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San Juan de Terranova. Enero de 1863.
La luna brillaba en medio de un cielo cuajado de estrellas, pálida y fría como la nieve que cubría la calle.
Corría una ligera brisa, que arrastraba consigo los efluvios de la posada y del establo, que se levantaba enla parte trasera, junto a un huerto. Ni siquiera el aire frío lograba atenuar el olor a estiércol ypodredumbre que lo impregnaba todo.
Kristine abandonó su escondite con paso vacilante.
Todo su cuerpo se estremecía y se abrazó los codos con fuerza para calmar el temblor. Amparada en la oscuridad de aquel callejón, pensó qué hacer. Debía buscar un lugar seguro donde reponerse y sentirse a salvo. Calmar el hambre y curar sus heridas.
Con esfuerzo, caminó unos cuantos pasos hasta vislumbrar la calle iluminada por el alumbrado de gas.
Intentó orientarse, ver algo que le recordara dónde se encontraba, pero su mente era un pozo oscuro repleto de pensamientos confusos y apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie.
Se apoyó en la pared y dejó que su espalda resbalara hasta el suelo.
Se lamió los labios resecos e intentó tragar una saliva inexistente.
La sensación de vacío en su estómago empezaba a ser insoportable y se sentía más débil y desorientada conforme transcurrían los minutos. Había intentado comer, pero cuando el alimento llegaba a su estómago, este parecía llenarse de ácido y se veía obligada a vomitarlo todo entre agudos espasmos.
Por suerte, la fiebre y el dolor insoportable que la había atormentado durante horas casi había desaparecido, y con él, el latido de su corazón. Ni el movimiento más leve lo agitaba.
Contempló sus brazos desnudos, que descansaban sobre la ajada falda de su vestido. Las quemaduras habían sanado por completo y solo se apreciaban unas manchas rosadas en la piel. Se estremeció al recordar cómo la luz del sol le había achicharrado los brazos y el rostro, el olor a carne quemada. Había tenido que arrastrarse entre el barro y la nieve helada hasta los bajos de un almacén, tan rápido como sus fuerzas se lo habían permitido, para protegerse de esos rayos que casi la convierten en una antorcha ardiente.
De repente, escuchó unos pasos que se acercaban. Incapaz de moverse, Kristine se pegó a la pared y se abrazó las rodillas. Una figura dobló la esquina y se internó en el callejón con pasos torpes que hacían crujir el agua congelada bajo sus botas. Ella se hizo un ovillo y lo miró. Era un hombre de mediana edad, envuelto en un abrigo de pieles. Se detuvo a un par de metros de donde ella se encontraba y, sin percatarse de su presencia, comenzó a orinar contra la pared.
Kristine cerró los ojos y trató de hacerse invisible. Podía oír la respiración entrecortada del hombre y cómo la nube que formaba su aliento se cristalizaba en el aire. Notaba cada pequeño crujido. El siseo de la orina caliente sobre el manto helado. El frufrú de sus pantalones al atarlos de nuevo. Esos sonidos eran
estridentes y tan molestos como si estuvieran dentro de su cabeza, golpeándole el cerebro. Se frotó las sienes, desesperada por aliviar la presión que sentía.
El hombre dio media vuelta para marcharse. Pisó mal y trastabilló.
—¡Mierda! —exclamó al apoyarse contra la pared para no caer.
Se miró la mano con atención y vio una astilla clavada en el dedo. Apretó los dientes y la arrancó de un tirón.
Kristine se estremeció. Un intenso aroma penetró en su olfato, y era lo más apetitoso que había olido nunca. Cálido, un poco afrutado y con un ligero toque metálico. Se le hizo agua la boca. Soltó sus rodillas y alzó el rostro. Inspiró hasta llenar sus pulmones de ese aire perfumado, y después cerró los ojos para saborearlo pegado a su lengua.
Una sacudida le recorrió el cuerpo. Semejante a la anticipación placentera que se siente cuando sabes que el éxtasis está a punto de llegar.
Abrió los ojos y su visión captó el momento exacto en el que una gota de sangre caía desde el dedo del hombre hasta el suelo. De su garganta brotó un gruñido casi animal que ni ella misma esperaba.
