De pequeño ayudaba a mi padre en la cocina de su picada chilena.
Me encantaba untar las dedos en la masa de las sopaipillas, sobre todo sentir cómo aplastaba con las manos el tibio zapallo mientras lo revolvía con la suave harina.
Mi padre, el chef, era el que amasaba la mezcla. Prefería hacerlo él para así poder dejarme más fácil la tarea de hacer las pequeñas bolitas de masa que él les daría forma con su viejo uslero después. Cuando quedaban perfectamente aplastadas, circulares y moldeadas, mi padre me decía, pasándome un cuchillo sin filo alguno, que con la punta les hiciera caritas felices.
—Para que ese pan frito tenga alguna gracia, dibújale una sonrisa—solía decirme.
Aún no entendía por qué caritas felices, pero las hacía de todos modos.
Pero llegó el día en que ya era un muchacho, por lo que podía aventurarme a freír las sopaipillas sin mayores riesgos.
Entonces fue cuando comprendí el gusto de hacerles caritas felices. No me pregunten por qué, pero disfrutaba ver a esos rostros quemarse en el aceite hirviendo, aceptándolo con una sonrisa cada vez más deforme.
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