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Braulio Reyes


El incidente sucedió en miércoles, mientras caminaba por la ciudad de noche.


Histoire courte Tout public.

#noche #criaturas #luto
Histoire courte
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El incidente sucedió en miércoles. Hacía un tiempo que el insomnio me había llevado a comenzar con ese hábito. Caminar por la ciudad de noche. Las luces, deslumbrándome, me hacían sentir bien y el viento chocando con mi cara me relajaba. No se exactamente cuánto tiempo llevo haciéndolo, algunas semanas, tal vez meses. Todas las noches salgo de mi habitación y camino hacia la zona de la ciudad donde los edificios son más altos. La gente usualmente está ensimismada, viendo sus teléfonos, leyendo libros o simplemente absorta en sus pensamientos. Yo camino frente a ellos, los observo y envidio la manera en la que se desentienden de todo lo que sucede a su alrededor. Pareciera que, dentro de su cabeza, sólo existen ellos mismos. Al inicio me limitaba a caminar por ahí y ver a las personas pasar, hasta que descubrí cuánto me gustaba quitarme los anteojos y dejar que la luz de los automóviles, al inicio lejana y tenue, poco a poco se acercara e incidiera sobre mis ojos miopes, cegándome por unos instantes y después desapareciera, con el estruendo del motor tras de sí. Caminaba por la larga avenida Reforma hasta llegar a una parada de autobuses en la que me sentaba y veía como la gente se apretujaba para lograr entrar en uno de los pocos transportes que pasaban a esas horas. La prisa, el cansancio y el estrés de sus trabajos los volvía animales violentos, reaccionando con golpes y gritos cada vez que alguien los tocaba o por accidente cometía el error de empujarlos. Realmente eran como animales enjaulados, desesperados por la monotonía de la vida de obreros u oficinistas. El olor a sudor, a gasolina quemada y perfumes baratos se juntaba en la esquina, caracterizando a la ciudad.

Nunca lo había notado hasta ese día. La ciudad estaba extrañamente vacía, así que podía concentrarme en cada uno de los carros que pasaba. Cerraba los ojos y escuchaba a lo lejos el sonido de los motores acercándose; no los abría hasta que sus luces traspasaran las membranas de mis párpados. En ese momento volteaba la cabeza y les veía directamente. Pasaban, me cegaban y se iban, entonces repetía la operación hasta que un nuevo auto se acercara. No parecía que fuera a suceder nada esa noche, todo era demasiado pacífico, hasta que uno de esos vehículos no cumplió con la norma. Por el sonido que hacía supe que era un camión grande, de esos que suelen transportar a los oficinistas y obreros que brindan el desagradable perfume de ciudad. Ya habían pasado varios esa noche, por lo que tenía bien estimado el tiempo que tardaban en llegar desde que oía el primer ruido hasta que paraban en frente de mí. Pero las luces de ese camión no aparecieron y entonces abrí los ojos. Lo vi venir, apenas distinguible por la luz de las farolas que alumbraban la calle. No llevaba luces frontales, ni tampoco en su interior, cosa extraña pues pasada cierta hora no sólo son obligatorias, sino necesarias para conducir. A pesar de la extrañeza que me causaba, no me moví. Me coloqué los anteojos y vi al camión pasarse varias luces rojas y finalmente detenerse frente a mí. Las puertas se abrieron y de su interior descendieron corriendo dos sujetos. No cabía duda, la razón de las luces apagadas era que estaban cometiendo un atraco dentro. Volteé la cabeza y vi a los asaltantes correr hacia las calles aledañas que conectaban con Polanco, probablemente para seguir robando a más gente. En su huida, uno de ellos chocó con un hombre extraño. Era sumamente alto y vestía únicamente negro. Los zapatos, la camisa, la corbata y la gabardina eran negros. En la mano llevaba un ramo de margaritas y el hecho de que, durante la noche, en la cabeza llevara un fedora sólo lo hacía más extraño aún. ¿Para qué necesitaba una persona un sombrero a esas horas? Durante el choque, el asaltante aplastó el ramo en medio de sus cuerpos y huyó. Cuando el hombre volteó, el asaltante ya iba lejos. Con su tamaño seguramente hubiera podido alcanzarlo si hubiera querido, pero no lo hizo. El hombre vestido de negro alisó sus pulcras vestiduras, intentó acomodar el ramo destrozado y siguió su camino. Dentro del camión, las luces habían vuelto a encenderse. Mi reloj marcaba las once en punto. Algunas personas descendieron y me pidieron que llamara a la policía. Yo no tenía teléfono.

