Lincolnshire, 1878
«Coged las rosas mientras podáis;
veloz el tiempo vuela.
La misma flor que hoy admiráis, mañana estará muerta».
En cuanto abrió los ojos, a su mente acudieron esos versos de Robert Herrick. No se lo comentó a Bill, el ayuda de cámaras que lo ayudó a vestirse. Como todos los días, madrugó para salir de la mansión. En la antecocina, se cruzó con Sarah y Elizabeth, las muchachas más jóvenes del servicio, que a esas horas ya lavaban la ropa de los habitantes de la abadía. Sobre una mesa, varias tinas con agua contenían ropa en remojo. Era el día de colada. Otro más. Porque los días continuaban sucediéndose, ajenos a inquietudes y a miedos.
—Buenos días, milord —dijeron al unísono.
—Buenos días.
Atravesó un pasillo y salió al jardín trasero. Fanny y Julie, las doncellas que más tiempo llevaban con la familia, tendían para que el cálido sol matutino, que ya despuntaba con sus primeros rayos, secara las prendas. En las cuerdas se alternaban sábanas blancas de lino y vestidos de luto, que todos lucían desde hacía nueve meses, cuando habían encontrado muerto en su sillón favorito a su padre, lord James Edward, octavo marqués de Ayrton, tras regresar de un baile en la mansión de los Carrington, en plena temporada londinense.
Desde aquella fatídica noche, sus vidas se habían detenido.
Aguardaban la respuesta a una carta.
La había redactado él, y no se debía a que su caligrafía fuera buena y elegante, sino a que su madre se había sumido en un estado de convalecencia en el que languidecía cada día un poco más desde la muerte de su esposo.
Vincent había tenido que ocuparse de todo desde el primer momento. Incluyendo los mínimos detalles.
Había ordenado que se cubrieran los espejos, que se cerraran las cortinas y que se detuvieran los relojes a la hora de la muerte de su padre. Había supervisado las prendas negras que todos, incluido el servicio, llevarían los siguientes meses y se había encargado de que, para el cortejo fúnebre, adornado exclusivamente por plumas de avestruz, dispusieran de dos caballos negros.
A sus diecisiete años, había tenido que madurar demasiado deprisa debido a las circunstancias.
Entró al invernadero. A través de las cristaleras, la luz del sol se derramaba sobre las flores.
«La gloriosa lámpara celeste, el sol, cuanto más alto ascienda antes llegará a su camino y más cerca estará del ocaso».
El aroma de las rosas invadió su nariz. A medida que avanzaba, percibió la sutil diferencia de olores: la dulzura de la camomila, la intensidad del azahar, la elegancia discreta de las camelias.
Se detuvo junto a una estatua de mármol que presidía la entrada y cerró los ojos. Aspiró profundamente, deleitándose con la mezcla de aromas a la que se había acostumbrado desde que su hermano había mandado construir aquel lugar. Con el paso de los años, había ido añadiendo flores y plantas de todo tipo, desde las típicas rosas que ya crecían en su jardín hasta ejemplares únicos que había traído de sus viajes, o de las semillas que había enviado en cartas y que luego habían resultado flores tan hermosas como las peonías o la fucsia escarlata.
Su hermano, que era el favorito de sus progenitores, siempre había disfrutado de los beneficios de ser el heredero. Había ido a Eton y luego había expresado su deseo de viajar y recorrer el mundo. Sus padres habían aceptado y, como consecuencia de ello, había recorrido el continente y luego había ido a Turquía, a Calcuta y más allá.
Lo último que él sabía, por una de las misivas que había recibido de su hermano, era que estaba en el puerto de Cantón, de camino a Japón.
Le había facilitado una dirección, a la que había enviado una carta con pocas palabras que encerraban un mundo:
Padre ha muerto. Eres el nuevo Marqués. Regresa a casa.
Tomó asiento en un banco de mármol y elevó la cara hasta el techo de cristal. Los rayos de sol hirieron sus ojos y los cerró de nuevo.
Regresa a casa, hermano. Regresa...
Su plegaria silenciosa trató de contener las ideas que poblaban su mente.
