora de ahí según Wase.

Supongo que es la carretera lo que relaja la mente de los Quintana Strange, pues cuando llegué al pueblo, todos mis problemas casi habían desaparecido de mi mente. Lo único en lo que me concentré fue en ver las casas de colores rojos, amarillos y anaranjados empotradas en calles delgadas y empedradas, predispuestas como una montaña rusa.

El ruido, comparado con la Ciudad de México, era nulo. Y también, la gente caminaba tranquila, enfundada en ropa orgánica, o iba en sus bicicletas con su mandado en la canastilla, el sombrero de paja bien puesto y unos lentes que ocultaban sus ojos claros.

Si algo noté de San Miguel de Allende es que es como una eterna convención de europeos pensionados y jubilados. Uno va a ese pueblo a morir bien.

Pero bueno, como solo planeaba una visita rápida, después de comer un sándwich vegetariano y una jarra de agua de horchata con mucho hielo, y de darme una vuelta por las calles en dirección a la catedral, regresé al auto para terminar la última parte de la carretera.

Iba sola, por supuesto, pero lo más interesante era que no necesitaba compañía, no tenía que esperar a nadie ni escuchar charlas sinsentido cuando lo que se tiene alrededor es más interesante que los problemas de la vida diaria de alguien más.

Y no lo digo por mala leche, sino que mi naturaleza callada y tranquila da paso a que la gente platicadora e hiperactiva se me junte, soy como un pastel y ellos las moscas. Creen que los estoy escuchando porque asiento y piensan que quiero escucharlos porque no estoy hablando.

Entonces, el último tramo de la carretera se esfumó como rayo. Pronto ya estaba estacionando el auto en el cajón asignado a mi departamento e iniciando una incómoda charla con el señor Maciel, el encargado del conjunto de casitas que conformaba el «hotel».

—¿Solo viene usted? —me preguntó cuando vio que mi equipaje solo consistía en mi mochila de la computadora, una bolsa con un par de libros y mi mochila con la ropa justa para tres días.

—Si…

Pensé que me preguntaría el por qué o se le ocurriría darme un sermón sobre el asunto, pero, increíblemente, solo dijo: «Un viaje de descanso, entonces… Muy bien, niña, muy bien». Luego tomó mi mochila, cerró la cajuela y se sacó las llaves de la reja negra que estaba a la izquierda; al abrirla, bajamos por unas escaleras entre un jardín con enormes árboles de duraznos y granadas hacia una terraza que servía como mirador.

Al momento en que puse el pie en aquel lugar y me acerqué al barandal, quedé extasiada con la belleza de lo que tenía al frente.

Guanajuato está escondido entre una serie de cerros que la rodean por todos lados, estando justo al centro, como una conglomeración de cubos de colores organizados en varios niveles. A esa hora, todo estaba iluminado y por el horizonte se ponía el sol, manchando el cielo de rojo y tonalidades que iban desde el azul hasta el morado.

La suave brisa fresca me dio en el rostro y cerré los ojos para disfrutarla.

Mientras, el señor Maciel abrió el departamento y dejó mi maleta sobre la cama; lo hizo en silencio, tanto que no me di cuenta de cuando ya estaba a mi lado para entregarme las llaves y una tarjeta para la clave del wifi.

Pronto fui presa del frío y, con más hambre que nada, entré al piso a hacerme un café, si es que había algo con qué hacerlo. Entonces me quedé sorprendida con la belleza de la decoración; cada detalle, cada esquina, cada pieza era artesanal, no precisamente de la zona, pero sí de México. La cocina estaba equipada con platos de talavera y delicadezas muy curiosas, y tenía un gran mural que decía «I love tacos» sobre un estante de madera rústica.

Tras prepararme el café y ponerme el pijama, recibí un mensaje de un compañero escritor que conocí por medio de un grupo de Facebook. Llevaba hablando con él unas cuantas semanas desde que él leyó el principio de una novela que comenzaba a escribir y me invitó a un proyecto que llevaba con otros escritores de plataformas literarias.

Para variar, era para presionarme a enviar mi parte.

Sin embargo, cuando le dije que la enviaría al día siguiente, quizá en la noche, desistió en la presión y… una pregunta llevó a otra y a otra hasta que, por casualidad, nos encontramos descubriendo que estábamos en la misma ciudad al mismo tiempo.

Naturalmente, nos quedamos de ver a la mañana siguiente en la Iglesia de Nuestra Señora que estaba en el centro. La idea era buscar una cafetería o un pequeño restaurante para desayunar.

Y así fue, quince minutos antes de la cita yo ya estaba buscando estacionamiento en las calles de Guanajuato después de haber dado unas cuantas vueltas por los túneles subterráneos, maravillándome con la arquitectura que escondía la ciudad. Lo que más me parecía curioso era la forma en que construían casa sobre casa, bloque sobre bloque, algunas de ellas se excedían del área y eran sostenidas con trucos arquitectónicos que solo los mexicanos se atreverían a usar.

