Carmelo Iparraguirre dio un golpecito con el dedo sobre el icono de cierre. En respuesta, la imagen luminosa proyectada sobre su brazo desapareció y el dispositivo portátil quedó reducido a una banda de metal y metacrilato en su muñeca derecha. Carmelo era ambidiestro por tozudez, pero su tendencia natural era la zurdera.
—Que venga Fidelia —indicó al aparato.
No era necesario elevarlo hacia la boca para que captase sus palabras, al contrario, Carmelo dudaba que pudiese susurrar lo bastante bajo para confundir al sensor de sonido del dispositivo.
Mientras esperaba fijó la mirada en los árboles más allá del ventanal, aunque su mente estaba centrada en la información recibida sobre Fidelia, que aún no había cumplido los catorce años, pero ya demostraba una creatividad antisistema inusual.
En el plano académico era buena estudiante, destacaba en comprensión lectora, lengua extranjera, matemáticas y física, entendía las lecciones a la primera y su memoria era excelente; en el plano social era introvertida, no alborotaba, ni causaba problemas y no lideraba, aunque tampoco se dejaba arrastrar por otros. Conforme a la ley, Fidelia recibió su primera pulsera tecnológica a los nueve años; a partir de ese momento, los deberes, los trabajos y los exámenes se realizaban sobre la proyección luminosa que la pulsera generaba sobre el brazo del portador, y los resultados quedaban registrados de forma instantánea en el expediente académico.
La pulsera infantil era casi tan versátil como la de un adulto. La navegación por internet estaba controlada para impedir acceder a sitios inapropiados para su edad, pero daba servicio de telefonía, acceso a juegos, a series animadas, a música, a tebeos, a bibliotecas… Integraba el historial médico y familiar, el expediente académico, el monedero virtual, el título para viajar en transporte público, para el gimnasio y cualquier actividad practicada por el portador de la pulsera, las llaves digitales, el localizador por geo posición y además medía la tensión sanguínea, la capacidad pulmonar, la cantidad diaria de pasos y el estado emocional. En tiempo real.
Y toda esa información estaba a disposición de GInA, la gran IA, el cerebro mecánico que había cambiado la vida en la Tierra. El dinero físico había desaparecido, lo mismo que los vehículos con conductor, los traductores humanos, los médicos de atención primaria, los cajeros de tiendas, los barrenderos y limpiadores… Compositores y cantantes todavía resistían, pero a actores y actrices solo les quedaba el teatro, porque fabricar películas por ordenador era mucho más eficaz y barato que rodar en escenarios y con personas. Las salas de cine habían muerto y los Oscar premiaban a youtubers, instagrammers y demás influencers. El mundo de GInA era muy diferente al que recordaba con nostalgia el abuelo de Carmelo.
A los nueve años, con la entrega solemne de la Primera Pulsera (los colegios organizaban una ceremonia rimbombante y los niños estrenaban trajes primorosos para tal acto), los chavales adquirían el estatus de usuarios de redes sociales. Desde ese día llegaban a sus vidas amigos virtuales elegidos por GInA en función de las afinidades y aptitudes de cada niño. Carmelo recordaba esa etapa con cierto resquemor, porque sus dos primeros amores fueron amigas virtuales inexistentes ideadas por GInA. Lloró cuando lo descubrió. Y no volvió a confiar en ningún “amigo” desconocido.
A Fidelia el desengaño le llegó año y medio después de recibir su primera pulsera tecnológica. Al principio fue una usuaria promedio de redes sociales, entraba en ellas a diario y estaba pendiente de las notificaciones que recibía, además de escuchar música, comunicarse con su familia, jugar y consultar documentación para los deberes escolares. Pero cinco meses antes de cumplir los once años bloqueó a casi la totalidad de los “amigos” virtuales que GInA eligiera para ella. No era una medida eficaz, cada cierto tiempo la IA desbloqueaba esos perfiles o bien le encasquetaba otros igual de falsos, pero no podía obligar a Fidelia a interactuar con ellos. Y Fidelia dejó de hacerles caso. Radicalmente. Solo mantuvo el contacto con aquellos usuarios detrás de los cuales había personas reales que ella conocía.
Esa fue la primera señal de alarma, pero le siguieron otras. Fidelia buscó información para desenganchar su pulsera de la red de GInA, para no dar a conocer su ubicación y ese tipo de cosas. Lo que pretendía era imposible, por supuesto; incluso cuando GInA aseguraba que la ubicación estaba bloqueada lo que quería decir es que no permitía que nadie más conociese ese dato, pero ella sí lo veía. Esas eran las reglas del juego.
Y en los últimos meses Fidelia había “olvidado” su pulsera en casa cuando salía a montar en bicicleta o a pasear al perro. Si en uno de esos descuidos se hubiese cruzado con un robot-agente del orden habría sido detenida; salir de casa sin identidad, es decir, sin pulsera, era un delito.
