A
Augusto Salvador


Pesadilla drolática (Impresiones de veinticuatro horas de fiebre). Carlos Octavio Bunge ( Buenos Aires, Argentina, 19 de enero de 1875 – ibídem, 23 de mayo de 1918)1​fue un sociólogo, escritor y jurista.


Histoire courte Tout public.
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I


Yo no podía dormir... En vano regularizaba mi respiración, trataba de apaciguar mi pensamiento, me oprimía el pecho para contener sus latidos, ¡en vano!... ¡Yo no podía dormir!

El insomnio acabó por vencerme y desmoralizarme. Me abandoné a él como un náufrago que pierde las fuerzas en la corriente. No pudiendo ya contener mi intranquilidad, me revolvía en las sábanas, me sentaba, fumaba, encendía y apagaba la luz... Cuando la encendía, no vislumbraba más que sombras... Cuando la apagaba, en la obscuridad más completa, veía unos vagos arabescos, como de humo, que se agrandaban y achicaban, subiendo y bajando en el aire.

En mi cabeza penetró, poco a poco, el clavo ardiendo de una idea fija. Yo lo sabía perfectamente... Y lo que supiera era esto, que me repetía a cada instante, a cada minuto, a cada segundo:

—Tucker, ese bribón de Tucker tiene la culpa.

¿Quién era Tucker? ¿Cómo era Tucker? ¿Qué hacía? ¿Dónde estaba?... Nada de eso sabía yo; pero sabía bien, ¡ah, muy bien! que él solo, que sólo él tenía la culpa... ¿La culpa de qué? Yo lo ignoraba asimismo. Comprendía únicamente que eso debía ser Algo Terrible, macabramente terrible, diabólicamente terrible. Sería como una inconmesurable esfera de barro que debía aplastarnos; sería como si todos, hombres y espíritus, me burlasen y despreciaran; sería, en fin como una cosa que no cupiese en el mundo ni pudiera decirse en lenguaje humano...

¿Había ocurrido ya? ¿Iba a ocurrir más adelante? ¿Estaba ocurriendo entonces? ¡Tampoco sabía yo eso!... Mas nunca, jamás me sentí tan agitado, ¡y con tanta razón agitado! como aquella noche fatal en que me repetía, arracándome los pelos:

—¡El malvado de Tucker tiene la culpa!

Consolábame, empero, el vago pensamiento de que aquello no sucedía realmente. Yo sabía que estaba soñando. ¡Y sin embargo no podía dormirme!... ¿Quién hubiera dormido con semejante preocupación? ¡No, no dormí un instante en toda la noche!

Cuando amaneció, el sirviente me trajo el desayuno. ¡El sirviente!... ¿Qué venía a buscar a mi habitación ese espía odioso?... Yo lo maldije y lo eché con voz de trueno (con una voz muy rara, que no era mi voz):

—¡Váyase al infierno!

Puso él la bandeja sobre una mesa, y salió disparado, cerrando la puerta. Al cerrarla dio un chillido, porque se apretó la cola. (Indudablemente tenía cola, una larga y peluda cola de mono.)

Dejé que el desayuno se enfriara en la taza durante todo el día. Era un desayuno de hirviente sangre humana, y yo no podía olvidar que la sangre humana tarda mucho en enfriarse.

Esperando pues que se enfriara el desayuno, me lo pasé todo el día en cama. Felizmente tenía caramelos de goma en la mesita de luz, porque estaba muy resfriado. Tan resfriado que la respiración se me había detenido por completo. Esto me daba, naturalmente, mucha risa. ¡Vivir sin respirar, como los muertos! ¡Qué cosa más ridícula!...

Y todo el día me estuve repitiendo:

—¡El infame de Tucker tiene la culpa! todo el día, hasta que anocheció.

Cuando anocheció, esta idea llegó a hacerse más dolorosa que nunca. Comprendí que debía ver a Tucker para enrostrarle su infamia... Por eso me vestí y salí a la calle.

Advertí en la calle que me había olvidado de ponerme el saco, aunque estaba muy bien peinado y llevaba una estrella verdadera prendida en la corbata. Esta estrella, que era como la cabeza de un clavo, yo la había arrancado del cielo con mi propia mano, parándome en puntas de pies y estirando enormemente el brazo derecho. Tenía así el brazo derecho algo descoyuntado y andaba sin saco por la calle... ¡Pero lo peor era la estrella que me quemaba el pecho como una brasa!

Afuera de mi casa noté una cosa bien tonta. Noté que el cielo era un gran toldo negro. Y el toldo se caía, por haberle quitado yo la estrella que lo sostuviera, en el cenit. Había que caminar levantando la tela del cielo con las manos, como dentro de una carpa de techo muy bajo. ¡Era esto muy incómodo! Mas sucedió lo que debía suceder. Caído el cielo sobre las luces de la ciudad, se incendió cómo estopa y voló en levísimas partículas de ceniza. (No tan levísimas, diré de paso, pues una que me entró en el ojo derecho era del grandor de una avellana.)

