hemisferioprim11666437266 Hemisferio Primitivo

EH, VOSOTROS/AS. ¿Cansados/as de leer la típica historia protagonizada por el típico héroe soso y aburrido, muy cansino y estomagante, que necesita aprender una y otra vez el sentido de la responsabilidad y qué hacer con los dones que le han sido concedidos? ¿Cansadas/os de héroes oscuros y atormentados que recorren una y otra vez la tan manida vía de la redención? Seguramente sí, y por razón os presento al überhéroe, un sujeto llamado Zexsop Flagertrop que está empeñado, asimismo, en demostrar que es el mejor cronista y reportero de su época. Cada capítulo de esta novela es autoconclusivo e independiente del resto de la obra, podéis leerlos en el orden que os apetezca. ¡Adelante, pasen y vean!


Humour Satire Tout public.

#aventura #fantasía #comedia #humor #héroe
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Un buen día no lo tiene cualquiera


I


Servidor se había pasado la mayor parte del día apalancado en el sofá, fumando canutos de dudosa calidad y bebiendo una cerveza tras otra mientras maldecía con virulencia y un fervor casi mesiánico lo guarra e intransigente que se había vuelto la televisión pública. Estaba a escasos segundos de alcanzar un nuevo nivel de vagancia extrema, un nivel no apto para celíacos ni para viejos con problemas de incontinencia, cuando de pronto sonó el teléfono. Bostecé, me rasqué la panza (es un decir) con gozo y algarabía y lo cogí.

—Alojamiento temporal del único e inimitable Zexsop Flagertrop I—dije—. ¿Con quién tengo el inefable placer de hablar?

Eso dije. Nótese que soy una persona educada y razonable. Por favor, no dejéis de tenerlo en cuenta.

—¡Flagertrop!—bramó una voz estentórea y anticlimática desde el otro lado de la línea, una voz que supuraba veneno, ántrax, la peste bubónica y algún que otro agente canceroso, justo lo que necesitaba para finiquitar otro día redondo en Wadahel, la Ciudad de los Mil Eufemismos—. ¿Dónde narices te has metido?—El dueño de tan imperiosa voz introdujo sin anestesia previa una pausa dramática y después añadió con contundencia torera—: ¿Acaso no te dije que te tocaba venir hoy a limpiar el almacén?

«¡Sus muertos!—pensé—. ¡Joderquécoñomalditoseatodo! ¿Cómo cojones ha conseguido ese pedazo de anormal el número de mi casa?»

Mi consternación, queridos contribuyentes, estaba más que justificada porque quien llamaba no era otro que el Encargado, el principal supervisor (y encargado, no te jode) de los cientos y miles de repartidores/vendedores/limpiadores/embaucadores/lo-que-exija-el-guion-y-o-las-circunstancias que trabajan en A Buen Precio, la casa de empeños más famosa y unilateral de Wadahel, la Ciudad de las Incoherencias Gramaticales y los Fallos Multiorgánicos.

El Encargado, oh sí. El Innombrable, ouh, mamá... La Rancia y Nebulosa Simiente del Oscuro Túmulo (así lo llamarían sus amigos... en el caso de tener alguno). Si mi vida fuera un videojuego (y oye, ojalá lo fuera, sería más interesante y motivador), este grandísimo zurullo andante sería el primer y último jefe del modo supervivencia. Un hombre de elevada estatura, o eso dicen los rumores, de humor seco, enteco, desnivelado y presurizado, más delgado que el alambre de espino o que el cadáver de un espantapájaros; un truhan de ética interpretable y difusa que no tenía nombre, ni propio ni ajeno, ni común ni compuesto. Aun su propia madre, maldita sea ella entre todas las mujeres (y maldito sea el fruto de su vientre), lo llamaba Encargado, y ese enigma tan nominal como subliminal era el primer misterio que orbitaba alrededor de su oscura presencia.

El segundo misterio que gravitaba cual trozo de basura espacial en torno al Encargado estaba relacionado con su trabajo y con ese cargo que le confería, a mi heroico y nada modesto entender, cierta enjundia espiritual, (a) moral y física. A mí que me lo expliquen: ¿por qué alguien con su inigualable don para la usura y las matemáticas, alguien que no veía quebrados sino enteros dispersos, que era capaz de hacer divisiones de dos y tres cifras sin que le aparecieran los apocalípticos decimales, se conformaba con un trabajo tan simple como poco gratificante, de tan exigua categoría y tan mal remunerado? Pues no lo sé, queridos compañeros anarcocapitalistas, puede que el sadismo, ese cruel refinamiento del que hace gala a la menor oportunidad, tuviera algo que ver, pero en realidad no tengo ni la más remota idea. Se puede decir, ¿no? Los hombres del ayer no viven igual que nosotros, los hijos del mañana. Viven en sueños de color sepia gobernados por una pasado idealizado que en realidad nunca existió, perseguidos por una angustia existencial, abstracta, que transforma sus emociones en mensajes sacados de una computadora; viven cegados por la visión de una figura cuya heráldica forma no alcanzan a comprender, hostigados por la ausencia del alma.

Resumiendo: son lo que son, ni más ni menos, o eso dicen.

—Te lo repetiré todas las veces que haga falta, Flagertrop, hasta que te quede diáfano.—A mí, y por extraño que os parezca, no me caía muy bien mi jefe. Lo considero, aparte de un capullo y un imbécil, un hombre odioso y vil, más amargo que un limón pero sin la mitad de su jugo. Y odio que me llame Flagertrop. Es que suena raro, pero raro de narices. ¿Por qué no puede hablar como una persona normal? ¿Qué? ¿Tanto le cuesta? Porque a mí me cuesta no partirle la cara, pero joder, hago el esfuerzo—. ¿Se puede saber qué coño pasa contigo?

—Nada en especial, jefe-sen.—Al Encargado, y por extraño que os parezca, no le caía muy bien ninguno de sus empleados. Aborrecía especialmente a un tal Zexsop Flagertrop (un tío genial y ecuménico, amigo de sus amigos y excelso amante), a quien consideraba un idiota dotado de un nefasto sentido del humor que se pasaba la mayor parte del tiempo, y del espacio, buscando nuevas formas de escaquearse del trabajo. En eso último, y es justo reconocerlo, tenía más razón que un santo vestido con tacones y traje de folclórica—. Usted ya sabe cómo funciona esto. Los días sangran y mueren, el polvo se acumula, las leyendas perviven, los mitos nacen, crecen y decrecen y con el paso de los años y las eras emergen la suciedad, el moho y la mierda.—Me prendí otro canuto—. Así es la vida, tío: un cúmulo de circunstancias atenuantes.

—No me llames tío—dijo el Encargado—. Y no me vengas con rodeos circenses, Flagertrop, porque se te ve el plumero desde tres continentes de distancia. ¿Por qué no has venido a limpiar el almacén? Exijo una respuesta.

«¡Y yo una satisfacción!»

—El honor y mi amor por la verdad me obligan a reconocer que no estoy capacitado para realizar la labor que quiere encomendarme, maestro. Limpiar el almacén es una tarea que le viene muy grande a mis endebles fuerzas. Discúlpeme, por favor, pero no puedo hacerlo.

