Los truenos bramaron la llegada de su señor, el rayo. Uno. Dos. Tres. Las primeras golpearon la cabeza de los dos niños de ocho años a lo sumo, resbalando por sus narices manchadas de tocárselas con las manos sucias de tierra. Y entonces cayó la tromba.
Instintivamente buscaron con los ojos un refugio.
-¡Ahí! ¡Debajo de esos chopos! –exclamó uno de ellos.
Y hacia allí corrieron los dos, a refugiarse bajo las copas de esos árboles altos y lechosos. La tromba, aunque se había desatado apenas unos momentos antes, descargaba ya con toda su furibunda potencia; y se les metían las gotas en los ojos, dejándolos ciegos y amenazando con hacerles tropezar. Al fin, lograron llegar sin incidentes a los chopos. Eran niños humanos, sí, pero ágiles cuál alimaña, y sus pies, bien amaestrados, los llevaron con seguridad aun con tan poca ayuda de la vista.
Pablo se refugió bajo uno de los árboles, mientras que su amiguito hacía lo propio en otro treinta metros más allá. Se mojaban, pero al menos no tanto. Los truenos eran ensordecedores.
Los rayos caían, como quien dice.
Luz. Tal luz que cegaría a un ángel.
¡BROOO-UUUUUUUUUUMMMMM!
Huele a quemado –pensó Pablo mientras sus ojos se recuperaban.
Ese rayo había caído, como quien dice demasiado cerca. Miró en dirección al chopo bajo el que se había refugiado su amiguito.
El rayo había caído por ahí. De hecho, había caído justo en el chopo bajo el que se refugiaba su amigo, que ahora yacía inerte en el fango. El árbol estaba todo chamuscado, las hojas, cenizas en el viento.
Huele a carne quemada. –pensó Pablo.
Y desafiando la furia asesina de la tormenta, corrió hasta su amigo.
Estaba tan chamuscado como el chopo, y, como quien dice, muerto.
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