isambard Mo Leidrac

¿Quereis saber un poco más de nuestro pez fuera del agua? (Y no me refiero al barbo).


Fantaisie Tout public.

#fantasía #elfos #343 #humor
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El barbo

En Ninht la luna siempre brillaba enorme y blanca, como un gran queso de cabra, y con su cara llena se empecinaba un día tras otro en iluminar las noches estrelladas de la aldea. Y, aunque se mostraba serena y majestuosa en general, de vez en cuando gustaba de variar un poco y, así, tanto podía asomar un día por el oeste, como al otro ascender por el este e, incluso, un marzo entero se había quedado durmiendo sobre la encina de Frer, como si estuviese muy cansada, y Frer había llegado a decir que la luna era suya. En cambio, el primero de abril, al llegar la noche, su pálido reflejo ondulaba en la charca de los barbos y, sin embargo, era imposible distinguirla en el cielo, si es que en verdad andaba por allí arriba.

Sin embargo, por qué sobre Ninht siempre brillaba una luna llena y por qué aparecía por donde se le antojaba, norte, sur, este u oeste, ninguno de los aldeanos de Ninht lo sabía. Y, a decir verdad, ni siquiera se lo preguntaban ni se rascaban la cabeza ni se tomaban la molestia de observarla, pues, a su forma de ver, acostumbrados como estaban a descubrirla cada noche, redonda y abultada (como el renombrado estómago de Anas, el granjero de cerdos), en el lugar más insospechado (en una charca, sobre una encina o dentro de un armario) lo extraordinario hubiese sido contemplar como hacía siempre el mismo camino y como, haciendo camino, le iban desapareciendo trozos y se hacía diminuta hasta extinguirse como una chispa blanca. Y alzar los ojos hacia el cielo para verla hincharse de nuevo después, por arte de alguna mano negra e invisible que habitara en la noche, les hubiera causado espanto.

En realidad, como el tiempo, las gentes y la vida en Ninht, la luna de aquella aldea tenía un temperamento demasiado apacible y sabio para semejantes complicaciones. Así que, incluso a veces, se permitía la licencia de permanecer quieta en el cielo durante toda la noche, como fijada entre las estrellas con clavos y martillo.

En cuanto el último rayo de sol despedía el día, los aldeanos se iban a la cama, como buenos hombres, trabajadores y sesudos, las vacas cerraban sus ojazos oscuros, los cerdos refunfuñaban en sueños y las gallinas se hacían un montoncito de plumas silenciosas. (Todas, menos las gallinas de Eno, que, como era sabido en el pueblo entero, estaban medio locas.) Y, en el aire nocturno, junto a los tibios lechos, flotaban las últimas palabras de las oraciones a punto de desvanecerse, También era cierto que, a veces, los espíritus más inquietos sentían la llamada de la noche y, cuando la madre y el padre dormían plácidamente, el niño se escapaba por la ventana, la abuela se levantaba de la cama para tejer largas bufandas a la lumbre de las brasas agonizantes de la chimenea y el abuelo, fumando su pipa, salía a pasear bajo la luna para sentarse junto al lago en horas serenas.

Si era la eterna luna llena o no, la que henchía el pecho de los ancianos y de los niños del deseo de caminar de noche, eso ya no puede decirse.

Pero he aquí que Lan, el hijo menor de Anas, (ya sabéis el granjero de cerdos, de orondo estómago), se había sentado en la cama con los ojos muy abiertos, pues la luna llena le había hecho cosquillas en la nariz, brillando a través de los cristales, y lo había despertado. Dio un vistazo a su alrededor y aguzó el oído, pero sólo se escuchaban los sonoros ronquidos en la habitación de sus padres y los sonoros ronquidos de la piara de cerdos desde el establo. Inmediatamente saltó de la cama y se calzó sus botas, de piel de cerdo naturalmente, y, con la blanca camisa de dormir ondeando tras él, salió por la ventana y fue a caer justamente en medio de un charco embarrado.

Esto podría haber sido una nefasta calamidad para cualquier otro que no fuera Lan. Algo así como empezar la noche con mal pie. Pero nada más alejado de la realidad. A Lan le pareció sumamente divertido. Dio su buena media docena de botes enfebrecidos en el lodo antes de sentirse satisfecho y sólo se detuvo una vez que su camisa de dormir dejó de ser blanca y cuando advirtió que, por fin, sus botas de piel de cerdo cantaban al andar, algo así como "Chuff, plaf, fizz, chuff", escupiendo gotitas de barro por todas partes.

Escuchando esta alegre tonada, (que por cierto hubiera sido la desesperación de su buena madre) Lan vagó en la oscuridad, sintiendo el aire helado golpear en sus mejillas sonrosadas, pero, antes de salir de la aldea, aún tuvo tiempo de pasar frente a la cabaña de Eno. Se quitó las Botas Cantarinas, (Lan se había dado cuenta esa noche que, en realidad, sus botas eran un calzado mágico fabricado por los elfos, cuyo verdadero nombre era ese) y se puso de puntillas junto a la ventana más cercana. Dos cabezas de largas cabelleras, una oscura y otra pálida. asomaban por encima de las ásperas mantas. Y la cabeza rubia tenía las orejas puntiagudas. De pronto, la punta de aquellas blancas orejas tembló y el joven rubio levantó la cabeza y, a través de las sombras, le descubrió asomado a la ventana. Parecía melancólico y suspiró, antes de volver a recostarse sobre la almohada. "Finde ha cazado a un elfo", se dijo Lan con admiración, pues para él esa era una gran hazaña y, durante un breve instante, meditó sobre la posibilidad de colarse en el sombrío cuarto y cortarle una oreja al elfo cuando estuviese dormido, como valiosísimo trofeo. Ya tenía una mano en el pomo de la ventana y la otra sosteniendo su navaja mellada, con la que solía rascar el lomo de los cerdos del lodazal en domingo, cuando distinguió a un barbo, mirándole de hito en hito desde abajo. Estaba muy erguido, (al menos todo lo erguido que podía estar un barbo), sobre sus aletas ventrales y guiñaba sin cesar sus ojos saltones y redondos, como si le molestase la luz de la luna.