—¿No puedes o no quieres, señor Redundante?—preguntó el Encargado con involuntaria comicidad.

—Ay, ay—dije—. Ay, ay.—Aunque mi interlocutor no podía verme, compuse una mueca de genuino dolor y me llevé las manos al afligido pecho—. Esa pregunta tan capciosa, pronunciada con ese tono desbordante de sospecha y cinismo, tan impropio de una persona tan noble y tolerante como usted, ha sido como un dardo que se ha clavado en lo más profundo de mi alma y de mi corazón. Tanta desconfianza me abruma y atempera el fuerte y pasional amor, entreverado de recia camaradería, que siento por la empresa y por mi trabajo. Por favor, E-n-c-a-r-g-a-d-o, no me lo ponga más difícil. Entiéndalo, hombre. Si pudiera, si estuviera en mi mano, lo haría. De inmediato. No lo dudaría ni un instante. Y ojo, lo haría encantado, sin remugar ni una sola coma. Pero no puedo hacerlo. No puedo hacer nada. Absolutamente nada. Cero. Infiernos gástricos de Tavorak... ¿Acaso soy el único que se ha dado cuenta? Limpiar el almacén no es sino un círculo vicioso cargado de concupiscentes concatenaciones que nos conduce de la nada a ninguna parte.

—Así son los círculos viciosos, Flagertrop.

Por supuesto, yo seguí soltándole el rollo:

—Hay, grabada a fuego en esas cuatro paredes, un residuo o, quizá, una maldición. Su orientación es el caos, la discordia, el vacío termodinámico. Porque no importa cuánto limpies, al final la mierda siempre vuelve a salir a flote, y por desgracia no es algo que suceda de un día para otro. ¡No! Limpia un rincón y verás que al minuto siguiente ya vuelve a estar lleno de mierda. Pero ¿cómo puede ser eso posible? Se pregunta el asombrado gentío, nuestro amado público, las damas y los ca-caballeros. La respuesta, cómo no, se halla en la maldición, que es antigua, poderosa e... ineludible.

»O tal vez, pero solo tal vez, la mierda regresa una y otra vez (mierda de vejez, que no es mierda sino hez) porque en realidad no se trata de una maldición sino de un malvado espectro condenado a permanecer encerrado en el almacén. Un espíritu travieso con cuentas pendientes en el mundo de los vivos que, por tocar un poco las narices, por no decir otra cosa, vuelve a ensuciar el almacén después de que yo me haya dejado los riñones, por no decir otra cosa que también acaba en ones, limpiando ese kilometraje de porquería y mugre que amenaza constantemente con tergiversar nuestra pacífica existencia. ¿Lo ve, Encargado? ¿Puede ver el patrón?

—Ahora mismo estoy viendo patrones por todas partes—respondió el Encargado con sequedad—. ¿Adónde quieres ir a parar, Flagertrop?

Alegre:

—A ningún lado, a ningún lado... Solo digo que hoy es mi día libre, patroncito mío. ¡Guapo!

El falso halago pinchó en hueso. ¡Si es que hay que ser realista con estas cosas!

—Has dicho muchas cosas, Flagertrop, pero esa en concreto ya te digo yo que no.

Di una calada. Di un trago. Eructé auspiciado, así pues, por la sabiduría. Luego murmuré:

—Oh, vaya. Qué contrariedad.

—Céntrate, Flagertrop. El almacén. Habrá que limpiarlo, digo yo.

—Que sí, hombre, que sí, pero hoy le tocaba a Giroginos. Que se ocupe él.

—Giroginos no puede venir.

«Menuda novedad—pensé—. A ese pedazo de anormal siempre se le ocurre alguna excusa para librarse de ir a trabajar. Ojalá perezca pronto, y entre terribles padecimientos.»

—¿Por qué?

—Eso a ti no te importa.—El Encargado se quedó colgado y su cerebro cayó en un pequeño bucle. Repitió—: Giroginos no puede venir...

Un bucle que interrumpí con un demoledor:

—Yo tampoco, tengo mucho lío. Sí, sí... Mucho lío.

—¿Haciendo qué?—se choteó el Encargado. Su desdén pasó de nivel medio a olímpico—. ¿Masturbándote con las viejas películas porno de tu padre? ¿Jugando a esa videoconsola tan cochambrosa que compraste en el mercadillo de Watt'dafac? ¿Tocándote a dos manos esos cojones tan grandes que tienes? ¡Ja! ¿A quién estás intentando engañar, Flagertrop? ¡No estás haciendo una puta mierda, so inútil!

Cojones, mierda, puta... Tcht, tcht, tcht. La nula extensión de su vocabulario, su facilidad para caer en la injuria y el oprobio, me repele y horroriza, me causa estupor y vergüenza ajena.

—Quizá tenga razón, jefe—respondí con deliberada cautela—, pero ¿sabe qué? Hoy es mi día libre y si me da por ahí, si me da la real gana, puedo pasarme todo el santo día hurgando en mis calzones y contando cuántas manchas hay en el techo del comedor. ¡Qué hostia! Voy a hacerlo. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis... ¡G-guau! ¡Mira esa de ahí, tío! ¿No te parece que es igualita a Yawao?

—Basta ya, Flagertrop. Te exijo que pongas fin a tus chorradas de fumeta venoso pasado de copas.

Para el Encargado, un hombre afincado en su propia línea temporal, todos aquellos que tienen el deshonor de pertenecer a mi generación son unos gamberros anarquistas, revolucionarios, libertinos y libertarios a favor del aborto y del matrimonio homosexual que se pasan el día, la noche y lo que se tercie fumando alcohol, bebiendo drogas, esnifando hierba oblonga (que es lo mejor para el alma, es el furtivo navío que nos mantiene a flote, que nos permite navegar con optimismo y desfachatez por este gran océano del mal llamado época contemporánea) y practicando el bello pero incomprendido arte de la necrofilia.

(Y se dice, se comenta y se rumorea que en el otro plato de la balanza están amontonados sus alocados y acomplejados y alelados y aletargados y apocados compañeros de tribu, los urbanitas conformistas propensos a la zombificación más calcárea que se niegan a traicionar los prejuicios que heredaron de sus padres.)

—Entonces...—empecé a decir.

—Entonces nada, gaznápiro—me interrumpió él—. Te toca venir a cubrir la baja de Giroginos. Así de simple. Ah, y sonríe, Flagertrop, porque puede que hoy te toque hacer horas extra.

—¿Las cobraré?

El Encargado se echó a reír: carcajadas ebrias, bruscas, guturales y sin sazonar.

—Claro que sí, Flagertrop, claro que sí.

Y colgó.

—Hijo de una puta sifilítica que folla con perros, cerdos y vagabundos—mascullé.

Obviamente no me respondió nadie.



II


Media hora más tarde entré en la sede central de A Buen Precio y saludé a mis compañeros de martirio, personas buenas y honradas, tan escasas de efectivo como un servidor, que me devolvieron el saludo con una falta de entusiasmo realmente descorazonadora. Una pátina gris empañó momentáneamente la inmaculada concepción de mi alma heroica (que sí, mujer, tú confía).

