- ¿Ya me diste tu mejor beso?
Pregunto él. Mientras se abrochaba el botón de la chaquetilla, y acomodaba su dedo pulgar de la mano izquierda, en el bolsillo diminuto, a la altura de su ombligo.
Ella. Por otra parte. Blanquecina. Cansada de la escena, que dibujaba la cortina iluminada por la luz de afuera. Del otro lado, contestó.
- ¿De qué hablas? ¿Por qué preguntas eso?
Él. Que era una persona muy insistente, repitió. Alzando la voz.
- Necesito saber. Si ya me diste tu mejor beso. Lo necesito saber.
Ella. En la premura de su marchita inocencia. Atacó rápidamente su insistencia y dijo.
- ¡Aun no! Todavía no te he dado mi mejor beso.
Él. Aceptando esto tibiamente y, con desgana. Formuló una nueva pregunta.
- ¿Sabés que te voy a seguir preguntando esto hasta que me digas que sí, no?
Ella. Tranquila. Se paró; se acercó a su dedo pulgar, al de él. Se subió levemente el vestido. Al tiempo que se acariciaba la pierna izquierda, a una altura aproximada de veinte centímetros por sobre la rodillas. Coloreó su alma. Coloreó su cara. Apuntó sus ojos, a los ojos de él. Y respondió con una pregunta. La más falaz de las respuestas.
- ¿Y vos sabés; que yo jamás voy a decirte que sí, no?
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