Lan arrugó el ceño y se rascó la cabeza morena, pero recordó a tiempo que su padre le había enseñado siempre a ser educado.

—Buenas noches, señor barbo —dijo.

—Blup, blup —dijo el barbo.

Para sus adentros Lan tradujo aquello como un "Buenas noches, señor Lan" en el idioma de los barbos y se sintió muy complacido por aquella acuática cortesía. Ambos se miraron un largo momento en silencio. Lan esperando que el barbo hiciese o dijese algo y el barbo sin hacer ni decir nada y en esto se mostraba singularmente testarudo. Así que al fin Lan le preguntó:

—¿De paseo nocturno, señor barbo?

—Blup —respondió el barbo.

Evidentemente eso había sido un "sí" y no se necesitaba ser muy perspicaz para comprenderlo.

—Bien —asintió Lan, apartando una imaginaria motita de polvo de la embarrada camisa de dormir—. Es una buena noche para pasear de noche.

Entonces, Lan dejó de sacudir la camisa y se quedó un instante pensativo ante lo que había dicho, como intentando desentrañarlo, y al barbo parecía sucederle otro tanto, aunque al fin el señor barbo volvió a decir:

—Blup.

Bueno, y allí estaban los dos, Lan y el barbo, mirándose a los ojos con cierta extrañeza. A Lan le sorprendía ligeramente que un barbo anduviera a esas horas de la noche campo a través, como si fuese un gato, y al barbo hay que suponer que no le parecía muy corriente que un niño de corta edad pasease a esas horas de la noche cubierto de barro hasta las cejas y blandiendo una navaja mellada.

—¿Cazando orejas de elfo? —dedujo al fin el agudo barbo.

Lan se acarició la nariz con la navaja.

—No estamos en la mejor época del año —respondió el niño, con acento entendido—, pero se hace lo que se puede.

El barbo hizo un melancólico gesto de asentimiento y, después, por un breve momento, la conversación se apagó de nuevo.

—En tiempos yo fui un gran cazador, no solo de orejas de elfo, sino también de bigotes de ogro, de gorros de duende y de narices de enano. —El barbo guiñó los ojos y se atusó las escamas rojizas, como meditando sobre lo que acababa de decir—. Ya sabes que las narices de los enanos son abultadas y rojas como las fresas maduras. Realmente graciosas.

—Desde luego —asintió Lan.

Lan miró la luna en las escamas del barbo y relucía como gotas de leche fresca.

—Pero es difícil encontrar enanos hoy en día —añadió el niño.

Lan se alejó de la ventana y se calzó de nuevo sus Botas Cantarinas y, casi sin darse cuenta, ambos empezaron a pasear lentamente, uno junto al otro, alejándose de la aldea. El barbo arrastraba su vientre plateado por el suelo y caminaba muy despacio, deslizándose sobre las hojas que las hayas habían dejado caer y evitando las ásperas piedras, pero, como Lan no tenía ninguna prisa, no le importaba demasiado. A su alrededor, las sombras de los árboles eran muy oscuras, recortadas con haces de luna, y el aire, helado, trayendo susurros del lago, pero Lan ni se acordaba del frío junto al barbo.

El barbo abrió varias veces la boca, produciendo un hueco sonido, como de burbujas y, luego, se detuvo un momento para descansar. Entonces, tras ellos, la puerta de la cabaña de Eno se abrió con un chasquido y apareció la alta figura del elfo de Finde. En un instante, pasó corriendo como la brisa algo más lejos, atravesando el bosquecillo de castaños y huyendo de la aldea, y después sólo volvieron a verlo como una llamarada blanca que se alejaba hacia el oeste, en busca de las montañas, como perseguido por el mismo demonio.

—Por ahí se van mis orejas de elfo —dijo Lan, moviendo la cabeza con disgusto.

Pero el barbo agitó una aleta con displicencia.

—Esas orejas no irán muy lejos. Sé lo que digo.

Y Lan, de hecho, no tenía ninguna razón para dudar de la palabra del barbo, así que se quedó más tranquilo.

—¿Todos los barbos de la charca de los barbos son como tú? —le preguntó entonces el niño al pez.

—Desde luego —asintió el barbo—. ¿Es que no has oído hablar nunca de la charca encantada llena de barbos encantados?

—No —respondió Lan, avergonzado de que sus padres le hubieran enseñado a leer y a escribir y a cuidar cerdos y, en cambio, no le hubiesen hablado nunca de eso—. Sólo conocía la charca de barbos corrientes llena de esos mismos barbos.

—¡Humanos! —exclamó el pez con resignación—. A veces parece que no tienen ojos ni se fijan en nada. Sólo con mirar la superficie del agua se advierte que es un lugar hechizado. Y si me acompañas hasta la orilla de la charca yo mismo te lo mostraré.