¿Y si en alguna de aquellas aventuras su hermano también había muerto?
Vincent no estaba preparado para sobrellevar la carga de ser un marqués, ni siquiera se cruzó por su mente que ese lugar podía corresponderle algún día. Aunque era el siguiente en la línea de sucesión, siempre se preguntaba que le depararía a su título si él heredaba todo, un siempre floricultor. Desde pequeño las flores llamaron su atención, eso por supuesto no le impidió aprender sobre matemáticas, historia, lengua y modales, pero siempre dió por hecho que ser el segundo en la línea lo alejaría de tomar bajo su mando el puesto. En un mundo regido por los viejos anticuados , ¿qué sería de él? ¿De dónde obtendría los fondos suficientes para mantener las propiedades?¿Tendría que hacer una oferta de matrimonio a alguna joven dama con una cuantiosa dote para salvar a sus seres queridos y su patrimonio?
A veces, odiaba a su hermano. Lo que siempre había sido admiración había ido enquistándose en su interior y se había ido agriando, envenenando sus pensamientos.
Su egoísmo los había vuelto vulnerables, y a él, que había vivido infelizmente acudiendo toda la temporada a múltiples bailes y que había sido objeto de comentarios malintencionados de la sociedad a la que pertenecía por dedicar su pasatiempo a las flores, algo que por supuesto veían mal ya que lo llamaban trabajo para clase baja, solo por ser hijo de un marqués cuya línea sucesoria se remontaba a varias generaciones de trayectoria intachable no podía llevar a cabo esas actividades. Tantas actitudes que le resultaban cuestionables de la nobleza se las tenía que guardar así como otras tantas cosas que no se atrevía a verbalizar, porque no era lo que se esperaba de una caballero.
«Los primeros años son los mejores, cuando la juventud y la sangre están más calientes;
pero consumidas, la peor, y peores tiempos siempre suceden a los anteriores.
Así que no seáis tímidos, aprovechad el tiempo y mientras podáis, casaos:
pues una vez que hayáis pasado la flor de la vida puede que esperéis para siempre».
La idea de casarse, con la que lo habían formado e instruido, ahora le horrorizaba, igual que ese poema que no lograba olvidar. Era consciente de que, cada semana que su hermano no respondía a su carta, lo empujaba a pedir un matrimonio con urgencia entre las damas desesperadas de la sociedad.
Habría esperado más. Pero ese «más» se había detenido a la hora en que su padre había muerto. El tiempo se había acabado para él y llegaría el momento de hacer una proposición. Los bailes, los paseos a caballo en Hyde Park donde podía conocer más a su futura compañera de vida ... Todo se había esfumado, como si nunca hubiera sido más que humo.
Había comprendido con tristeza que todo lo que él había esperado solo serían sueños que estuvo perfilando en su cabeza sobre la vida que quería. Más aún, había exigido que le dieran esa vida soñada, porque era hijo de un marqués con título y una reputación intachable.
Había comprendido que esa vida nunca le había pertenecido realmente. Y lo peor de todo era que su vida, la real, tampoco le pertenecía, ya que estaba en manos de otros. Que la libertad que había creído poseer no era más que un sueño efímero.
—Milord...
Miró hacia el origen de la voz. Charles, el mayordomo jefe, había accedido al invernadero, con la pose regia y elegante que siempre le acompañaba.
—¿Qué pasa?
—Ha llegado esto para usted.
Impulsada por un resorte invisible, se levantó al mismo tiempo que su mayordomo mostraba lo que llevaba en la mano, que temblaba visiblemente.
Era una carta.
El corazón se le aceleró, impelido por el pánico.
Cuando alcanzó el sobre, estuvo a punto de desmayarse.
Rasgó el papel con ansiedad, ignorando el abrecartas que Charles le tendía. Reconoció la letra caótica y amontonada de su hermano.
Querido hermano:
Estoy en Londres. He regresado a casa.
Se derrumbó. Se dejó caer de rodillas y suspiro, en una mezcla de alivio, esperanza y temor, que inspiró la ternura en el viejo Charles, que se agachó frente a él para abrazarlo.
Merci pour la lecture!
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