Con el ánimo por los suelos, pues una parte inconsciente de mi ser intuía la que se me venía encima (noté, oh sí, una perturbación en la Farsa), me dirigí al cuartucho que los empleados utilizábamos como vestuario: una estancia no muy grande y poco higiénica, adornadas sus esquinas con lamparones y otras manchas de humedad, donde cambié mi elegante pero informal ropa de calle por el uniforme oficial de la empresa: una camiseta de manga corta, dotada de una blancura radiante (para que resaltasen bien las manchas, idea del Encargado, pues él necesitaba tener siempre a tiro un objetivo sobre el que verter todo su misantrópico desdén) que, para mi eterna desdicha, no desentonaba con la humillante gorrita de heladero ni con los ridículos pantalones de golfista.

—Me alegro de volver a verte, Flagertrop—me saludó el indiferente hombro izquierdo del Encargado.

—Me alegro de verte, Flagertrop—me saludó a continuación el poco deferente hombro derecho del Encargado.

—Lo mismo digo, jefe.

— ¡A trabajar, holgazán!—ladró el Encargado.

—A ello voy, comisionado.

Hagámoslo rápido, ¿vale? Estuve limpiando y clasificando y ordenando y desinfectando y combatiendo a pecho descubierto contra aquel ente maligno hasta que el Encargado, loado sea su nombre, me ordenó, exprimiendo con ahínco y para tal ocasión hasta la última partícula de su amabilidad característica, que me ocupara de atender uno de los mostradores de la sección tres.

En cuatro palabras: me envió al infierno. Y te doy tres más: de un puntapié. Y como colofón, otras tres: en el trasero. Sí, damas y caballeros, como os lo cuento. Bienvenidos, pasen y vean. Prohibido hacer fotos. Ah, y que no se os olvide abandonar toda esperanza antes de entrar.

Aquel día tanto los trabajadores de A Buen Precio como su distinguida clientela protagonizaron (ya lo estabais pidiendo, cabrones) un nuevo acto de La tragedia del desafortunado dependiente, una interminable obra de corte clásico y estilo feudal que goza de una gran popularidad entre el público asistente y la crítica especializada. Aunque nadie que haya venido después ha tenido arrestos de admitirlo en mi heroica presencia, sé que nuestros clientes, esa caterva de sujetos tan irracionales y neuróticos, tan propensos a la cólera, a la rabia negra y a la labia aún más negra, esos individuos (e individuas, eh, que aquí no se discrimina a nadie) de moralidad dúctil, mente volátil y carácter explosivo no acuden a la casa de empeños para disfrutar de los excelentes servicios que ofrecemos ni por el placer que supone mantener una conversación con otro ser humano meramente funcional (afirmación que, en ocasiones, puede ser puesta en duda, sí, claro, cómo no). No, ellos vienen a nuestra santa sede porque les pone cachondos buscar (y encontrar) una excusa que les permita iniciar una nueva andanada de quejas contra el pobre idiota encargado de atender el mostrador, contra ese pobre desgraciado que no hace más (y tampoco menos, seamos justos) que cumplir con su deber, por muy penoso que este sea.

Una vez que el cliente en cuestión localizaba el pábulo que sustentaba sus quejas y alcanzaba el grado adecuado de paroxismo, el encargado de los efectos especiales (Cadáver Andante Orvin, buen chaval, sin suerte en el amor) pulsaba el botón que liberaba una densa nube de humo maléfico, sombreados sus contornos por difuminados tonos púrpura, de cuya siniestra teatralidad emergía, por qué no, la prominente y eminente figura del Encargado.

Aparte de para causar el caos y la destrucción y exterminar a las razas pensantes de Nefirion a cuchillo, con hambre, con mortandad y por medio de las fieras de la tierra, el Encargado (¡alabado sea su nombre, alabada su estampa, siempre tan regia y desinhibida!) aparecía en escena con el único propósito de quebrantar el ánimo del incauto y desaborido dependiente que hubiera caído en las manos del alevoso cliente, con quien solía formar un tándem letal, uno de esos que te mandan directamente a la consulta de un psicólogo especializado en auténticas diarreas mentales.

Aquel aciago día, y como sin duda ya habréis adivinado gracias a mis astutas y caóticas observaciones, me tocó a mí ser el centro de atención, la diana que recibió todas las críticas, el saco de boxeo que terminó con el cuerpo lleno de magulladuras. Por suerte (o por desgracia, pues todo depende de cómo se mire, ¿no?), me he pasado ese nivel tantas veces que ya me he aprendido el recorrido de memoria. Sí, de verdad que sí. Palabra de piel púrpura. Me he aprendido la ubicación de todos los enemigos y de todos los atajos y de todos los champiñones mágicos y he aprendido, a las malas, eso sí, que rebelarse ante la injusticia, chillar como un alma en pena o hacerse la víctima son arreglos que no solucionan nada y solo sirven para que te manden de regreso a la casilla del paro. Por ese motivo y no otro decidí refrenar mi justa ira y ceñirme al guion que el sindicato de trabajadores había escrito para solventar ese tipo de situaciones. Agaché la testuz, manso como un esclavo escarmentado, y me limité a murmurar algún que otro conato de disculpa pensando que eso sería suficiente para poner fin a los reproches del Encargado.

Sin embargo, aquella tarde, por avatares del destino y por razones que solo ella merecía comprender, la señora Oropéndola Viraldott, la mandamás del chiringuito, decidió participar en la función, hacer un simpático y muy alabado cameo y, en definitiva, jugar los roñosos segundos del descuento. Como consecuencia de esta nueva ramificación cariacontecida en un argumento que ya había sido completamente determinado tras días y días de abusos verbales perpetrados por el Insigne Innominado y su séquito de clientes mamporreros, a los que resultaba imposible no coger asco, manía e incluso cierto temor reverencial, fui obsequiado con el rapapolvo más severo, concienzudo y elaborado de toda mi carrera como repartidor/vendedor/limpiador/embaucador/lo-que-exija-el-guion-y-o-las-circunstancias de A Buen Precio.

—Aquí eres la última mierda, Zexsop—dijo para finalizar su alegato la dama que dirigía un tenebroso y oscurantista ejército de acomplejados y lameculos desde un siniestro cubículo rodeado de fuego y azufre—, a ver si te queda claro de una maldita vez.

—Claro me queda...—respondí en voz baja.

Nuestra señora de las tinieblas enarcó una espesa ceja con forma de interrogante; la alzó como el ala de un grajo que vuela muy bajo cuando hace un frío del carajo.

—¿Decías algo?... No te he oído.

¿Por qué ese comentario en concreto irritó tanto a nuestro hercúleo, heroico y erótico protagonista? Es difícil saberlo, pero así fue. Las frases impresas en mi libreto se borraron de mi cabeza con un sonoro ¡pata-plaf! Impulsado por una rabia tan fría como la glicerina, mi orgullo, ese feroz y obcecado consejero de estado que no siempre busca lo mejor para su amo y señor (es un cachondo y un sátiro, y le gusta divertirse y polemizar), devoró al miedo y a la sensatez y después, y a falta de un símil más agudo y consistente, se puso a repartir estopa en plan conde de Leteresmont hasta quedarse más solo que el último militante del PIS, inhibiendo por el camino, y ya que estaba de paso, cualquier vestigio de razón, precaución y sentido común.