Entonces hicieron camino lentamente hacia la charca, que aparecía oscura ante ellos con el botón resplandeciente de la luna en su mismo centro.

—¡Buenas noches! —les saludó al pasar un tocón de árbol seco, en forma de hombre narigudo.

—¡Buenas noches! —respondió el barbo, amablemente.

En cuanto lo hubieron dejado atrás, Lan exclamó en voz baja, ahora sí realmente sorprendido.

—Barbo, no sabía que los árboles secos hablaban. —Y, tras él, el tocón de árbol aparecía ahora entre las sombras tan oscuro y reseco, como si nunca hubiese dicho nada. Lan retrocedió unos pasos y le dio un puntapié, pero el tocón de árbol permaneció silencioso y muerto, como había estado siempre, incapaz de pronunciar una sola palabra.

—De hecho, es imposible que ese tocón de árbol haya dicho nada —le replicó el pez, siguiendo su camino y se sacudió un poco de tierra de debajo de la aleta—. Pero, aun así, es de mala educación no corresponder a un saludo... Aunque sea un saludo imposible.

—Eso es verdad —corroboró Lan con calor, que se acordaba siempre de las enseñanzas de su padre.

Cuando llegaron a la charca, el agua lamía la orilla muy suavemente, empujada por la brisa, y el barbo chapoteó unos instantes allí con expresión dichosa, para limpiarse las escamas. De las gotitas que levantaban sus juguetonas aletas, cayeron sobre la orilla perlas y piedras preciosas y algunas, las más ligeras y transparentes, se elevaron en el aire y se convirtieron en hadas de luz. El barbo suspiró, mientras las contemplaba alejarse en todas direcciones. Sin embargo, una se posó sobre la respingona nariz del niño.

—¿Te convences ahora de que soy un barbo encantado?

Lan bizqueó un poco, para ver mejor la figurilla luminosa que se había sentado sobre su nariz y le sonreía.

—Bien, hasta ahora no estaba muy convencido —contestó parpadeando—, pero ahora veo que es verdad. No es fácil hacer que las gotas de agua se transformen en cristales de colores y en hadas de luz.

La pequeña hada dio dos vueltas alrededor de su cabeza y luego se alejó hasta perderse, como las demás, en la oscuridad de la charca. Todo quedó en penumbra unos instantes, iluminado tan sólo por el reflejo de la luna llena. Pero, enseguida, las negras aguas empezaron a reverberar, bullendo de hadas centelleantes, y se abrieron igual que si unas manos gigantescas las hubieran separado y, tras ellas, un palacio magnífico, decorado de oro y algas ondulantes, apareció en el fondo. Era inmenso como una ciudad, y tenía más de cien torres almenadas, donde flameaban estandartes blancos y negros, bordados de verde. Cientos de ventanas puntiagudas, decoradas con filigranas de mármol, se abrían en los pulidos muros de nácar y, por ellas, entraban y salían barbos de todas las formas y tamaños, volando en el aire azul como pájaros multicolores.

—Este es el palacio encantado de la charca encantada de los barbos encantados —dijo el barbo pomposamente—. Y con el tamaño tan grande que tiene (como ves, ni siquiera cabe en la charca), es imposible que pase desapercibido.

Lan, que había recorrido aquel sendero desde que tenía memoria, se quedó de pronto profundamente absorto y desconcertado.

—Pues es verdad. Aun no me explico cómo no lo he visto antes —respondió, porque, como mínimo, las torres y los estandartes tenían que aflorar por fuerza a la superficie y el cegador destello de las gemas y los ventanales de oro que las adornaban tenían que hacer arder el agua en los días más claros. Y también era muy curioso que en la pequeña charca fuese mediodía y que el cielo resplandeciese sobre el castillo tan diáfano como en primavera.

—¿Son todos barbos encantados?

—Claro —le respondió el barbo, saltando sobre el agua—. ¿Acaso has visto alguna vez que alguien haya pescado un barbo en esta charca?

—No —murmuró Lan, después de pensarlo un poco—. La verdad es que nunca nadie ha pescado nada aquí. Solo se sacan zapatos viejos, se pierden los cebos y se enredan los anzuelos.

El barbo sacudió su cola en la orilla. Las olas, extendiéndose como un abanico se elevaron tras él, cada vez más altas y grandes, hasta que se hicieron gigantescas y un viento rugiente y, evidentemente mágico, caracoleó sobre la charca, levantando remolinos de agua, como columnas retorcidas que danzaban, girando y girando sobre sí mismas, y despedían tantas gotitas que Lan quedó empapado, en menos que canta un gallo. Entonces las aguas se cerraron y el castillo, los barbos voladores y aquel cielo azul pálido desaparecieron de su vista.

—¿Y de dónde salen tantos barbos encantados? —le preguntó Lan, contemplando como los altos estandartes continuaban erguidos por encima de la oscura charca, una vez que la tempestad hubo amainado.

El barbo saltó a tierra y le miró con los ojos brillantes.

