Nadie se podía mover. Todos estaban petrificados de miedo. De los treinta marineros que había, ninguno pestañeaba, ni movía un centímetro la pupila del ojo. No podían despegar la mirada de la gigantesca y horrible personificación del miedo que se asomaba por sobre la cubierta, mirándolos de vuelta con sus ojos de veinte metros que reflejaban una noche oscura y tenebrosa. Nada vacilaba y nada resonaba durante el lapso que parecía eterno.
Nadie sabía qué hacer, nadie pensaba en defenderse o tratar de combatir a la bestia, la desolación y la completa incertidumbre dominaban por sobre los simples marineros.
Su destino estaba sellado, lo sabían, sabían que no había nada que pudieran hacer para evitar su terrible y horroroso final. Y ni siquiera su más profundo e intimo instinto animal pudo prevalecer y hacerlos correr o reaccionar de algún modo, el miedo era incesante, constante, y penetrante en el alma de los mortales. Personificado en la imagen de la bestia, el horror generaba una continua corriente de escalofrío que se esparcía por todas partes. Estaban marcados desde el momento que sintieron la horripilante sensación, a eternamente experimentarla. Y así los hombres quedaron ahí en la cubierta, parados e inmóviles, como si se hubiera detenido el tiempo.
- “Me lo llevo” Dijo una voz etérea e omnipresente.
Y los hombres se mantuvieron justo donde estaban, paralizados, para nunca dejar de contemplar, con inconmensurable pavor, a la bestia que se abalanzaba.
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