—Le decía que me ha quedado clarinete, señora.—En mis labios floreció una sonrisa; una sonrisa de mandril idiotizado que puso de los nervios a la gran jefa. Luego le susurré en yawa—: D'as vei yuh'luhuk arunnai.

Traducción: eres (d'as) una (vei) zorra (yuh'luluk) adorable (arunnai).

Oropéndola enarcó la otra ceja y torció los labios en un gesto que solo un cómico desesperado por demostrar su valía colocaría en el archivo de las sonrisas.

—Yo también hablo yawa, muchachote—manifestó con exquisita precisión.

Inconvenientes inesperados, así pienso titular al segundo capítulo de mi autobiografía: Crónicas de un genio incomprendido. Próximamente en sus librerías más cercanas. (Compradlo, hijos de puta, no os lo bajéis de una mula, una nube, un torrente o lo que sea, que así no gano dinero. No hace falta que os lo leáis, eso ya me da más igual. Carita sonriente, guiño pícaro, beso sensual...)

«Bueno, si voy a caer, caeré peleando—recuerdo que pensé—. Para cojones los míos.»

Ah... ¿Se puede ser más heroico?

Creo que no.

Con toda humildad lo digo.

—Contaba con ello, señora—dije empleando mi sensual voz de tipo duro. Rebusqué en mi galería de expresiones faciales hasta dar con la sonrisa que aunaba dos de las fuerzas más peligrosas del universo, la insolencia y el encanto; juntas formaban un peligroso dúo que rozaba con altanero desprecio la invencibilidad—. ¿Usted también lo aprendió... VIENDO PORNO?

Y ya lo estáis viendo: Zexsop Flagertrop I es la clase de ser que no tiene ningún reparo en fumarse la coherencia interna de la historia cuando le conviene. Oh, sí... Las múltiples abstracciones vinculadas al absurdo son la base sobre la que se cimienta su economía y son, asimismo, los principios que mantienen viva su fe, a YaVeq gracias. Yo soy así, tal cual, pero no os ralléis, gente, no os preocupéis por mis tergiversaciones, que ya veréis como al final me acabaréis cogiendo cariño; un cariño que durará toda una vida (la vuestra).

...

O no. Ya veremos. Ejem, prosigamos:

Agité las cejas y, cual granada de mano arrojada con cierta candidez por un veterano curtido en mil guerras, todas ellas la hostia de sangrientas y cárnicas, le lancé a la señora Viraldott, mi amada, un demoledor guiño de sensualidad inabarcable.

Así, sin más.

Al verlo, la señora Viraldott, muy mona ella, acentuó su leve sonrisa de sierpe, imprimiéndole, vaya que sí, unas evocadoras pinceladas de misterio y erotismo que me provocaron una erección bastante vigorosa y potente. Fue entonces, oh, amigos míos, mis queridos televidentes de sueño discontinuo, cuando comprendí lo que realmente estaba pasando; comprendí, yo solito, sin ayuda de nadie, que la señora Viraldott era en realidad una devoradora de hombres, un espécimen perteneciente a esa clase tan autoritaria como voraz, e insatisfecha sexualmente, que se siente atraída por los hombres que demuestran ser inmunes a su mirada de arpía cargada hasta los topes de sadismo y maledicencia.

Andaba yo ya medio diluido, medio encorsetado, sumido en profundas cavilaciones, queriendo evadirme de lo superfluo y montándome películas de una sola mano abonadas a un final feliz perpetuo, cuando de pronto reapareció como por arte de encantamiento la ominosa y flamenca sombra del Encargado. La repentina y fantasmagórica aparición de ese lamentable y paupérrimo intento de custodio destruyó por completo el mundo de húmedas fantasías que había creado con la inestimable ayuda de mi vasto intelecto.

Sí, así fue.

Que sí, coño.

¡Dejadme en paz, hostia!

—¡Espabila, Flagertrop, que no te pago por pensar!

«¡Pero si tú no me pagas ni un urlek, cabrón de cuello rojo!»

—Responde a mi pregunta, Flagertrop. ¿Por qué no has realizado la tarea quete encomendé?

Pensé:

«Porque solo tengo dos manos, hijo de la gran puta.»

Y pensé:

«Espera un momento. ¿Qué tarea? ¿De qué estás hablando, Encargado?»

Y finalmente respondí:

—Bueno, bueno, bueno... Según Las tribulaciones de Yann Delmos II, denso volumen de complexión ciclópea ante el que me postro y humillo cada mañana, Nefirion está gobernado por la pereza, la gula, la envidia, la codicia, la lujuria, la soberbia, la ira y... la pereza.

—Ya. ¿Y qué quieres decirme con todo eso, Flagertrop?

«¿Ni una sola mención a la pereza y... la pereza? Tcht, tcht, Encargado. Tcht, tcht. Se nota que te estás haciendo mayor y la cabeza ya no te da. Pobre y patético desgraciado...»

—Nada, nada, solo estoy pontificando sobre la futilidad del esfuerzo humano. Vermutt Sprengeir decía...

El Encargado aplaudió. Clap, clap, clap. Y ya.

—Muy gracioso, sí, para partirse el culo, como decís vosotros, los jóvenes...

«¿Los jóvenes? Tengo veintisiete años, maldito capullo tocapelotas. No soy uno de esos críos de los suburbios que suelen abrirse el culo por cuatro pavos, mamón comemierda. Muerdebraguetas. Lamemoquetas. Huelebragas. Esputo de rata...»

—¿Me estás escuchando, Flagertrop?

—Pues no mucho, la verdad.

Puso una cara muy fea.

—Te estaba haciendo una pregunta de gran importancia.

—Vaya por dios. Pues pregunte, buen hombre, pregunte.

El Encargado arqueó una ceja para indicar que su siguiente frase iba a ser divertida.

—¿Por qué no te has apuntado al Club de la Risa Clueca? Veo... Mm... ¿Qué veo?—Se acarició las abultadas sienes con las yemas de los dedos. Su cara se derritió en una sonrisa perezosa. Sus dientes restallaron. Un fogonazo de luz blanca invadió la sala de exposiciones. Una mujer de frondoso bigotillo rubio y labio leporino se tapó los anteojos. Se santiguó. Se encomendó al señor. Padre nuestro que moras en los altisonantes cielos... El Célebre Célibe ignoró sus rezos. Blanca como el cordero lechal era su cara. Chasqueó los dedos. Un, dos, tres, cuatro... Marcó el paso de un nuevo baile con sus pies indiferentes—. Veo que tendrías el éxito asegurado.

—Su comentario me halaga, amable señor—respondí con un tono de voz deliberadamente monótono—, pero por desgracia soy un ser blando y débil, falto de valor y carácter, y mi sentido del humor es demasiado fino. Esa gente no sabría apreciarlo. Sería como usar caviar para alimentar una piara llena de cerdos enfermos.

Entonces apareció la personificación mitológica del sarcasmo y otras figuras igual de retóricas y relindas y me dijo que ya estaba bien, que me cortara un poco, que la ironía es gratuita, pero que tampoco hacía falta abusar.

