Oí el sonido de las gotas de lluvia repicar sobre el techo de chapa, primero una, luego otra, y otra y otra, y otra más como un suave arrullo que en lugar de despertarme me invitaba a acurrucarme más. El sonido fue en crescendo y abrí los ojos completamente maravillados, ante lo que esa lluvia traería en esa mañana de domingo, llovía ya torrencialmente. Me levanté presurosa saboreando el aroma que anticipaba. Mi madre al verme supo lo que había provocado que me levantara sin rezongar. Ella siempre sabía más de mí que yo misma en esa época y creo que en las que siguieron también… La saludé con un beso rápido y me fui a la casa de mi abuela que estaba al fondo del terreno que compartíamos. El olor embriaga mis fosas nasales y como en un encantamiento dominaba mis papilas.
—Te demoraste— dijo ella con su vista ya nublada por cataratas, al verme entrar en tanto que sus manos surcadas de infinitas arrugas señalaban orgullosas la fuente repleta de tortas fritas en el centro de la mesa y una taza de mate cocido endulzado con tres cucharaditas de azúcar como sabía que me gustaba. A pesar de las ganas de lanzarme a esa fuente de placer y devorarla, corrí a abrazarla y me quedé con la cabeza apoyada en su pecho percibiendo el olor a fritura pegado ahora a su impecable e impoluto delantal.
Cuando abrí los ojos me recibió la blancura de mi almohada y el sonido de la lluvia matinal de domingo. Me levanté con menos prisa que en mi sueño, pero con un firme presentimiento, decidida a honrar a esas dos generaciones de torteras, a las que tanto ame y me amaron, porque hoy, en la Fiesta de la Torta Frita yo sería para ellas la ganadora del año.
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