—Min Yoon Gi.
La mujer de las gafas cerró la carpeta de cartón de golpe y la dejó caer sobre la mesa atestada de papeles. No pude evitar estremecerme al escuchar mi nombre; el pijama verde que me habían dado era demasiado fino para el frío que hacia en aquel despacho.
—¿Sabes dónde estás? — Me miró fijamente, apoyando los codos en la mesa y miré a mi alrededor, en busca de alguna pista que me orientara.
Repasé las estanterías llenas de gasas, pastilleros vacíos, cajas de los medicamentos, y un sin fin de dossieres con números grabados en tinta negra en las portadas. Detrás de mi reconocí una camilla con sábanas blancas y verdes en la que descansaba un aparato para tomar la tensión, al lado de una báscula de esas que medían la altura. A pesar de mi estado de confusión y mi enlentecimiento generalizado, que casi no me permitía ni hablar, la ubicación era bastante obvia.
—En un hospital— murmuré.
—Ajá— asintió, y, se apresuró a teclear en el ordenador a toda velocidad. —¿En qué parte?
—Psiquiatría— adiviné; supuse que debía ser eso ya que las paredes estaban repletas de pósteres de cerebros y de escaleras ilustrativas motivacionales para la depresión y la ansiedad.
—¿Sabes quién soy yo? — Se bajó la punta de las gafas a la nariz para clavarme una mirada demasiado fría para tratarse de un médico que se suponía ayudaba a los demás a superar problemas.
—¿Un...?— Titubeé; la inyección que me habían puesto me había provocado la sensación de la boca pastosa al hablar y era muy molesto. —¿... Psiquiatra?
—Soy la enfermera Min—. Me mostró su tarjeta identificativa, que llevaba enganchada en la solapa, y me avergoncé de no haberme dado cuenta de que vestía un mono blanco de trabajo sanitario; aún me costaba centrarme. —Te estoy preparando los papeles para que mañana los doctores inicien la evaluación que ha pedido el forense.
¿El forense? ¿De qué hablaba?
— ¿Sabes por qué has ingresado?
Ni siquiera tenía el recuerdo de haberlo hecho; mi mente era una completa tabla blanca. Solo sabía que estaba jugando a Final Fantasy en mi casa y de repente todo me dio vueltas y me vi esposado dentro de un coche policial. Me retorcí las muñecas, nervioso; me habían cambiado las esposas de acero por gruesas correas de piel que me sujetaban las manos y también los pies. Me parecía que temían que me escapara, lo cual era ridículo teniendo en cuanta que en la puerta me esperaban tres oficiales.
—Repito, ¿sabes por que has ingresado?
Me apresuré a negar con la cabeza.
—¿Por qué estabas en casa de la pareja de tu madre ayer?— La enfermera me remarcó, despacio, cada palabra.
¿Yo en casa de ese tipo? Tenía que ser una broma; jamás ponía un pie allí. Le odiaba.
—No he ido nunca allí—. Negué, confuso. —Me ha invitado muchas veces pero no he ido. Se lo puede preguntar a él si gusta.
—Créeme que nada me gustaría más que preguntárselo a él—. Chasqueó la lengua, y añadió. —Pero eso ya no será posible.
¿Cómo? Se me secó la garganta y una intensa ansiedad me invadió. ¿Qué demonios estaba pasando? La cabeza se me empezaba a clarear por momentos y, con ello, la certeza de que algo muy grave tenía que haber pasado para que me hubieran atado de esa manera. ¿Por qué? Diablos, ¿por qué estaba yo allí?
—Estás ingresado por orden judicial para realizarte una pruebas— me informó. —De momento es lo que único que debes saber.
Yo... ¿Orden judicial? ¿Cómo? ¿Pruebas?
—¿Para qué?— Conseguí preguntar.
—Para descartar que tengas alguna enfermedad mental.
Imposible. No.
—Yo no estoy loco—. Me incorporé de un salto pero las correas que me ataban los tobillos hicieron bien su trabajo y perdí el equilibrio, obligándome a volver a sentarme.
—Si no estás loco entonces eres un asesino—. Me clavó una gélida mirada. —¿Cuál de las dos opciones prefieres?
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