El hombre se volvió y se percató de su presencia. Enfocó la vista algo achispada en el bulto que había en el suelo.
—¿Qué haces tú ahí?
Kristine no respondió.
Él acortó la distancia con cautela y se agachó frente a ella. La miró con atención. A pesar de su aspecto desaliñado y sucio, no parecía una prostituta, ni una vagabunda. Los jirones que quedaban de sus ropas dejaban entrever seda y tul, y su piel perfecta era la de una joven acostumbrada a las comodidades. Se preguntó qué haría en aquel callejón, sin apenas ropa y descalza. Probablemente se habría escapado de casa, y, por su estado, dedujo que de eso hacía ya varios días.
Se quitó el abrigo y se lo colocó sobre los hombros, mientras se preguntaba cómo era posible que no hubiera muerto congelada con aquellas temperaturas.
—¿Estás bien? —le preguntó con tono amable.
Kristine levantó la mirada del suelo nevado y clavó sus ojos verdes en el hombre.
—Tengo hambre —susurró con la voz áspera y la garganta seca.
Él sonrió.
—¿Cuánto hace que no comes?
—Tengo hambre y sed. Mucha sed.
Despacio, Kristine alargó la mano y rozó la mandíbula del hombre. Deslizó las puntas de los dedos por su cuello hasta el lugar más caliente, allí donde le latía el pulso.
—¿Qué haces? —Ella no respondió. Ni siquiera parecía escucharlo. Miraba fijamente su garganta sin dejar de acariciarla—. ¿Tienes familia? ¿Un lugar adonde ir?
—No.
—¿Y tienes hambre?
—Sí.
El hombre entornó los ojos y sonrió. Su expresión se tornó ávida al tiempo que la miraba de arriba abajo. Se fijó en sus largas piernas, las caderas estrechas y la delicadeza de su rostro enmarcado por una melena tan castaña que casi parecía miel. Bajo la fina tela se adivinaba un estómago plano y unos pechos redondos y duros. Era una jovencita muy guapa que, con suerte, debía de rondar los veinte años.
—Yo podría darte dinero, suficiente para que encuentres un sitio donde comer algo caliente y dormir. A cambio, tú podrías… —dejó la frase suspendida en el aire y lanzó una mirada al fondo del estrecho callejón— ser amable conmigo.
Kristine retiró la mano y lo miró. Ladeó la cabeza sin dejar de observarlo, y frunció el ceño como si estuviera considerando su oferta. Con un movimiento grácil se puso en pie. El abrigo resbaló de sus hombros y cayó al suelo. Tomó la mano del hombre y lo guio hacia la oscuridad. Él la siguió dócil ante la promesa de aquel gesto, hasta el amparo de una pila de cajas de cerveza vacías. Allí comenzó a acariciarla. Los muslos, las caderas, la curva de su cintura…
—Eres preciosa y te prometo que seré muy bueno contigo.
Alzó la mano para acariciarle el rostro y el tiempo se detuvo. El corazón le dio un vuelco y empezó a latir desbocado mientras la sangre se le congelaba en las venas. Los ojos de aquella jovencita de rostro angelical ya no eran verdes, sino rojos como el carmesí, fríos e inhumanos. Tras los labios entreabiertos,
sobresalían los colmillos superiores, largos y afilados hasta un punto antinatural.
Dio un paso atrás y parpadeó como si tratara de despertar de un sueño. El alcohol que aún quedaba en su sangre empezó a evaporarse con el sudor de su piel. Dio un paso más, y otro, pero, a medida que retrocedía, ella avanzaba, arrinconándolo, y acabó chocando contra la pared mugrienta.
—¿Qué… eres?
—Tengo hambre —susurró ella.
Con una rapidez asombrosa, Kristine saltó sobre el pobre infeliz, le ladeó la cabeza con un movimiento brusco y lo mordió en el cuello. La sangre caliente penetró en su boca y gimió extasiada. Nunca había probado nada igual. Se le encogió el estómago, pero no hubo arcadas ni dolor. Sí, aquello era lo que necesitaba.
El hombre cayó al suelo y ella se encaramó sobre su pecho, desgarrando la piel con los dientes. La nieve se tiñó de rojo alrededor del cuerpo y quiso contener con las manos el torrente que brotaba de la herida.
