Los escuché venir por mí, y no pude controlarme. Los susurros se estaban acercando por lo que mi miedo no hacía más que aumentar. Cuando la perilla de la puerta comenzó a girar como enloquecida no pude contener un grito de espanto. Sentí la sangre abandonar mi interior, el color de mi piel desvaneciéndose; un liquido tibio se abrió paso a través de mis piernas y mis rodillas. Sin que pudiera hacer nada, caí al suelo como si de un postre mal hechos se tratará. Mis manos se fueron directo a mi cabeza y de no ser por el dolor que me producía jalarme el cabello, me hubiese arrancado cada mechón que tengo desde la raíz. Estaba desesperada, sí, pero el dolor de haberme intentado arrancar el cabello me había traído devuelta, no a la tranquilidad absoluta, pero si a una calma que me permitía pensar un poco mejor y, en este momento era lo que necesitaba, pensar con claridad.
Mire a mi alrededor intentando no dar demasiada atención a la puerta y los susurros que no paraban, poniéndome nerviosa y amenazando con hacerme perder la poca entereza de la que disponía. Estaba en el cuarto de cocina de la casona en la que todo comenzó. La habitación se encontraba poco iluminada, pero alcanzaba a ver un poco por la luz de una vela que yacía en el suelo; aquella vela, de puro milagro, no se había apagado cuando la deje caer de mis manos debido al miedo. Me apresuré a recogerla y hacer con una de mis manos una especie de muro para que no se extinguiera de un momento a otro pues aquella vela era mi única compañía en tan desesperante situación.
Vela en mano me decidí a buscar lo que necesitaba; un frasco de sal.
Era imprescindible ya que, conforme las cosas amenazaban con ponerse peores y según lo que había leído, formando un círculo de sal en el suelo, podría protegerme. La puerta dejó de escucharse; el picaporte había dejado de moverse y eso, más que aliviar mis nervios, hizo que se pusieran a flor de piel, tenía que darme prisa; cuando escuché los susurros dentro de la cocina, conmigo, yo ya estaba lanzando los cajones de sus lugares y azotando las puertas de las estanterías, arrojando latas y costales de grano y polvos que no me servían, ya en ese punto él había entrado y se preparaba a para ganar el juego.
Los susurros, a este punto, se escuchaban por toda la habitación. Murmullos extraños, palabras inacabadas, frases incompletas, palabras a las que les hacían falta letras; me estaban carcomiendo el cerebro, me desesperaban, pero no desistí hasta que di con el frasco de sal. Un poco ida, sintiendo que el mundo a mi alrededor giraba sobre mí, hice como pude el circulo de sal a mi alrededor y ahí me quedé el resto de la noche, escuchando los susurros, viendo como una sombra alargada se acercaba a mí, era el señor de los Susurros presentándose ante mí, sonriente.
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