Estacioné frente a un pequeño teatro con fachada de mármol que estaba en la misma calle que la casa de Diego Rivera y caminé unas cuantas cuadras hacia la iglesia. En la entrada, un hombre de barba y lentes esperaba en las escalinatas, vestía un pantalón de mezclilla ligeramente grande para él, una playera de StarWars y una chaqueta negra. Lo reconocí al instante gracias a su foto de perfil.

—¿Joel? —pregunté, con ligera duda, cuando estaba a su lado.

Él alzó la vista y sonrió.

—¡Vlad! —exclamó con alegría.

Y, sorpresivamente, se levantó de una sola y me abrazó fuertemente.

Un buen inicio, creo yo.

Para ese momento, él ya había rastreado los restaurantes de la zona y había escogido uno que se encontraba a espaldas de la iglesia. Era pequeño, de paredes blancas con toques de turquesa, repleto de muñecas disfrazadas de catrinas, juguetes y demás. Algo muy autóctono y colorido.

Lo interesante fue encontrar algo en el menú que no picaba. Sin embargo, el café de olla era esquicito. Y esto es un secreto, pero si me dieran a elegir entre todos los cafés de mundo mi favorito, diría que es el de olla; no exactamente el de ese establecimiento, sino el de México entero.

Era lindo platicar con él. Hablaba hasta por los codos, pero de repente se daba cuenta de que yo no había hecho nada más que sonreír asintiendo y se detenía, me preguntaba algo, mi opinión, experiencia o mi sentir, lo comentaba y dejaba que añadiera lo que me placiera. Ya después seguía con su verborrea.

Y luego, cuando terminamos de desayunar esos hot cakes con tocino —siendo lo único que no tenía chile—, me convenció de ir al Callejón del Beso.

—Está a solo unos minutos de aquí y podemos llegar caminando —me dijo, como quien no sabe la leyenda y no tiene intenciones oscuras.

La caminata fue igual de placentera, no íbamos apresurados, pero tampoco tan lento… y de repente nuestros hombros chocaban el uno con el otro con demasiada naturalidad.

—Mi familia es de aquí. —Le conté de la nada, y es que él tenía un no sé qué que me hacía sentir muy cómoda y en confianza—. Por lo que sé, ya no queda nada de ellos por aquí. Después de que mi bisabuelo se llevó a mi bisabuela a la Ciudad de México, los que restaban fueron emigrando hasta que solo quedó el recuerdo de su origen.

—¿Y viniste a buscar rastros de ello?

—En realidad no, yo tenía planeado ir a San Miguel de Allende a un hotel spa o algo así, pero el destino me trajo a Guanajuato. Supongo que, de alguna forma, debo volver a lo más básico para volver a comenzar.

Él no dijo nada, solo asintió.

Estábamos llegando a la callecita, repleta de tiendas de guirnaldas y recuerditos del lugar. Y el callejón se distinguía por la fila de turistas que esperaban su turno para subir a los balcones desde donde se dice que los amantes de hace años se besaban a escondidas del padre de la joven.

—Okey, acabo de leer esta leyenda en Google —me dijo Joel, preparándose para darme una cátedra instantánea—. Se supone que un minero y una niña de clase alta vivían ahí. —Señaló hacia arriba—. Se enamoraron, fue un romance pasional y verdadero. Pero… un día el padre de la chavala se da cuenta de que su hija está viendo a un pobre diablo trabajador de las minas y se pone furioso. Entonces le da un susto al hombre que los separa por un rato. Luego comenzaron a enviarse cartas, pero algo sucede y ella recibe una nota en dónde él le dice que ya, hasta ahí, san se acabó. La chavala desesperada se quiere suicidar, creo que… Ah, no. Espera. El minero va a verla y sale el padre de la niña y le mete un balazo, pero ella se interpone, así que la que se muere es ella. Para hacerlo más emocionante, ella muere en los brazos de su amado. Ya luego se suicida él en no sé qué puente de por aquí.

Observé de nuevo el lugar y me dio más mala vibra de lo normal.

Nunca he sido muy fan de las tragedias como Romeo y Julieta.

—Pues mi primo vino hace unos meses con su novia, se tomaron fotos ahí arriba, con el beso y todo… —Me subí el tirante de la bolsa porque empezaba a resbalar—. Terminaron a la siguiente semana.

Joel soltó una carcajada en plena fotografía, que los que estaban por besarse, casi se caen.

—Bueno, será mejor no besarnos —dijo después—. Vamos a otro lado menos fúnebre.

La tarde llegó muy rápido, fuimos a una librería, visitamos el museo de las momias y después… comenzó la verdadera aventura.

Cuando regresé a mi auto, acompañada por Joel, ya que le iba a dar un aventón a su hotel, me doy cuenta de cierto papel sobre el parabrisas.

Una multa.

—¡¿Qué?! —exclamé. No entendía por qué me infraccionaban si estaba estacionada en…

Ahí me di cuenta.

Era un lugar de discapacitados y el límite de tiempo son dos horas. Eso fue lo que me dijo el policía que estaba cerca de ahí, haciéndose el que no veía mi sufrimiento.