—Es una historia larga y triste, en verdad. El primero fue un barbo dorado, gran cazador de narices de enanos. Esperaba entre las verdes sombras de su charca a que los enanos se agachasen para beber y, entonces, como un relámpago, saltaba fuera del agua y de un mordisco se llevaba la roja nariz del sediento enano. Así, durante mucho tiempo, las gentes de estos parajes creyeron que todos los enanos nacían sin nariz, pero esto era debido solamente a la gran pericia de aquel gallardo barbo cazador y a que su charca era la única en muchas leguas. Un día, sin embargo, un gran mago pasó por estas tierras y, para desgracia de nuestro padre barbo, tenía una nariz larga, carnosa y apetitosa como un arándano enorme. Como el mago tenía sed, se agachó para beber y, he aquí que, por la fuerza de la costumbre y con la visión enturbiada por las aguas encharcadas, el barbo dorado saltó fuera del agua y le mordió. Pero era aquella una nariz tan poderosa que se quedó colgando de ella como el badajo de una campana. —El barbo sacudió la cabeza—. ¡Qué deshonra!... Aquí tenemos ahora a un mago furioso y a un barbo petrificado de asombro, colgado de su sanguinolenta nariz. ¿Qué más podía suceder, sino que su trágico destino se consumase en un instante? Aquel mago fijó una mirada terrible, como de mil rayos y truenos, en el pobre barbo y lo maldijo y, aunque el barbo se soltó, llevándose por cierto un buen pedazo de la nariz del mago, y se ocultó en lo más abismal del fondo cenagoso de la charca, la maldición cayó sobre él y se consumó irremediablemente.

—No lo entiendo —intervino Lan, rascándose la barbilla—. Si el barbo ya era un barbo antes de que le sobreviniese la maldición, ¿en qué consistía la maldición del mago?

El barbo se acarició las escamas del vientre, con gesto contrito.

—Aquella maldición espantosa, cuyo solo recuerdo me hace estremecer de horror, transformó a aquel barbo dorado cazador de narices de enanos, en un barbo dorado cazador de narices de enanos, que poseía el don del habla, la inteligencia suficiente para burlar a los pescadores, la habilidad de pasearse fuera del agua, campo a través en las noches de luna llena, y en señor de un castillo magnífico, de oro, plata y diamantes. Además de otros poderes mágicos.

—A ver... A ver... —Y Lan miró al barbo arrugando la nariz—. La verdad es que no acabo de entender muy bien esta clase de maldición. Ahora el barbo hablaba, caminaba, nadaba, era muy listo y, además, tenía un palacio. ¿Y es eso una maldición?

—Desde luego —respondió el barbo sin titubear—. Antes era un barbo feliz y, después, solo tuvo preocupaciones.

—Pues esto a mí no me cuadra con los cuentos que me explica mi madre —insistió el niño.

Pero el pez le sonrió bondadosamente.

—Bueno, es que hay que tener en consideración que los cuentos que te explica tu madre son cuentos humanos, y yo te estoy contando un cuento de barbos.

Lan permaneció un instante reflexivo y silencioso.

—Creo que ya lo entiendo. A los barbos no les gusta hablar ni caminar ni ser inteligentes ni tener grandes castillos.

— No. No nos gusta —convino el barbo—. Por ello, cada cien años, uno de nosotros tiene la oportunidad de salir fuera de la charca, en busca de un alma noble y caritativa que le libere de todos esos pavorosos sufrimientos. Y en este centenario yo he sido el afortunado.

"Así que he salido de la charca al crepúsculo y me he pasado toda la noche rondando en torno a las cabañas de la aldea, esperando encontrar a esa heroica criatura que ha de romper mi funesto hechizo. Por cierto, que ha medianoche me he encontrado con tu abuelo, fumando a la luz de la luna en la orilla del lago —el barbo se encogió un poco, con tristeza—, pero en cuanto he pronunciado la primera palabra para exponerle mi problema, ha abierto mucho los ojos y, después, ha metido la cabeza en el agua; también he hablado un buen rato con alguno de tus cerdos, pero he de confesarte que no me han parecido demasiado inteligentes y he declinado su ofrecimiento de ayuda; también he probado con una rubia doncella que se hallaba asomada a la ventana de su cabaña, tomando el fresco, pero no me ha servido, porque se ha desmayado en cuanto he abierto la boca. Podría haberme decidido por el elfo, (ya que, gracias a mis poderes mágicos, sabía que había de salir esta noche). Son seres inteligentes y comprenden los problemas de los encantamientos, pero, por otra parte, siempre he pensado que son demasiado excéntricos y que uno no se puede fiar de ellos.

"De todas formas, como no parecía tener otra elección que Grembeld, el elfo de Finde, me he encaminado a su cabaña. Sin embargo, cuando vigilaba su ventana, te he encontrado a ti y, enseguida, en cuanto te he echado el ojo encima, he comprendido que éramos almas gemelas, ambos grandes cazadores, amantes de la aventura y de emprender las más extraordinarias hazañas, desafiadores de los inmensos poderes del mundo, porque nuestros corazones, henchidos de valor, se ríen alegremente de los peligros de la noche.

Y el barbo le dirigió una mirada tan apenada que llegó al corazón de Lan en menos que un suspiro se desvanece. Sin embargo, Lan se miró la punta de las Botas Cantarinas totalmente desorientado. Miró luego las hermosísimas almenas de nácar, que emergían aún orgullosamente de la charca, y, después, miró otra vez al barbo, con la boca torcida, porque él nunca se había visto a si mismo como un héroe orgulloso, que echaba hacia atrás la cabeza riéndose alegremente de los oscuros poderes del mundo. «Me temo que el mago se excedió un poco con el don del habla. Este barbo aún no ha encontrado la medida justa de las palabras». Pero suspiró hondamente y dijo tan bajito que apenas se le oyó:

—Y yo, ¿puedo ayudarte?