El Encargado, por su parte, juró lealtad a un nuevo Aspecto de la Divina Trinidad. Adivinad cuál.

—Quizá tengas razón, Flagertrop—dijo—, quizá tengas razón, y por eso he pensado que tal vez, pero solo tal vez, podrías usar tu inabarcable y abrasivo talento de comediante televisivo para aliviar a nuestros clientes, a nuestros queridísimos clientes, de las innumerables penas que afligen a sus... eh... a sus embrutecidos espíritus.

De esta manera tan pomposa y rimbombante (por no decir torpe y carente de finura) me comunicó que había sido seleccionado para ser uno de los repartidores del turno vespertino.

—No. Lo. Dices. En. Serio.

—Me temo que sí. Lo lamento, muchacho, pero yo no domino la ironía tan bien como tú.

—Pues nadie lo diría.

—Lárgate de aquí, Flagertrop—dijo el Encargado, perdido ya cualquier vestigio de hilaridad, cansado de aquel incesante y agotador intercambio de pullas.

Le dediqué un saludo militar:

—¡Sí, capitán, mi capitán!



III


Como tal vez era de esperar, mis estimados televidentes de sueño discontinuo, el Encargado, el lúcido entre los necios, enemigo tradicional del pensamiento ignaro, me asignó la peor ruta de reparto, la número trece, que era la más alejada de la sede central y la más propensa a sufrir accidentes relacionados con los Rodadores Nocturnos de Yo'yu, un caudillo kurll que me odia. Y oye, sus razones tiene. Hace unos cuantos años, no importa exactamente cuántos, tuve un lío con su hermana, algo que él no se tomó muy bien, pero esa es una historia que ya os contaré en otra ocasión.

O no. Ya veremos.

Sea como sea, la ruta número trece, también conocida como el Ombligo de Tavorak o la Traición de la Esperanza, arranca tímidamente en la Corona del Rey Aplastado, el mismo lugar donde Leynor el Intermitente, último rey de Belgorium, había sido apaleado hasta la muerte por una furiosa turba de pescadoras y verduleros, y termina cerca de la autopista que conduce a Brestol, en ese punto del mapa ubicado entre Yondalia y las Benévolas.

Como sin duda ya sabréis, queridas mías, la gente que vive en la Corona del Rey Aplastado suele habitar en las casas que arquitectos de gran prestigio y mucho morro diseñaron pensando en ese grupo de gente notable que siempre ha dudado entre pertenecer a la clase media o a la clase alta. Por aquella zona no veréis al sereno, ni al afilador, ni a las pescadoras de Veltermesse, ni a las fornidas y dicharacheras tratantes de frutas exóticas que dominan sin ningún tipo de oposición la Plaza del Ánimo Fúnebre. Tampoco veréis niños rubicundos de rodillas peladas jugando al cinquillo o a la pelota, ni temblorosos vendedores de drogas intentando alargar su lista de clientes, y esto es así porque la Corona del Rey Aplastado es un lugar muy frío y aséptico, muy hospitalario (de hospital + estrafalario, supongo), donde una persona de bien (o de mal) puede llegar a vivir más de cincuenta años sin saber quién demonios es el vecino de al lado.

¡Ya me gustaría a mí poder decir lo mismo, joder!

El primer nombre escrito en mi lista de repartos a domicilio era el de Hortaliza Vaux, una anciana millonaria con esclerosis múltiple y desorden alimenticio que vivía en la parte más alta de las colinas, en una mansión de estilo postcoital (tiene sentido, aunque no lo parezca, no es un chiste verde que te he colado de gratis, o tal vez sí) que la mantenía a salvo del mundanal ruido y de las ásperas mediocridades que sudaba el hosco e impertinente proletariado.

O algo así.

Llamé a la puerta. La puerta se abrió y apareció la señora Vaux. La señora Vaux era una anciana pellejuda y cejijunta que poseía una cabeza con forma de tubérculo y un cuerpo compuesto por miembros anárquicos y poco dispuestos a colaborar entre sí. Las constantes decepciones experimentadas durante los años vividos entre rutilantes estrellas, entre agujeros negros e inflamables bolas de gas, habían transformado su arisca boca en una zanahoria retorcida, masticada y escupida, en un pozo de palabras rancias con olor a alcanfor y sabor a bilis y a cerdo descompuesto. Tan descompuesto como su genio, pues era ella una mujer brusca y desconsiderada, sempiternamente desdichada, perseguidora infatigable, pero no homologable, de un ingenio que solía darle esquinazo la mayor parte del tiempo.

—Tengo un paquete para usted—dije.

Agité las cejas y sonreí y mi cuerpo experimentó una ligera sacudida. Te puedes imaginar dónde.

El cerebro de Vaux experimentó un cortocircuito y su paranoia, causada y acrecentada por la apabullante aglomeración de batallas conyugales que sostenía a diario con su nuevo marido (un cantamañanas que era treinta años más joven que ella, fu, fu, fu...), se disparó hasta horadar la órbita lunar. Se activó por error la alarma que le advertía de los comentarios con doble sentido y sus labios se torcieron hacia abajo, dando forma y origen a la antítesis de la felicidad.

—Eres un guarro—sentenció.

Di un respingo. Pensé:

«¡Vamos, no fastidies, otra vez no...!»

Pero de pronto me vino la inspiración:

—Nadie insinúa lo contrario, señora—canturreé entre dientes mientras esperaba a que su cerebro terminara de reiniciarse—, mas yo os respondo que la extravagancia y la vagancia forman parte de mi ser, son el núcleo y la base de lo que podríamos calificar como mi esencia vital.—Se me escapó un falso hipido y a continuación me tambaleé con tanta fuerza que tuve que aferrarme al marco de la puerta para no terminar comiéndome el suelo—. Aquí tenéis vuestro paquete, señora. Son doce urleks con quince, sin contar la propina.

—¿Estás borracho?

—No, señora mía, mas os confieso que no me vendría mal una copita de vino. ¡Hip-hip-hurra!

Ella chasqueó la lengua con reprobación:

—Tu comportamiento es intolerable e inadmisible y eh... eh...

Se calló, frunció aún más el ya de por sí fruncido ceño y pensó en más sinónimos, pero no se le ocurrió ninguno.

—¿Inaguantable?—sugerí entre hipido e hipido—. ¿Insufrible? ¿Fatigoso? ¿Farragoso? Ah, señora mía, con toda mi buena fe os propongo esta adivinanza: ¿qué resultado obtenemos si sumamos dos docenas de cervezas en lata y un oso estrepitoso cubierto de pelo horroroso?

Os dejo unos renglones para que intentéis resolverlo en casa.

Adelante, es fácil.

Muy fácil.

¿Ya lo tenéis? La respuesta es...

—¡Un plantígrado comatoso! ¿Lo pillas? ¿Eh? ¿Eh? ¿Lo pillas? ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja! ¡Ríase, señora mía! ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja! ¡Ríase, joder!

Chispas rojas y relámpagos carmesíes brincaron con escasa alegría en los amorfos ojos de Vaux.

—Niñato impertinente—remugó—. Llamaré a tus jefes y les diré que...