Y lo peor de todo era que solo disponía de media hora para pagar, ya que ese fin de semana no abrirían las oficinas y no podía regresar a la Ciudad de México con una multa en Guanajuato.

—Según Google Maps estamos a quince minutos de ahí —Joel dijo—. Vamos, no perdamos tiempo; debemos ir hacia el Mirador del Pípila.

Fueron los veinte minutos más estresantes de mi vida, por un momento creí que no lo lograría. Ya cuando llegamos, prácticamente dejé a Joel estacionando el auto y corrí hacia las cajas.

Salvada.

Con el corazón aún alborotado, decidimos irnos a la segura y comprar algo de comida en el supermercado para cocinar en mi piso.

Era extraña la forma en que podía actuar cuando estaba con Joel, como si nos conociéramos de años y no necesitáramos fingir para ser aceptados por el otro. Hablábamos de cualquier tontería, o no decíamos nada de nada.

Era una sensación de calma y casi… hogar.

Esa misma noche me invitó a una Callejonada. Al parecer había conseguido los boletos mientras no prestaba atención, creyó que sería una linda experiencia, pues Guanajuato es el único lugar en el mundo en dónde se siguen haciendo este tipo de espectáculos.

Nos encontramos con el grupo en la plaza que estaba detrás de la Iglesia de Nuestra Señora. Los jóvenes de la estudiantina ya nos esperaban con sus guitarras e instrumentos. Cuando llegaron todos, comenzó el show: los jóvenes cantaban canciones de amor mientras caminábamos por las románticas calles nocturnas del centro de Guanajuato, nos contaban historias, tanto de romance como de terror, y seguían cantando.

La atmósfera era increíble, como en aquellas historias de amor que me gusta leer cuando ya no hay nada más interesante que hacer. La suave brisa ligeramente fría, la musiquita de fondo, el carisma de los jóvenes, los faros encendidos, las calles empedradas y las casitas coloridas.

También, las parejas aprovechaban para dedicarse canciones, se demostraban su afecto en el momento que ellos consideraban propicio y nada parecía fuera de lugar.

Con Joel a mi lado, por un instante… por solo un instante… creí que estaba lista para volver a empezar.

¿Qué importaba si tenía que reiniciar todo el Servicio Social? ¿Qué si no encontraba trabajo? De todos modos, no me veía trabajando en una oficina, llevando horarios matados con bajísimo sueldo. Mis padres estaban en España, bien podría regresar a casa después de arreglar lo del servicio y buscarme la vida en algún otro lugar.

Definitivamente, nada de lo que me aquejaba era como para morirse.

—Oye, Vlad, espera un momento. —Joel me detuvo.

—¿Qué pasa? —pregunté nerviosa, no quería retrasarme y perder al grupo.

—¿Te acuerdas de lo que te he dicho… sobre tú y yo? —me dijo, también un poco ansioso.

Él tendía a intentar ligar conmigo en las conversaciones pasadas y yo también tonteaba, pero siempre con la idea en la mente de que una relación de esas no era buena idea.

—Todo lo que te dije es verdad —musitó—. Me gustas y creo que podríamos iniciar algo si tú quieres.

Prácticamente lo había conocido ese mismo día, aunque ya llevábamos semanas platicando, por eso es que le dije que «en el futuro me lo volviese a preguntar».

Aun así, ese fue el último chispazo que marcó ese maravilloso viaje a Guanajuato.




****


Bueno, es hora de volver a la realidad y explicar lo que sucedió en la vida real.

Fui a Guanajuato sola, conocí todos sus lugares sola… pagué mi multa sola y caminé con los chicos de la Rondalla sola.

Sin embargo, la noche en que llegué, recibí uno de los primeros mensajes reales y certeros que iniciarían una nueva etapa de mi vida, una llena de sufrimiento, pero también innumerables alegrías.

Y durante ese viaje, a cada paso que daba, la voz de Joel acompañaba mi soledad, y yo le narraba lo que veía, lo que sentía y de vez en cuando dejaba ver cuánto me gustaría que hubiese estado ahí.

Al subir de nuevo a mi auto, ahora con dirección a la Ciudad de México, sabía perfectamente que la próxima vez que pisara la tierra de mis ancestros, llevaría a Joel como ofrenda para los dioses de los Strange… Entonces podría volver a recorrer todos esos lugares hermosos junto a él, no solo hablándole de todo por una llamada telefónica y fotografías, sino a su lado, de su mano.

Aunque sí, cuando regresé todo fue mejor. Supongo que eso de regresar a los orígenes, a pesar de que poco quede de ello por ahí, me ayudó a desbloquearme después de dar tantas vueltas alrededor de mi propio sentimiento de miseria.


Si, lo de la infracción por estacionarme en un lugar para discapacitados es cien por ciento real.

25 Mai 2019 21:36 1 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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La fin

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ana hoy ana hoy
Muy buen final! Felicitaciones por la historia.
August 22, 2019, 14:57
~