El barbo con lágrimas en los ojos, se frotó contra sus Botas Cantarinas.

—Sólo tú puedes.

Lan se irguió con resignación.

—Pues, ¿qué hay que hacer?

Entonces el barbo se paseó un momento arriba y abajo de la orilla de la charca, antes de responderle, y Lan advirtió enseguida que el pez caminaba como aplastado por algún secreto remordimiento. Por fin, el barbo se detuvo frente a él y le contempló profundamente con sus ojos redondos y abultados e, incluso, hizo blup,blup unas cuantas veces.

—Bien, Lan de Ninht, hijo de Anas, el granjero de cerdos, es cierto que en esta noche te puedes convertir en el Libertador del Barbo Rojo de la Charca de Barbos Encantados —habló el barbo solemnemente. Se detuvo y se agitó dos veces—. Pero no es este Alto Titulo un honor que se consiga sin peligro alguno. Guerreros y príncipes, sabios y gigantes, lo intentaron antes que tú, pues al valiente que culminara tal hazaña le eran prometidos infinitos dones, que harían palidecer de envidia a los mismos amos del mundo. Majestad, y clarividencia sin límites, serenidad de espíritu y el conocimiento de todas las cosas, incluso el poder de un dios en su brazo. Sin embargo, nunca ninguno de ellos consiguió superar el enigma y todos, sin excepción, encontraron un cruel castigo por osar enfrentarse al inconmensurable poder del antiguo mago.

Lan abrió mucho sus grandes ojos pardos.

—¿Y qué cruel castigo es ese? —preguntó, tragando saliva.

El barbo agachó la cabeza.

—Convertirse en un barbo encantado y habitar hasta el final de sus días en esta charca.

Lan enarcó las cejas.

—Ahora empiezo a comprender por qué esta charca está tan llena de barbos.

Seguramente en ese momento nadaban cerca de sus pies antiguos reyes, grandes guerreros, sabios renombrados y, los barbos más enormes, de grandes escamas verdosas y plateadas que había visto saltar alguna vez al crepúsculo por encima del agua, debían ser los gigantes.

—Sí, así es — admitió el barbo—. Pero esos barbos ya no pueden ser desencantados para recuperar su forma humana, he de advertírtelo, Lan. Si aceptas el reto del mago y pierdes, no tendrás ni siquiera la esperanza, como tenemos los barbos verdaderos, de recuperar algún día tu aspecto normal. Los humanos estáis condenados hasta el final de los tiempos.

Entonces el barbo contempló al niño en silencio, sombrío y expectante, y, en verdad, que en esos momentos incluso tenía un aspecto mágico y altivo. Lan inclinó un momento la cabeza, mientras el barbo mantenía fija en él su ansiosa mirada, pero el niño no pensaba en aquellos infinitos dones maravillosos ni en la fama que brillaría como el oro junto a su nombre, ni siquiera en convertirse en el Libertador del Barbo Rojo de la Charca de Barbos Encantados. Sólo pensó en que el barbo había rechazado al elfo e, incluso, a los cerdos, para escogerlo a él como su paladín y pensando de esta forma le era muy difícil negarse ante tal honor.

Así que se alisó la camisa de dormir embarrada y sacó pecho.

—Yo, Lan de Ninht, hijo de Anas, el granjero de cerdos, acepto el desafío del mago. —Lan se calló un momento, intentando dar con la fórmula adecuada—. Y si los dioses me son prolijos...

—Propicios... —le corrigió el barbo tiernamente, con los ojos empañados.

—Propicios —continuó Lan, sonriéndole—, yo, amigo barbo, te liberaré de tu pesada carga.

Y, dicho esto, Lan suspiró satisfecho, porque había hecho lo que tenía que hacer.

—Entonces mírame bien, Lan de Ninht —le dijo el pez ceremoniosamente—, porque el enigma consiste en que me reconozcas entre cien barbos rojos, todos exactamente iguales a mí.

Y, antes de que terminará de pronunciar estas palabras, decenas y decenas de barbos rojos empezaron a surgir del agua como si la charca hirviera agitada por una plaga de langostas y, cuando la última palabra se apagó, flotando en el aire, ya no se sabía de donde había venido, pues cien barbos rojos, de rojas escamas y de ojos redondos y saltones, miraban a Lan desde la orilla, y todos le sonreían con sonrisas idénticas.

«¡Uy!» se dijo Lan. «Esto será más difícil de lo que pensaba».

Los barbos saltaban a su alrededor como enloquecidos, y por un momento, Lan perdió las esperanzas. Contempló la luna llena que aguardaba, hierática e inmóvil, la llegada del alba, y el cielo oscuro, pero cada vez menos negro. Y distinguió que las sombras del bosque ya no eran tan impenetrables.

—Tienes tiempo tan sólo hasta el amanecer —le dijo la voz del barbo, muy cerca, a su lado.

Pero, cuando Lan volvió la vista hacia el lugar de donde venían aquellas palabras, era imposible vislumbrar nada, sino una nube de barbos saltarines y la nube entera se estremecía y se movía sin cesar.

—Al menos tenéis que quedaros quietos —protestó el niño.

Y, de inmediato, todos los barbos se quedaron inmóviles, de pie en la arena de la charca y mirando hacia él.

—Así está mejor.

Entonces Lan, que siempre había sido muy espabilado, se sentó sobre una roca y arrugó la frente y se puso a pensar con verdadero ahínco, incluso poniendo más empeño que cuando rompía los platos y tenía que inventar una buena historia para su madre. Y, mientras meditaba, los barbos le contemplaban con los ojos muy abiertos.