—No se moleste, arrugada princesa de inimitable brío—le interrumpí con otro hipido, sintiéndome poseído por la recalcitrante genialidad del borracho común—, pues os comunico, sin ningún grado de pesar, que acabo de renunciar a mi trabajo. Os confieso, amada mía, sombra de mi corazón, luz de mi vida, que era un trabajo monótono y aburrido, le sobraba banalidad y le faltaba pasión y creatividad. ¡He decidido romper el cascarón, salir al mundo y perseguir mi sueño!—Esperé, en vano y con el buen tino de los que van puestos de vino, a que me preguntara cuál era, pero no hubo suerte—. Quiero ser peluquero—le dije, e hice otra pausa para los anuncios, una pausa más dramática y diurética que la anterior—. ¿Qué os parece? Decidme, señora mía, ¿queréis que os iguale las puntas? ¡Animaos, mujer, que a los amigos les hago precio!

—¿Te... te estás burlando de mí?

«No, es que me he enamorado de tu augusta persona—pensé—. Hoy, en preguntas obvias... ¡Hortaliza Vaux! Esta mujer es única y, por todos los dioses habidos y por haber, espero que también sea irrepetible.»

—¿Burlarme de vos?—pregunté tras fingir que me atoraba—. ¿De vos, de una mujer tan especial, tan inigualable, tan ubicua? ¡Por todos los demonios gástricos de Tavorak que no, señora mía! ¡Blasfemia es todo cuanto sale de vuestra boca! Querida mía, ¿cómo podéis pensar eso de mí? Ay. Ay... ¡Estoy que no vivo, pardiez! ¡Cáspita! ¡Diantre! ¡Rayos y centellas! ¿Cómo podéis ser tan cruel, tan fría, tan... inhóspita? ¡Yo no merezco este maltrato!

Vaux abrió la boscosa boca, más que dispuesta a regurgitar una respuesta mordaz, pero por desgracia se topó con el mismo impedimento de siempre, que en momentos como el presente (un consejo de amigo: no dejéis que los tiempos verbales os estropeen un chiste o un juego de palabras) su mente poco ambivalente se rebelaba, se declaraba en bancarrota y se transformaba (y todo a la vez, que tiene su mérito, no seré yo quien diga lo contrario) en una pared blanca que olía a podrido y sobre cuya lisa superficie no podía escribirse ni una mala línea.

Al percatarse, de nuevo, una vez más, de esta funesta verdad, los ojos de Vaux se desorbitaron y amenazaron con desprenderse de sus cuencas para quedarse colgando junto a la inexistente barbilla como si fueran un par de pendientes de muy mal gusto. Su afilada cara de esposa adiposa enrojeció de consternación y su lengua, tan moteada y estropajosa, surcada por mil diminutas venas azules, se abrió paso entre sus anaranjados dientes de zanahoria para revelar la confusión que sentía.

Ella, la señora Vaux, sabía que tenía que decir algo, pero era incapaz de definir y concretar ese algo. El qué (¡ese maldito e insolente qué!) se negaba a salir de su escondrijo y Vaux percibía al sarcasmo y a la ironía, al negro humorismo, a la fatua parodia y algo (un algo distinto, perenne, más consensuado y menos parietal) que llamaremos frívolo intento de sátira arrastrándose por las tubulares sinuosidades de su maltrecha cabeza de patata.

Vaux, creo yo (un observador justo e imparcial, el quinto en discordia, un mero espectador de este drama carcelario que es la vida humana), se imaginó al comentario debatiéndose contra los elementos mientras era poseído por un virtuosismo fútil que a la larga no le llevaría a ningún lado. Lo vio ponerse en pie, recorrer un par de kilómetros con un compañero herido a cuestas y rogar ayuda y socorro a los inclementes cielos, y todo para nada; el comentario regresó al vacío primigenio sin haber sido nada más y nada menos que un sueño o una discrepancia filosófica, sin haber tenido la oportunidad de ser real.

«Ay...—pensé en cuanto fui capaz de asimilar que la señora Vaux aún no estaba preparada para asimilar la pureza de mis sentimientos—, y yo que soñaba con componer sonetos de amor bajo tu ventana...»

—Son doce urleks con quince, señora—le dije a la señora Vaux—. Si tiene la bondad de firmarme el recibo...



IV


No dejéis que la chusma os engañe. No seáis tan cándidos, tan bobos, no prostituyáis vuestra confianza con tanta facilidad. No merece la pena, colegas. Debéis entender que la vida es como la ruta, y la ruta es una lotería. Nunca sabes qué te va a tocar. ¡Es imposible saberlo! Porque cada entrega, cada encuentro, cada interacción, cada sublimación, te abre la puerta a un nuevo mundo lleno de posibilidades. Y si no vas con cuidado, cosecharás lo que has sembrado, y es bastante probable que termines convirtiéndote en aquello de lo que renegaste, en un ser inane y fracturado, en un lerdo hipotético con tendinitis (hola, síndrome del túnel carpiano) o en un forofo de los Recolectores. Y no sé qué es peor. De verdad que no. De verdad de la buena, de la que no hace daño, de la que sana, de la que perdura.

Se podría decir que algunos de nuestros paradójicos clientes no son pero existen, o al revés, o eso dicen. Sea como sea, su única función es poner a prueba la resistencia psicológica de los repartidores. ¡Como este tipo! Venga, analicemos su carácter y personalidad punto por punto, sin guardarnos nada:

a) Su endocrino (un hombre gaseoso y crepuscular que ya cuenta con su propio club de admiradores y una página en la enciclopedia digital) nos cuenta que los músculos faciales de este humanoide permanecen en un estado de inalterabilidad perpetua excepto cuando el sujeto en cuestión intenta expresar distintos tipos y grados de desdén, perplejidad o sopor. Una teoría de cafetería afirma que los sueños no son sino imágenes residuales pertenecientes a una antigua realidad que la humanidad, la deshumanizada y mediocre humanidad, ha olvidado o perdido. Otra teoría afirma que aún no hemos despertado, que no estamos preparados (para lo que surja) y que el tiempo no existe. Otra asegura que la historia no es sino un cúmulo de errores y ensayos fallidos cuyo propósito consiste en conducirnos a ese futuro utópico que tanto ansiamos y tememos. Un futuro que estará atestado de arco iris (un inciso: toda la vida de YaVeq pensando que arco iris se escribe todo junto, y resulta que no. ¿Pero qué orto me estás contando, colega? Acabo de quedarme picueto), unicornios, setas de la risa, peta zetas, árboles parlantes, animales cantantes y hombrecillos cojitrancos de voz apergaminada. Y ojo, no lo digo yo, lo dice nuestro amado líder, cuyo nombre entono con devoción cuando me toco muy intensamente. También se cuenta por ahí que a través de los sueños (espera un momento. ¿Estos sueños son los mismos sueños de antes o son otro tipo de sueños? ¡Hay que concretar un poco, pardiez! No podéis dejarnos con la intriga. ¡Esa mierda no está bien!) podemos viajar a otras realidades. Pues oye, no seré yo quien lo discuta. Ojalá sea cierto. Ja, ja. ¡Venga, allá vamos! ¡Zzzzzz...! ¡Dormir es uno de los mayores placeres de la vida, y es completamente gratis! ¡Disfrutadlo mientras podáis, cabrones!

