Es el octavo día de ascensión entre las níveas montañas. La cima observa a los dos hombres convencida que no van a coronarla.
Las extremidades no las sienten suyas, y con dolorosos pasos avanzan.
Uno de ellos resbala y queda suspendido sobre una grieta sin fondo; el otro corta la cuerda que los une, embriagado por el instinto de supervivencia.
«Debí ser yo», recapacita.
La muerte del compañero fue rápida, en cambio a él se le congelarán, sin prisa, todos los órganos; y morirá ahogado por su propia sangre.
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