Al mismo tiempo, él observaba a los barbos. Su barbo, mientras conversaban amigablemente y paseaban bajo la noche serena, siempre le había parecido muy especial. Tenía aquel gesto de saberlo todo y una manera muy suya de guiñar los ojos, cuando la luz de la luna le molestaba, y un modo personal y muy gracioso de sacudir las aletas. Pero es que también aquellos cien barbos parecían saberlo todo, guiñaban los ojos de una manera muy suya cuando los bañaba la luz de la luna y no paraban de sacudir las aletas como posesos. Entonces Lan comprendió que le sería imposible distinguir a su barbo de entre todos los demás.

Así que pasó un tiempo y el cielo se aclaró un poco más y, por fin, Lan ya no tuvo más remedio que contemplar a los barbos uno por uno. Se tendió sobre la arena con las manos cruzadas bajo su decidida barbilla y los hizo pasar, uno detrás de otro, por delante de sus ojos. Los peces caminaban con movimientos adustos y parsimoniosos e, incluso, se detenían un instante para que Lan los escudriñara a su gusto y se daban una vuelta en redondo, que era el colmo de la gentileza. Lan, a veces, los cogía, los sopesaba, frunciendo el ceño con gesto concentrado, y, de vez en cuando, hasta los olisqueaba. Pero siempre el niño movía la cabeza muy lentamente, diciendo que no, y suspiraba y los barbos se iban zambullendo en el agua azulada por la cercanía del alba y, así, desaparecían para siempre en el fondo de la charca.

Esta tarea tan solemne llevaba su tiempo y, de repente, Lan cayó en la cuenta de que pronto saldría el sol. Sin embargo, sacudió al cabeza y decidió que era mejor no pensar en ello, porque la idea de convertirse en un barbo rojo no se le antojaba muy halagüeña, la verdad, y más bien le ponía los pelos de punta y al mirar a los barbos se preguntaba cómo le quedarían a él aquellos ojos plateados y saltones. Y, mientras aquella cabalgata de peces pasaba frente a él, casi rozando su nariz, Lan se acordó un momento de su madre y se puso triste. Ya estaba casi a punto de amanecer, cuando el barbo rojo número ochenta y siete se detuvo frente al niño y, como todos los demás, se dio una vuelta completa para que Lan lo viese desde todos los lados. Sin embargo, los ojos de Lan se abrieron, llenos de asombro, y gritó:

—¡Eres tú! ¡Tú eres mi barbo rojo!

Y poniéndose en pie de un brinco, tomó al barbo entre sus pequeñas manos y se puso a bailar, girando y girando como una peonza y repitiendo una y otra vez, «¡Eres tú! ¡Eres tú, mi pequeño barbo!»

—¡Amigo! —exclamó el barbo rojo, lleno de júbilo—. ¡Me has salvado!

Y, diciendo esto, el barbo también saltaba, agitándose entre las manos del niño como solo saben hacerlo los peces encantados, y sus escamas rojas tenían entonces todos los colores del arcoiris.

Pero el amanecer se aproximaba inevitablemente y el barbo y el niño, después de unos cuantos botes y unas cuantas alabanzas al cielo y a la bondad de su destino, se miraron un momento en silencio anticipando la despedida.

—Ahora, Lan —dijo el barbo, ladeando un poco la cabeza—, puedes pedirme aquello que más desees: tesoros incontables, sabiduría sin mácula alguna, espadas portentosas que cubren de gloria a aquel que las empuña, una reina de belleza indescriptible que se arrodille a tus pies. Dime, ¿qué quieres?

Lan se puso a pensar y a pensar, hasta que le dolió la cabeza.

—Pues no lo sé —dijo al fin— ¿Es obligatorio pedir un deseo?

Por un instante, el barbo pareció casi ofendido.

—Naturalmente que sí —. Y para ayudarle, añadió—. Algo existirá en este mundo que desees más que ninguna otra cosa, aunque quizá aún no lo sepas. ¿La fuerza de un toro? ¿Una hogaza de pan que nunca se acaba? ¿Un caballo alado? ¿Una hormiga amaestrada?

Lan se sintió muy tentado por la hormiga amaestrada, pero, de repente, recordó por fin una cosa que había deseado tener desde que era pequeño, (bueno, digamos que más pequeño de lo que era en ese momento).

—¡Un bigote! —exclamó, en el colmo de la felicidad—. Un bigote muy largo y espeso, como el de Eno.

Si al barbo le pareció este un deseo un tanto descabellado, no dijo nada. Después de todo no estaba allí para criticar los deseos de su Libertador. Así que movió la cola y se levantó una suave brisa y esa brisa se pegó a la cara de Lan, como una mano invisible que le hacía cosquillas en el labio superior.

—Ya está —dijo entonces el barbo.

Lan, conteniendo la respiración, se pasó los dedos por la cara y se encontró allí un bigote floreciente y poderoso como la hierba primaveral.

—Anda, pues es de verdad —exclamó Lan, casi sin poder contener la risa. Y después acarició al barbo, lleno de agradecimiento.

—Y te queda muy bien —afirmó el pez.

Pero ya una franja anaranjada empezaba a dibujarse en el este extendiéndose como el manto de un jinete llameante y el barbo, ciertamente un poco triste, parpadeó y suspiró muy hondo.