b) El inconsciente es un lenguaje sin fondo ni brillo, excesivamente superficial y plomizo; es una gelatinosa masa de tentáculos aferrada al falo de Veltermesse; es un espacio convexo formado por pedazos de roca fría en el que no surgen nuevas estrellas para reemplazar a las que han muerto; es una obra de teatro estructurada en tres actos (protagonizados por el yo, el yo mismo y el súper yo) de intensidad decreciente que siempre terminan siendo multiplicados por cero.

c) Escapismo emocional. Así, sin más. Dadle una vuelta. Ay, ay, ay... Según el diccionario de la real academia belganita, es un astro cuyo campo de radiación puede salir de él y que se manifiesta a la observación gracias a su campo de gravitaciones y a las radiaciones de materia que captura. Recientemente, muy recientemente, un astrólogo aficionado ha hallado uno de estos fenómenos astronómicos (¿o se dice astrológicos? Yo qué sé, tía...) alojado en el pecho de nuestro ministro de economía.

d) El nihilismo (que rima con escapismo. ¿Casualidad? Joder, no lo creo...) es un famoso método argumentativo vagamente metafórico empleado por los más pedantes para mostrar su descontento con el sistema, al que solo critican por detrás, amparados por el anonimato, y de muy malas maneras. ¿Qué es el sistema? Buena pregunta, camarada socialdemócrata (esto es igual que el anarcocapitalismo; no sé lo que es y me da toda la pereza mirarlo, pero me gusta cómo suena, se oye potente). El sistema es un enérgico y alegórico ente mutante de cien cabezas y un solo cerebelo que siempre está ahí, al acecho, escondido entre las sombras proyectadas por la discordia, la cual tiene una apariencia entre saturnina y cronométrica. Este partido solo sale a la luz para alimentar nuestra paranoia. ¡Ja! ¡Como si necesitáramos más incentivos! El sistema, señoras y señores. El sistema es cruel, es despótico, es un abusón, es insalubre y churretoso, es puro azúcar blanco y nosotros hemos tenido el descaro y la poca vergüenza de recibir sus múltiples insinuaciones con los brazos abiertos y una barra de lubricante aguardando con suma impaciencia en el bolsillo trasero de nuestros pantalones. ¡Viva la sumisión anal, hostia ya! Ya va tocando aceptar que el fondo solo somos un grupo de cachondos psicodélicos repasados de drogas que vaga de aquí para allá en busca del colocorgasmo definitivo. ¿Qué? ¿Por qué colocorgasmo? ¡Porque la nariz es el pene de la cara, alma de cántaro! ¿Eh? Nada de eh, comadre. ¡Sabéis que tengo razón, compañeras, y solo os queda aceptarlo! Aceptadlo. ¡Aceptadlo, hijos de puta! ¡Argh...!

e) ¿Cuál es el principal rasgo que identifica al autómata practicante empleado por los requisidores del Bufón Cósmico? Una mención/indagación excesiva a/en ciertos temas pasados que tal vez habría sido mejor dejar cogiendo polvo en el desván. Se empiezan con las acusaciones y las reclamaciones y las justificaciones decrépitas y llegado el momento ni se quiere ni se puede responder. ¿Por qué tendría que darte esa satisfacción? Respóndeme a esto. Sí, tú. O él. O ella. Dímelo. Venga, atrévete. Explícame por qué tendría que tirar una cerilla encendida dentro de un bidón de gasolina. ¿Qué beneficio obtendría? Ya te lo digo yo: ninguno. Ganaría más créditos pasándome un cuchillo por la lengua o clavándome un espetón al rojo vivo en mis delicados pezones de infante. Antes me metería dentro de una dama de hierro con los clavos embrutecidos por una maldición vudú.

¡Chavales! Generalizar es absurdo y simplista, por no decir estúpido y contraproducente. Y por favor os lo pido, no me vengáis con esa basura de que la excepción confirma la regla porque eso es una sucia y cochina mentira. Las excepciones no confirman una mierda; al contrario, las excepciones solo sirven para tirar por tierra la regla general. Digo todo esto no para calentaros las orejas, sino para dejar constancia del futuro que nos aguarda si continuamos por este camino de incertidumbre y excesiva moderación. Si en pocos días no muero quemado o descuartizado por una furiosa turba de capullos reprimidos, vírgenes, gordos y feos, todos ellos, luchando para que los tóxicos que se adhieren al denso follaje de las redes sociales cual plaga de mangostas no coarten mi derecho a expresarme libremente, colgaré en mi canal de Yoteveo un par de vídeos titulados Ensayo sobre la intolerancia y La razón e inquietud del ser. Atacaré, en esos vídeos que yo mismo grabaré y editaré, a los defensores de la llamada justicia social; demostraré que Nefirion, con la manipulación de la información, la vigilancia masiva, el falseamiento de los registros históricos, la represión política y social y la propaganda alienante hace irreparable cualquier error de juicio y se encamina hacia un estado totalitario que solo permitirá la libertad intelectual a los que no tienen intelecto alguno. Y llegado el momento, una vez haya lanzado el bombazo, me dará completamente igual lo que digan mis detractores, pasaré por alto sus críticas e impertinencias e ignoraré los comentarios de los imbéciles clasistas, esos moralistas imberbes, puros, sin mácula, que me acusarán de aprovechar al máximo el tráfico de influencias para lanzar un mensaje sensacionalista, pintado ese mural de un bonito y reluciente color amarillo, cuyo único propósito es agitar a las masas para ganarme la palmadita en la espalda, un besito en el pompis y otro par de seguidores. A todos vosotros os digo que utilizaré vuestros comentarios para limpiarme lo que viene siendo el puto culo. Porque habláis mucho de amor, de amar al prójimo, pero si me quisierais de verdad os moriríais todos ahora mismo.



V


Detrás de la última puerta apareció un hombre finito de talle, falto de panza, de espaldas lisas como aspas de molino, algo estevado y recio al caminar, moreno de rostro y barbilucio. Lucía con esmero y no poca galanura una grasienta cabellera jaspeada de gris que caía hacia atrás, hasta formar un remolino en el cuello, el cual era, voto a bríos y entre ríos (toma juego de palabras, seguro que esa no la viste venir. Ja, no puedes engañar al Dios del Engaño), tan zancudo y articulado como la pata de una cigüeña. Llevaba unos pantalones de algodón blanco, zapatos marrones y una camiseta azur con las mangas tornasoladas. Sonreía mucho y afirmaba, el buen YaVeq sabrá por qué, ser un hombre de principios irrefutables. También tenía esa expresión en la cara de «aquí no hay nadie al volante» que yo había visto antes en los recién llegados al genializoso y estupendástico mundo del comportamiento adictivo.

—Hola. ¿Cómo está usted?

—Muy bien. ¿Y tú?

—No puedo quejarme.

—¿Ah, no?

—No.

— ¿No puedes o no quieres?

—¿Eh?

—¿Qué?

—¿Tú quién eres?

—Soy Zexsop Flagertrop—respondí—, un humilde y bienaventurado repartidor de A Buen Precio. Traigo un paquete para... Volgus Dropp.

