— Es una cuestión de estadística—. Había dicho él en la mañana, justo antes de largarse con la patineta, a toda velocidad, a través del pasillo del colegio.
Los padres de Mateo nunca estaban en casa, así que —cuando era niño— lo enchufaban a la televisión como enchufaban sus celulares a la pared. Se crió con la clase de novelas románticas que miraba mi abuela y, pronto, su más grande deseo fue tener un amor como aquellos personajes que vivían felices para siempre.
— ¿Cómo terminó así?
— Imaginó que, a esa velocidad, si chocaba con una chica mientras andaba en patineta haría que se le cayeran los libros.
Pero nadie en su sano juicio se para a ver como el chico de la patineta se acerca con los ojos tapados. Lo habían esquivado y él se había dado de lleno contra la pared al final del pasillo.
— ¿Sigue buscando su amor de novela?— Preguntó mi madre, sentada a los pies de su cama de hospital. Asentí. Aquella no era la primera ni sería la última de sus locuras.
Mi apartamento quedaba al lado del suyo y, cuando se sentía solo, bastaba con tocar mi puerta. Yo me empeñaba en distraerlo, zambullirlo en mi mundo de fantasía en donde no había espacio para lamentarse. Así había sido desde que éramos bebés, hasta el punto en el que Mateo probablemente había olvidado que quizás no había necesidad de buscar el amor incondicional tan lejos. Miope de costumbre, se desprendió de mis brazos invisibles cuya calidez parecía no ser suficiente.
— ¿Cele?— Susurró, al abrir los ojos— ¿Lo logré?
Deseé poder mentirle. No podía negarle nada a aquellos ojos miel que me imploraban con la amargura de la incertidumbre. Sacudí mi cabeza de lado a lado, sin embargo, y enterré mis zarpas en su cabellera dorada. Despeinarlo era un placer privado que, al menos de momento, podía permitirme con cierta autoridad precavida y orgullo celoso.
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