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1.

Las crías de la jauría retozaban alegremente después de la comida. Los adultos dormitaban o trataban de relajarse manteniendo alejados con gruñidos a los más revoltosos de la camada, que esa primavera había sido numerosa, los seis lobeznos estaban ya perdiendo definitivamente su pelaje oscuro y se movían inquietos a causa de la excitación que las jornadas de caza les producían, y eso que les habían dejado aparte y en lugar seguro, vigilados en todo momento.

Ahora, saciado el apetito y con las fuerzas renovadas, les costaba aceptar la quietud apática que mostraban los adultos, agotados tras la persecución de la presa y relajados tras haber devorado, por riguroso turno según su rango en la manada, al rebeco que había caído tras una persecución de más de medio kilómetro.

El calor invitaba también al reposo, pero la juventud y la energía desbordante de los cachorros no se lo permitían y correteaban escenificando posibles secuencias de un lance de caza, fogueándose en las acciones de ataque y defensa y ejercitando también los reflejos que quizá años después, en plena edad adulta y enfrentándose a peligros reales podrían significar la diferencia entre la vida y la muerte.

Era, por tanto, un momento relajado para la manada, de los pocos que se permitían en su devenir por los montes todos los años, siempre pendientes de conseguir el alimento que les permitiese subsistir uno más.

Pero en un momento determinado las orejas de todos los miembros del grupo se tensaron y se irguieron en señal de alerta. Los adultos se levantaron y sus colas se estiraron al tiempo que sus hocicos olfateaban con ahínco tratando de identificar un presunto peligro. Alguno trató de gañir arqueando la espalda y aplanando las orejas, pero el jefe de la manada pareció mandar silencio con un gruñido sordo y sigiloso. La tensión se había apoderado de todos los animales, y tras unos momentos de indecisión, la mayoría de ellos con la cola baja y mirando temerosamente a todos lados, empezaron a trotar en dirección contraria a la del punto del que les llegaban los olores y los sonidos prácticamente inaudibles salvo para ellos mismos; olores y sonidos que habían provocado aquella reacción, quedando definitivamente atrás el momento de felicidad del cazador triunfante. En definitiva, los lobos huyeron, abandonando el lugar que había sido un remanso de tranquilidad para ellos hacía unos instantes.

El paraje quedó silencioso y solitario. Horas después, si hubiesen vuelto por allí, habrían podido observar las huellas de aquello que los había atemorizado. Pero no eran tan sólo huellas humanas las que atestiguaban qué les obligó a huir.

24 Décembre 2017 18:24 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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