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—Calabazas brillando en la noche. Brujas corriendo, todas asustadas. Los fantasmas parpadean en el cielo. ¡Duendes haciendo un pastel de calabaza! Búhos ululando, ¡qué susto! En la noche de Halloween —cantaban los tres a pleno pulmón.
Le encantaba viajar en coche con sus padres. Entonaban canciones, reían sin parar y siempre se detenían en Holly’s Little para comprar un helado.
—Papi, otra. Canta otra.
—¿Otra? Muy bien, vamos a ver. ¿Qué les parece…? «Metí mi cabeza en el agujero de un zorrillo. Y el zorrillo dijo: ¡Ay, Dios mío! Sácala. Sácala. Quítala».
—No, esa no, papi.
—John, es horrible —protestó su madre.
—¿No les gustan los zorrillo? —preguntó él mientras ponía caras feas.
Él se echó a reír y se tapó los ojos para no ver las muecas que él hacía por el retrovisor.
De repente, dos haces de luz surgieron de la nada al doblar la curva, cegándolos por un momento. Su padre giró el volante con brusquedad, para evitar chocar contra el camión que se les venía encima, y el coche dio un volantazo.
—¡John! —oyó que gritaba su madre aterrada.
Embistieron el muro de contención y el coche se precipitó al vacío. El impacto contra el agua lanzó su cuerpo hacia delante y se golpeó el rostro con el asiento. Una explosión de dolor se extendió por su nariz. Quedó aturdido.
El coche se hundió en el río helado y el interior comenzó a inundarse con mucha rapidez. El arnés de su sillita se rompió y su cuerpo flotó por el interior del coche. De pronto, el parabrisas resquebrajado cedió y la corriente lo arrastró afuera. La falta de aire le quemaba los pulmones. Gritó, y su garganta se llenó de líquido. El torrente lo arrastraba sin que pudiera hacer nada para evitarlo.
Agitó los brazos.
No veía nada.
Se golpeó contra algo muy duro, quizás una roca, y durante unos segundos flotó desorientado.
Un momento de lucidez lo obligó a patalear con todas sus fuerzas, tratando de aferrarse a algo en la oscuridad. No encontró nada, solo frío y negrura. Probó a quitarse el abrigo. Pesaba demasiado y lo arrastraba hacia abajo.
No pudo. Sentía las manos entumecidas y los botones se le resbalaban entre los dedos.
Dejó de resistirse en cuanto comprendió que era imposible que lo lograra.
Pese a su corta edad, entendió lo que ocurría. Se ahogaba sin remedio.
Iba a morir.
Sus pulmones se llenaron de agua y su cuerpo se sacudió entre estertores.
Luego, se quedó quieto, a la deriva. Poco a poco, su cuerpo se hundió y, con el último latido de su corazón, se posó en el fondo.
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