—Sólo hay una cosa más que quisiera saber, antes de despedirme —le dijo, y aquellas habían de ser, hasta el final de los tiempos, las últimas palabras que salieran de su boca de pez— ¿Cómo has podido averiguar cuál era yo, entre aquellos cien barbos, todos iguales a mí?

Bajo su varonil bigote, Lan sonrió con expresión traviesa.

—Esta noche, mientras paseábamos hasta la charca, hemos hablado de muchas cosas. Y, mientras estaba pensando cómo podría reconocerte, recordé de repente lo que me habías contado sobre tu larga charla con los cerdos de mi padre. ¿Sabes —terminó Lan, enarcando las cejas— qué no hay cerdos más hediondos en todas estas tierras?... ¡Y tú eras el único barbo que olía a pocilga!

Lan se rió con la inocencia de un niño, a pesar del bigote, y el barbo también se rió agradecido a los cielos por aquella feliz coincidencia, a saber, unos cerdos tan sucios y un niño tan listo. Entonces salió el sol, el brillo en los ojos del barbo se apagó y dejó de mover las aletas de aquella manera inconfundiblemente encantada. Entre las manos de Lan, el barbo se quedó unos momentos inmóvil y, después, empezó a agitarse espasmódicamente. Entonces el niño comprendió que el barbo había dejado para siempre de ser un barbo mágico y que ya no podría permanecer jamás fuera de la charca. Se ahogaba. Con sumo cuidado se acercó a la orilla y hundió los brazos hasta los codos en el agua helada, que se teñía poco a poco de reflejos de fuego. Al abrir las manos, sintió deslizarse las frías escamas del pez sobre su piel y ese fue el último recuerdo y el que guardó siempre en el rincón más cálido de su corazón. Después, el barbo rojo se alejó hacia las profundidades verdosas de la charca y desapareció en ellas sin volver la cabeza ni una sola vez y, ésto, hizo que Lan se sintiese extrañamente solo, aunque sabía que el barbo sería en adelante un barbo feliz y sin preocupaciones.

Y aquí termina el cuento del barbo, pero no, todavía, la aventura de Lan.

A medida que la calva rojiza del sol asomaba sobre el horizonte, las resplandecientes almenas del castillo encantado de la charca encantada de barbos encantados se fueron tornando oscuras y resecas, hasta que se parecieron muchísimo a los troncos ennegrecidos y secos que Lan conocía y recordaba desde siempre, surgiendo del interior de la charca, y no a las soberbias almenas, coronadas de etéreos estandartes que le habían sido descubiertas esa noche. Lan, por enésima vez, suspiró y se encogió de hombros, atusándose el bigote. Y, sin pensar más en aquel extraordinario misterio, se dirigió con paso apresurado hacia la aldea.

Las gallinas ya cacareaban bulliciosamente, las vacas mugían satisfechas y los cerdos se revolcaban en los charcos del camino, cuando Lan llegó a la cabaña de sus padres. Pero, a medio saltar el antepecho de su ventana abierta, su madre salió a sacudir las sábanas y le pilló en pleno salto. Entonces, poniéndose en jarras, le gritó:

—Otra vez de parranda, ¿eh, bribón? Y, dioses, ¿qué le has hecho a tu camisa de dormir?

Lan miró su camisón, que a la luz del día parecía aún más negro de lo que había imaginado. Entonces, levantó la cabeza hacia su madre y su madre se puso amarilla.

—Mama —exclamó Lan —. ¿Qué te pasa? —Se miró de nuevo la camisa y se la sacudió animadamente con la mano izquierda—. Pero si sólo es barro...

Las blancas sábanas cayeron de las manos de su madre al suelo y su boca se abrió, incapaz, sin embargo, de articular sonido alguno.

—Lan... —consiguió balbucear por fin la buena mujer—. Hijo mío, mi niño, .... ¿Pero que te ha pasado? ¿Qué es eso que tienes sobre la boca? ¿Plumas de gallo? ¿Qué has estado comiendo?

Entonces Lan, sentado sobre el alféizar de la ventana, le dedicó una amplia y encantadora sonrisa a su madre, desgraciadamente casi invisible tras la pelambrera que nacía bajo su nariz.

—¡Oh! —exclamó, sin poder contener del todo su justo orgullo—. Es mi bigote, mamá.

Pero mamá se acercó rápidamente y con cara de pocos amigos, pateando sin piedad las sabanas polvorientas a su paso.

—¡Niños! —iba refunfuñando—. Empiezo a pensar que los prefiero tontos de remate.

Con un tirón decidido de su mano aferró una punta del abundante bigote y tiró de él con todas sus fuerzas. Lan se cayó patas arriba, dentro de su cuarto, vociferante y dolido, y su madre, contemplando sin aliento los tres exiguos pelillos que se le habían quedado entre los dedos, tartamudeó anonadada.

—¡Dioses del mar, del cielo y de la tierra, pero si es tuyo!!!!!!!

Y al instante siguiente profirió tal grito de pavor, que varias de las peras maduras de su peral se cayeron al suelo, como si hubieran sacudido el árbol, el cubo de su pozo se cayó al agua con un sordo golpe y, más lejos, la mujer de Frer derramó la leche hirviendo en el regazo del desafortunado Frer cuando le servía el desayuno.

Lan se asomó a la ventana, frotándose el enorme bigote con energía.

—¡Pero mamá! Una vez resuelto el enigma, tenía que pedir algo. ¿O acaso hubieras preferido que me convirtiera en un barbo rojo?