Yo estaba apresuradísimo por ver a Tucker. Tan rápidamente iba, que caminaba por el aire sin notarlo. La tierra se había hundido en un abismo sin fin y yo seguía corriendo por el plano vacío que antes fuera su superficie. No importaba. La cuestión estribaba en ver cuanto antes al canalla de Tucker.

De pronto sentí tierra firme bajo mis pies. Estaba en una ciudad extranjera, pero habitada por mis conciudadanos. En las calles había mucha luz amarillenta y mucha gente que reía, corría, gesticulaba. Todos estaban tan contentos que bailaban desarticulándose y rearticulándose como títeres. Yo mismo me daba cuenta de que perdía en el camino, ora un pie, ora un brazo, ora parte del tronco... No me tomaba el trabajo de recoger estos órganos cuando los veía caerse, y los dejaba detrás de mí, porque iba muy apurado y sabía que ellos solos—el pie, el brazo, la parte del tronco,—volverían a incorporarse a mi persona. Además, todo era un sueño. Además, yo tenía el privilegio de la salamandra, de hacer retoñar los muñones para recuperar los órganos perdidos.

La gente seguía riendo, corriendo, gesticulando... Vi algunos amigos que me reconocieron y me saludaron con gestos extravagantes, quién sacándome la lengua, quién escupiéndome una ranita verde en la cara. No me paré a preguntarles la razón de su loca alegría, porque mi prisa arreciaba como un ciclón.

Mi prisa por arrancarle los ojos a Tucker, ¡el miserable! era tal, que recorrí muchas veces aquella dilatadísima ciudad de punta a punta. (Y digo «dilatadísima» sin hipérbole, porque ocupaba muy bien una tercera parte y más de la Tierra.)

¡Por fin!... Por fin descubrí en la puerta de una casa de dos pisos una tablilla de cobre que decía:

TUCKER
procurador

—Aquí vive—me dije inmediatamente.

Y traté de pararme. Pero el impulso que llevaba de tanto correr, me hizo seguir, por la ley de la inercia, varias leguas más allá de la puerta de Tucker. Así un automóvil a toda velocidad no puede detenerse de repente, aunque el «chauffeur» descubra en el camino un obispo de mitra y gran capa pluvial, seguido de una veintena de monaguillos con rojas sobrepellices.

Después de desandar lentamente en diez o doce horas las leguas que rodara sin poder pararme, me volví a encontrar ante la casa de Tucker. Justo en la puerta me detuve esta vez. ¡Para ello había vuelto paso a paso!...

En el tiempo de mi vuelta, la casa había cambiado bastante. Ahora parecía una ruina y una cueva. Pero no había cómo equivocarse por la chapa de cobre, que siempre decía:

TUCKER
procurador

Di dos o tres aldabonazos, que retumbaron como truenos y fulguraron como relámpagos...

—¡Santa Bárbara!—me dije, persignándome a modo de vieja gruñona.

Y como nadie saliera a recibirme y la puerta estaba abierta, me colé adentro de la casa de Tucker. El rojo fulgor de los relámpagos producidos por los aldabonazos, en medio de una profunda obscuridad, me guiaron hacia la escalera. Era una angosta escalera de caracol. Comencé a subirla, y no terminaba nunca...

—Es realmente curioso—pensaba mientras subía—que una casa tan baja, de dos pisos, tenga una escalera tan alta... como de diez... de veinte... de cien pisos...

Y, bien agarrado de un pasamanos de hierro, seguí subiendo, subiendo, subiendo... Para distraerme me puse a contar los escalones... Al pasar de los quince mil perdí la cuenta y me sentí un poco mareado... Mas estaba tan contento que pude llegar hasta el final de aquella nueva escala de Jacob.

Terminada la escalera interminable, penetré como por escotillón en una ancha pieza cuadrada. Una pieza cuadrada, muy grande, con los muros, el techo, el piso, todo de un blancor de nácar. No habla allí muebles ni puertas, ni personas, ni el más leve objeto, mancha o sombra. Me sentí deslumbrado, pues aunque no se veían lámparas, focos ni bujías, estaba iluminadísima, estaba enteramente iluminada a giorno.

Pasado el primer deslumbramiento, miré mejor y vi que allá, en el fondo de la pieza, me aguardaba Nanela. Aunque jamás la viera ni oyese hablar de ella, yo la reconocí en seguida. Era Nanela. Era una alta y hermosísima mujer pálida—la más alta, más hermosa y más pálida mujer del mundo,—toda vestida de blanco, sin joyas, flores ni cintas, llamada Nanela. Sobre su frente exangüe brillaba una cabellera tan negra, que se diría un cuervo incubando allí sus ideas.

