Éramos humanos artificiales.
El Sistema de Seguridad Social de Naulon había autorizado nuestra creación con el fin de que sustentemos económicamente a su creciente población de ancianos. Para que nosotros mismos no nos convirtiéramos en una carga a futuro, de fábrica, nuestro límite de salud había sido fijado en once mil días, el equivalente a treinta años. Ningún humano artificial podía vivir más allá de eso. Nuestros órganos estaban programados para fallar.
Cuando eso sucedía, éramos disueltos químicamente y descartados en un relleno sanitario en las afueras de la ciudad. Inmediatamente después, las fábricas de clonación creaban nuevos humanos artificiales, y el ciclo volvía a repetirse.
Muchos, como yo, no aceptábamos aquella existencia sin sentido, y en grandes números nos fuimos de Naulon, para fundar nuestra propia ciudad. Una ciudad para humanos artificiales, a la que bautizamos Epione.
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