Hubo una llamada en la puerta. La expresión seria, desconfiada y algo desafiante de la niña no defraudó a Carmelo. La invitó a sentarse y se presentó a sí mismo, pero en cuanto llevó la conversación hacia el último videojuego de moda, Fidelia, dejos de relajarse, se puso más arisca, de modo que Carmelo optó por ir al grano.
—¿Sabes por qué estás aquí, Fidelia?
—Me porto bien y soy buena estudiante, solo puede ser por…
—¿Sí? —la animó Carmelo.
Retadora, la niña levantó la barbilla.
—Porque le dije a GInA que me dejase en paz.
Gracias a la IA la medicina había dado un salto sideral en el tratamiento de enfermedades, los accidentes de medios de transporte casi habían desaparecido, a igual que robos y bandas violentas y, aún más importante, la guerra era cosa del pasado. Carmelo lo comentó como quien recita algo memorizado.
—¿Sabes que en muchas partes del mundo, cuando la gente se vacuna les inyectan un chip? —contraatacó Fidelia.
—Lo sé. —La niña, que no se esperaba un reconocimiento franco, abrió mucho los ojos y se encogió un poco—. GInA preferiría que hubiese pulseras para toda la humanidad, porque son mucho más versátiles y le permiten afinar muchísimo mejor su conocimiento de cada uno de nosotros, pero ha de conformarse con microchips allí donde faltan pulseras. Conocernos a cada uno en nuestra individualidad es fundamental para que GInA pueda servirnos bien —explicó.
—No nos sirve, nos controla —protestó Fidelia—. ¿Es que ninguno os dais cuenta?
Carmelo garabateó en un papel: «Algunos sí», pero lo que dijo no tenía nada que ver.
—Te propongo dejar aquí las pulseras y pasear por el patio.
—Las cámaras de GInA vigilan el patio —dijo Fidelia. Sus ojos iban de las dos palabras escritas en la hoja al rostro de Carmelo, y su expresión ya no era de reto, sino de confusión.
—Mirará, pero no escuchará.
Carmelo conocía los rudimentos mecánicos y electrónicos de la visión y el oído de la IA y para él que un programa informático, por gigantesco que fuese, tuviese sentidos era más portentoso que el que ese programa ejerciese el gobierno sobre el planeta Tierra y sus habitantes.
Se quitó su pulsera e invitó a la niña a salir. La piel que quedó al descubierto era varios tonos más clara que el resto.
—¿«Algunos sí»? —repitió Fidelia en cuanto estuvieron lejos y de espaldas a las cámaras. No habían cruzado palabra mientras bajaban al patio del centro educativo, vacío y silencioso a esa hora, pero parecía ansiosa por demostrar que el único motivo para acceder al paseo era informarse sobre esos algunos.
—Hay gente, dos o tres millones en todo el mundo, refugiada en aldeas sin conectividad de ningún tipo, como oasis refractarios a la tecnología. Esas personas adujeron motivos religiosos para que se les permitiera refugiarse en lugares opacos a GInA. —Carmelo hizo una pausa, metió las manos en los bolsillo y cuando volvió a hablar dejó escapar las palabras casi sin mover los labios, como si sostuviese un cigarrillo electrónico en ellos—. Pero algunos otros, muy pocos, intentamos cambiar las cosas desde dentro.
—¿Tú? ¡Tú eres el agente enviado por GInA para domesticarme!
—Yo finjo ser agente reeducador de GInA, pero mi verdadero trabajo es localizar a jóvenes como tú, inteligentes, despiertos, inconformistas, jóvenes que el día de mañana ocupen puestos relevantes, que lideren, que organicen… Sin que ella lo advierta, estamos creando una red de influencia alrededor de GInA y algún día seremos nosotros quienes tomemos las decisiones, no ella.
—¿Queréis cargaros a GInA?
—No, destruirla provocaría una hecatombe mundial. Nuestro plan es engañarla, alimentarla con datos falsos para que vea y escuche lo que nosotros queramos, en resumen, ser dueños de nuestro destino.
—¿Engañarla?
—Llevará tiempo, es necesario colocar gente muy preparada en lugares estratégicos, y hasta entonces esa gente ha de comportarse como ciudadanos ejemplares...
—Te refieres a no extraviar la pulsera, no bloquear a los falsos amigos imaginarios y tal, ¿verdad?
Carmelo vio el momento de mostrar su sonrisa encandiladora.
—¿Te unes a nosotros, Fidelia?
—¿Cómo sé que no mientes?
—Temes que sea un truco de reeducador listillo... Pero yo apuesto que soy el primero que te menciona un plan para controlar a GInA, ¿vas a quedarte fuera, sin hacer nada, solo porque no te fías de mí?
Merci pour la lecture!
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