—Hace ya siete años que te estoy esperando—me dijo.

Como era mi prometida, yo la abracé, la besé en sus rojos labios, y le repuse:

—¡Siete años!... ¡Pobre Nanela!... Pero tú sabes...

—Sí, yo también sé—me interrumpió ella—que el pérfido de Tucker, mi tío y tutor, tiene la culpa.

—¡Cómo!—exclamé lleno de asombro.—Yo creía que Tucker era tu padre.

Riéndose con sus dientes centellantemente blancos, ella me informó:

—Algunas veces es mi padre, otras un extraño, otras mi tío y tutor. Eso depende del estado de ánimo.

—Cierto, ciertísimo—le contesté, convencido.—Pero también es cierto, ciertísimo—agregué atemorizado—que él está en el fondo de la casa, mirándonos a través de las paredes con sus ojos de ahorcado o de basilisco.

—Huyamos, entonces—me propuso Nanela, echándose apresuradamente una mantilla de encajes sobre el cuervo de sus cabellos.

—Huyamos.

Y salimos del brazo, bajando juntos una recta y amplia escalera de mármol blanco, de la escasa altura que convenía a aquella casita de dos pisos.

—Yo subí por una escalera mucho más alta, obscura y de caracol—le dije a mi acompañada.

—Verdad—me aseguró Nanela.—Pero cuando se la baja, esa escalera es como mil veces más corta, y es cómoda y derecha.

Yo me alcé de hombros... ¿Qué tenía que ver eso conmigo?...

Recorrimos en silencio, siempre del brazo, unas callejuelas imposibles. Las casas, aunque rígidas e inmobiles, hacíannos al pasar muecas y gestos, unas veces de paz y amor, otras de odio y cólera. Pululaban allí lechuzas, viejas y ánimas en pena.

—¿Has notado, Nanela—pregunté a mi amada—que en esta ciudad siempre es noche?

—Hay una razón para ello. Sus habitantes son todos noctámbulos.

No sé por qué me hizo enormemente gracia, me hizo como cosquillas en el alma, la idea de que Tucker fuera, ¡al mismo tiempo! procurador y noctámbulo. Por no afligirla no hice notar esta coincidencia a Nanela... Quien en cambio dijo:

—Muy obscura está la noche.

Quise entonces contarle que el cielo se había quemado; pero no encontraba palabras para contarlo... Cuando las encontré, me había olvidado de lo que quería contar. Por eso guardé un largo silencio, en el cual me dijo Nanela, ¡oh querida y dulce Nanela! que, por rara casualidad, algunas veces amanecía en esa población...

El sol debía estarla escuchando. De otro modo no puede explicarse cómo amaneció de pronto, en cuanto ella dijera que algunas veces amanecía en la ciudad.

Todos los habitantes se metieron en sus cuevas y en sus sepulcros al aparecer la luz indiscreta. Como era la madrugada, la ciudad parecía un cementerio.

—No bien se abra una iglesia, entramos a casarnos—murmuró Nanela.

—Claro.

Fue así que entramos en la iglesia de un convento de franciscanos, donde oraban muchos caballeros medioevales con la visera calada. A través de la penumbra, los acordes del órgano parecían sollozos e imprecaciones. En el altar mayor decía misa, parándose en puntas de pie, un frailecito rechoncho, con dientes como de perro o de lobo. En su boca estaba siempre estereotipada la doble risa de un hombre satisfecho de su mesa y de sí mismo. No era más alto que mis rodillas. Para alcanzar al santo tabernáculo tenía que subirse a un banquillo que le colocaba al efecto el sacristán. Cuando se subió al banquillo para bendecir a los fieles, Nanela y yo nos arrojamos a sus pies... Y aprovechamos su bendición para casarnos. Él nos convidó después con el vino del cáliz, un empalagoso vinillo azucarado. Y nos dio la enhorabuena con la doble sonrisa de sus dientes de perro y de lobo.

Al salir de la iglesia, me dijo Nanela:

—Haremos un largo viaje de bodas. Tenemos que irnos lejos, muy lejos. Pues ten por seguro que ese canalla de Tucker nos persigue.

Yo contesté:

—Por seguro lo tengo. ¿Quién se atrevería a dudarlo, quién?—Y lancé hondísimo suspiro, exclamando:—¡Oh, miserable Tucker! ¡oh Tucker nunca bastante execrado, vos tenéis la culpa, nadie más que vos!

—Huyamos.

Y huímos de nuevo, dando varias veces la vuelta al mundo, como si arrolláramos un hilo inacabable alrededor de un ovillo redondo.

31 Mai 2018 23:08 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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