Se hallaba sentado en el porche de su casa, borracho, solo e intentando persuadir a su mente de no perder la cordura. La tarde era lluviosa, frente a él había un paraje desolado, totalmente destruido. Su casa, desmoronada, sólo el porche y unas pocas habitaciones del primer piso apenas en pie.
A oídos tapados por un pitido incesante y ojos cerrados, lanza la botella a medio beber al concreto a unos metros de sus pies. El crujido de la botella ahuyenta a las voces que lo atormentaban.
Una persona se acerca él y le pregunta si todo está bien, acto seguido, lo invita a dar un paseo por la ciudad. Caminan juntos por horas y horas, hablando de todo y de nada a la vez. Conocieron sus más profundos secretos, charlaron sobre anécdotas que los hicieron reír toda esa tarde y se contaron sus problemas, ayudándose el uno al otro sin pedir nada a cambio. De pronto, el mundo pareció ser mejor para ambos.
Llegada la noche, cuando se separaron sus caminos, él se dio cuenta que en realidad nunca salió de su porche, y además, que siempre estuvo solo. Miró la botella hecha pedazos en frente suyo y entendió que la locura se apoderó de él.
Y se sintió bien.
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