—¡Ese soy yo!—aulló el hombre—. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!—Me cogió del brazo sin embarazo y me arrastró hacia el interior de la vivienda—. Entre, entre, no sea tímido, que aquí todo el mundo es bienvenido. Dígame, señor, ¿qué tiene para mí? ¿Me ha traído el reconductor y condensador protoplásmico de intensidad regulable y bla, bla, bla... que pedí por correo electrónico?

—Eso espero.

Dropp abrió la caja y sacó lo que había dentro: un enorme recipiente metálico con forma de reloj de arena que emitía una misteriosa luz verde.

—¿Volgus?—pregunté tras cinco minutos de angustioso silencio.

Su rostro exhibía una bobalicona sonrisa de incredulidad que le hacía parecer mucho más joven.

—¿Todo correcto, jefe?

—Todo... correcto—respondió Dropp en voz baja—. Sí, ahora lo veo todo bajo una luz más clara. Gracias, señor Flagertrop.

—No soy ningún señor—rezongué—. Llámame Zexo. Déjate de formalismos, que me estás poniendo de los nervios.

Droppa sintió con frenesí. Iba a ciento cincuenta por hora sin el cinturón puesto y se le veía tan contento, nervioso y tartaja como un adolescente virgen ante su primer par de pechos en vivo y en directo.

—Gracias, Zexo—dijo—. Eres un gran hombre—añadió casi al borde de las lágrimas.

—Eso mismo decía siempre la madre de mi mejor amigo.—Le tendí el recibo—. Si tienes la bondad de echarme una firmita por aquí...

Dropp levantó una mano.

—Tranquilo, hermano, no corras. Antes tenemos que celebrarlo. Hagamos las cosas bien, por favor, que no cuesta nada.

Dropp cogió una botella que había en la estantería más cercana, le quitó el tapón y llenó los dos vasos que había encima de la mesa.

—Toma, bebe. A tu salud, amigo mío.

—A la tuya, socio.

Dropp bebió con avidez, se atragantó con el último trago, barbotó, escupió en el suelo.

—Un whiskey superior, tío—dije después de dar un pequeño sorbo.

—Auténtico whiskey alfgardiano—asintió Dropp entre toses—. Quién te lo iba a decir, ¿eh?—Se rio, tosió, volvió a reírse—. Joder, ahora me siento mal por no haberle pagado a Kroel lo que me pedía.—Se encogió de hombros, tan contento y despreocupado como el belfo de un elfo—. Bah, que se fastidie, demonios. Se lo merece por ser un crápula miserable y una mala persona.

—¿En serio?

—En realidad no. En realidad es un cacho de pan.

Me encogí de hombros.

—Todos hemos tenido una vida dura—dije sin saber muy bien por qué.

Era la típica frase de mierda que uno suelta cuando no sabe qué decir.

Dropp mostró su conformidad con un seco gruñido. Se sirvió otro trago.

—Salud.

Levanté mi vaso.

—Salud—dije, pero no bebí.

—G-uau—dijo Dropp. Dio otro sorbo. Un ligero rubor le arrebolaba las mejillas lampiñas—. Hostia puta, tío, este whiskey alfgardiano es realmente cojonudo... Me está dejando el hígado como nuevo... Jodeeeeeeer... Pero será mejor que pare de darle a la botella, que la jornada laboral aún no ha concluido y no quiero que el jefe se enfade conmigo. Ese zopenco de Volgus Dropp tiene muy mal beber.

Pensé que Dropp se reiría de su propia broma, mas no fue así. Pese a las manchas de moho rojo que le encendían los pómulos y el pico de la nariz, el muy tunante aún se mantenía admirablemente sobrio.

—Este es un gran día—afirmó al cabo de un rato—. Ya lo creo que sí. Hoy por fin podré concluir mi gran obra. ¡Qué emocionado estoy...!—En un abrir y cerrar de ojos, Dropp sacó de un cajón del escritorio un largo cilindro marrón sellado elaboradamente con grumos de un plástico brillante—. ¡Mira, colega! Polvo de bruja recién llegado de Éxtasis Tlomeico, calidad de laboratorio subvencionado por el gobierno de Venegor. Lo mejor de lo mejor para celebrar las grandes ocasiones.

Antes de que me diera cuenta, Dropp tenía una cantidad nada desdeñable de cristales de polvo de bruja picados hasta un formato esnifable y dispuestos en filas sobre un ejemplar de En la corte del Rey de los Gusanos, de O'lerith.

—Que aproveche—dije mientras veía a Dropp trincarse una raya por cada ala de la nariz.

—¡Venga, vamooooooooooooooooooos!—respondió él—. ¡Wahalo, negro! ¡Wahalo! ¡Hostia puta, joder! ¿Cómo pollas puede ser ilegal esta mierda?... Vaya, se me ha escurrido un poco.—Recogió el montoncito con el dedo y se lo restregó con entusiasmo en las encías. Dicen que así entra mejor—. ¿Te apetece un tiro, colega?

—No, gracias. No puedo. Mi contrato laboral me impide colocarme en horas de servicio.

—¿En serio?

—En serio.

Dropp sacudió la cabeza con pesar, como si se estuviera lamentando porque todo lo bueno que había en el mundo se estaba perdiendo.

—Esa mierda no está nada bien, Zexo.

—A mí me lo vas a decir...—dije—. Volgus, colega, ha sido un placer conocerte y todo eso, pero necesito que me firmes el recibo, y necesito que me lo firmes ya.

—Claro, claro.—Dropp se dio una fuerte palmada en la frente, dejándose una amplia marca roja con forma de mano—. ¿En qué estaría pensando?—Revolvió el escritorio, tirando al suelo un montón de papeles—. ¡Vaya! ¡Qué curioso! ¿Te puedes creer que no encuentro ni un solo bolígrafo?

—Te estoy ofreciendo uno. Tómalo.

—Coño, es verdad.—Dropp se rascó la nuca, se rio con alborozo—. No me lo tengas en cuenta, Zexo. Te prometo que no pretendo incomodarte. Es que estoy muy emocionado. Y no es la primera vez que me pasa.Recuerdo que cuando tenía diez años...

Justo en aquel momento sonó su teléfono móvil, interrumpiendo en seco su simpática locución. Dropp arrugó la nariz y entornó los ojos con lo que, en una persona menos ida de la olla, se habría tomado por irritación.

—¡Por las barbas de mi gato, será posible! Vaya, pero si es mi señora madre. Mm... Qué inesperado. Disculpa, socio, pero tengo que cogerlo. Es importante, muy importante. Descuida, solo será un segundo. Un segundito de nada. Tranquilo, tú espera aquí... ¡Hola, mamá! ¿Cómo te va por Vergelis?... No... ¿En serio...? Guau, qué fuerte... ¡Acuérdate de usar protección!... No, no me refería a la crema solar... ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! Cómo eres. Menuda guasa tiene usted, señora...

Dropp fue a la cocina para hablar con mayor comodidad y yo aguardé en el salón durante más de dos horas, esperando a que volviera, pero ¿sabéis qué? Jamás regresó.

3 Décembre 2022 09:33 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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