Eso ya era demasiado para la atribulada mujer y se llevó las manos a la cabeza.

—Además de bigotudo, loco de remate. Es lo único que me faltaba. Pero, si esto queda así, dejo de llamarme Razhel.

Como una tromba, entró en casa, seguida de la mirada de Lan, que no acababa de comprender muy bien por qué su madre estaba tan alterada. y, casi al instante siguiente, volvió a salir, arrastrando tras de sí a Anas y empuñando la podadora con aire ciertamente amenazador.

—Tú sujétalo, mientras yo le quito todo ese pelambre de la cara—le estaba diciendo a su marido.

Esta vez fue Lan el que lanzó un alarido estremecedor y, esta vez, se acabaron de caer todas las peras del peral, incluso las verdes, y el cubo del pozo no se cayó dentro, tan sólo porque ya se había caído antes.

Así que, gritando como si fueran a cortarle la cabeza y no el bigote, Lan saltó por la ventana y empezó a corretear por todo el jardín, pisando indiscriminadamente pensamientos, geranios y tomateras, perseguido tenazmente por sus padres que intentaban acorralarlo agitando los brazos, como si quisiesen atrapar a una gallina terca y huidiza. Afortunadamente su padre casi se tragó una de las ramas de la higuera del jardín y con el espantoso encontronazo se cayó al suelo y allí se quedó, con los ojos en blanco y balanceándose sobre su prominente estómago igual que un barco de vela sobre un lago tranquilo en un día de bonanza. Su madre se detuvo para ayudarle y, aprovechando esta ventajosa coyuntura, el ágil niño salto por encima de la verja y empezó a correr por la aldea, de un lado para otro, como una centella.

Cuando pasaba frente a la casa de Eno, Finde salió a la puerta con el ceño fruncido.

—¿Dónde se habrá metido ese bribón? —estaba diciendo, mirando a un lado y a otro —. ¿Y cómo voy a llamarlo, si ni siquiera sé su nombre?

Lan se detuvo entonces un momento, para recuperar el aliento. Se había doblado para respirar mejor, pero entonces se irguió y le sonrió a la hermosa doncella desde detrás de su bigote.

—Se fue a las montañas, pero el barbo me dijo que no llegaría muy lejos. Y se llama Grembeld —le respondió galantemente.

Finde alzó sus armoniosas cejas, mientras, distraídamente, daba vueltas en su dedo al anillo de su esposo.

—¿Un barbo que se llama Grembeld?

Lan iba a responderle, pero nada más que aquel nombre hubo salido de los labios de la muchacha, el rubio elfo apareció de la nada en medio de la calle, mirando a su alrededor como si le hubiesen dado un buen golpe en la cabeza.

—¡Oh, no! ¿Cómo he venido a parar aquí, si ella no sabe cómo me llamo?

—¡El barbo dijo que no iría muy lejos y era verdad! —exclamó Lan, divertido a pesar de todo.

—¿Pero qué diablos pasa aquí esta mañana? —exclamó Finde a su vez—. Y tú, pequeñuelo, ¿qué porquería llevas pegada a la cara?

Grembeld se sentó en el suelo y escondió el rostro entre las manos.

—Estoy soñando. No puedo estar aquí. Nadie sabe mi nombre.

—¡Hola, Grembeld! —le saludó Lan. Y, al escuchar aquello, el elfo levantó la cabeza y se quedó con los ojos fijos en el castaño más próximo, con la boca abierta. Pero ya Finde lo tenía cogido de los cabellos y tiraba de él hacia la puerta abierta de la cabaña.

—¡Vamos a casa, desagradecido!

Eno se asomó por la puerta de la cocina.

—Finde, no creo que esa sea la manera correcta de tratar a un marido. Así te va durar muy poco.

—Ahora tengo que irme —dijo Lan, que veía acercarse a sus padres, repletos de aviesas intenciones. Aunque nadie pareció hacerle demasiado caso.

—No te metas en esto —le decía Finde a su padre—. Son cosas entre marido y mujer.

—¡Has sido tú! —gritaba el elfo, señalando a Lan con la mano, mientras su mujer lo arrastraba por la calle hacia la cocina—. ¡Mocoso! ¡Cuándo recupere mis poderes voy a hacer que también te crezca la barba!

Lan se lo quedó mirando un momento, con una sonrisa felicísima y bigotuda, y después se marchó de allí a todo correr.

Justo entonces, todos se quedaron mudos por un momento, contemplando con los ojos muy abiertos como Anas y su mujer pasaban corriendo como condenados detrás de su hijo menor. Anas llevaba un amplio saco, aparentemente para meter en él al niño, y Razhel enarbolaba unas grandes tijeras de podar, aunque no podía saberse con que oculto propósito. Persiguiendo a Lan y gritando desaforadamente pronto se perdieron tras el cercano cerro de los cerezos. Y, en cuanto hubieron pasado, todos comenzaron discutir de nuevo, incluyendo a un Frer escaldado y a su mujer.

10 Août 2022 13:35 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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La fin

A propos de l’auteur

Mo Leidrac Soy una contadora de historias, diletante, artesana de las palabras y exploradora de mundos imposibles. Escribo según me place, novela introspectiva, poesía en prosa, pero ahora en concreto estoy centrada en una historia de fantasía oscura, sombría y menos idealizada de lo que cabría esperar y que, curiosamente, termina siendo un espejo de lo peor de la realidad de la que pretendo evadirme.

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