Se le escapaba entre los dedos y los lamió hambrienta. Mordió con frustración y chupó con avidez, intentando que la sangre brotara a través de la herida, pero el flujo se había detenido.
Gruñó como un animal que se disputa una presa.
Se apartó de la cara algunos mechones manchados de sangre y continuó aferrada con los labios a aquel cuello flácido, tan concentrada en su comida que no escuchó unos pasos que se acercaban.
—Pero ¿qué tenemos aquí?
Aquella voz empalagosa la sobresaltó y todo su cuerpo reaccionó. Se incorporó de un salto y encaró al intruso mostrando los dientes.
El visitante levantó las manos con un gesto de tregua y sonrió. Vestía un traje negro de corte impecable y botas de montar hasta las rodillas. La camisa entreabierta mostraba una piel pálida y un cuerpo bien formado. Su rostro era hermoso, casi infantil, y tenía el pelo tan rubio que parecía albino. Se acercó al cadáver con suma cautela. Miró a Yeji, como si pidiera permiso, y después se agachó. Con la mano le giró el cuello al muerto y contempló la herida.
Kristine lo observó. Sus pupilas contraídas no perdían detalle de ninguno de sus movimientos. No se comportaba como tal, pero el recién llegado era una amenaza y podía sentirlo.
—¡Lo haces mal! —canturreó él en voz baja—. Así no conseguirás alimentarte. Clavas los colmillos demasiado, y la presión que ejerces con la mandíbula le rompe el cuello antes de que puedas desangrarlo —aclaró con naturalidad, como un profesor se dirigiría a un alumno. Sonrió y sus colmillos centellearon en la oscuridad—. Debes hacerlo con suavidad. Su corazón ha de latir todo lo posible para que bombee hasta la última gota de sangre. ¡Los novatos son tan poco delicados!
Suspiró. Se puso en pie y sacó un pañuelo del bolsillo, con el que se fue limpiando la sangre de los dedos. Después miró a Kristine con interés. Era hermosa a pesar de su aspecto sucio y desaliñado, y los harapos que vestía dejaban poco a la imaginación. Su castaña melena flotaba sobre los hombros, agitada por una gélida brisa proveniente del océano que arrastraba un profundo olor a salitre. Una recién nacida exquisita.
—Yo puedo enseñarte cómo hacerlo bien —añadió él en tono seductor—. Alargar sus vidas para exprimir hasta el último aliento es todo un arte. Aprenderías a apreciar el aroma de la sangre como si se tratara del buqué de un buen vino. —Frunció el ceño mientras su mente trabajaba a toda prisa buscando un dato que se le escapaba—. Kristine, ¿verdad?
Al oír su nombre, ella bajó la guardia y relajó la tensión de su cuerpo.
—¿Cómo sabes mi nombre? —Un recuerdo apareció en su mente—. Te conozco.
El visitante dejó escapar una risita de suficiencia.
—No me guardarás rencor, ¿verdad? No era nada personal.
—Eres… eres…
—Lo mismo que tú ahora.
—¿Yo?
—Sí, querida, pero no es nada malo. Al contrario. Déjame ayudarte. Puedo cuidar de ti. —Chasqueó la lengua con disgusto—. ¡Mírate, tan sedienta y demacrada, tienes un aspecto lamentable! Una criatura tan bella y perfecta como tú debería estar entre sedas y diamantes, con decenas de siervos a tus pies, deseosos de saciar tus apetitos. Yo puedo hacerlo posible.
Aquellas palabras hicieron mella en el carácter vanidoso de Kristine, que empezó a sonreír con malicia ante la visión que tomaba forma en su mente.
—¿Por qué?
—Los de nuestra especie debemos ayudarnos entre nosotros, si queremos sobrevivir. Además, llevo tanto tiempo en este mundo que ya no tiene secretos para mí. Conmigo no estarás sola, y tendrás uno de esos cada noche. —Hizo un gesto hacia el cadáver—. Tendrás los que quieras.
—¿Y por qué debería confiar en ti? —preguntó Kristine.
—Porque yo también estoy solo. Nadie debería estar solo —respondió con sinceridad. Hizo una pausa para que ella pudiera pensar—. Y bien, ¿dejarás que cuide de ti?
Merci pour la lecture!
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