Por el claro del bosque agonizaba un solitario lobo plateado. Caminaba y jadeaba sediento, pues del día ya estaba cansado. Se detuvo en un gran estanque repleto de nenúfares, y dio gracias por ello al destino y sus azares. Bebió agua cuanto pudo, la noche se hacía más densa, después de unos minutos se dio con una sorpresa inmensa. Una bella figura ornamentada por titilantes estrellas cautivó al noble lobo haciéndole olvidar por un momento sus tormentosas querellas.
La poesía no es propia de humanos, también está en la naturaleza, ya tienen ahí al grillo y su dulce «cri cri» oculto en la maleza, o al mismo viento que engalana al fino lago de hojarascas, porque hasta su ira es un poema escondido entre borrascas.
Y de esta manera, las noches no se salvan de aquel poeta, lobo plateado, quien dejaba el alma en cada aullido, pues de la bella luna, él se había enamorado.
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