Varios días pasaron y no le di más importancia al asunto. Seguía regresando a aquella parada como cualquier otra noche. Una semana después del incidente, la lluvia me hizo regresar a casa antes de lo que usualmente lo hacía. Eran cerca de las once cuando las primeras gotas comenzaron a caer. No iba preparado para empaparme así que a la primera señal me levanté del asiento y comencé a caminar de regreso. Me dirigí hacia la misma calle por la que habían chocado aquel hombre y los asaltantes, pues era la que me ofrecía mejores lugares para refugiarme en caso de que no lograra llegar a tiempo a casa. Había caminado sólo unos minutos, sumido en mis pensamientos cuando distinguí entre el sonido de la ligera lluvia unos pasos. Volteé hacia el frente y ahí estaba de nuevo aquel hombre tan extraño. Llevaba la misma indumentaria por la cual me había llamado la atención, sólo que ahora podía verlo más de cerca. Su ropa no tenía la más mínima arruga y sus zapatos relucían de limpios. No era demasiado joven pero tampoco tenía arrugas en la cara que indicaran una edad muy avanzada. Debería estar por los cincuentas. De nuevo, llevaba un sombrero y un ramo de margaritas. Su presencia era imponente, parecía incluso que la lluvia y la mugre, por respeto, o temor, se negaban a tocarlo. Al pasar a mi lado, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Había algo en él que me ponía en alerta. Sin siquiera mirarme, continuó su camino, dejando tras de sí un olor a tierra mojada y flores marchitas. Aquel hombre tan extraño caminó unas cuantas calles más y desapareció en la oscuridad de la noche, cobijado por la ligera neblina que el frío generaba. Su forma de vestir, de caminar, todo en él parecía sacado de una película de cine noir. Las luces de neón de algunos establecimientos cerrados me hicieron sentir como si hubiera retrocedido en el tiempo algunas décadas.

El día posterior al segundo encuentro me sorprendí a mí mismo volteando constantemente hacia aquella calle por donde había aparecido las dos veces anteriores. Tenía una sensación de intranquilidad que me impedía prestar atención a las luces de los automóviles. Temía que si cerraba los ojos para esperar las luces de los autos, al abrirlos estaría frente a mí el hombre alto. A pesar de mi ansiedad, la noche había transcurrido normal hasta que mi reloj marcó las once. Puntual, como sólo el diablo puede serlo, al acercarse el minutero a la hora exacta, en la calle se vislumbró la silueta delgada acercarse. Llevaba, una vez más, su elegante atuendo negro y el ramo de margaritas en la mano. Como si se tratase de un ritual, recorrió las mismas calles sin desviar la mirada de su camino y desapareció dando la vuelta. En mi cabeza comenzó a surgirme la duda de si aparecería ahí absolutamente todas las noches.

Los días siguientes, al acercarse la hora indicada, me cambiaba de asiento en la parada de autobuses a alguno que me permitiera observar directamente la calle, fijaba mi mirada en el punto donde esperaba que apareciera y no perdía de vista la hora. Al dar las once, la figurilla aparecía y repetía el mismo camino que la noche anterior. Siempre vestido de negro. Siempre con un ramo en la mano. Durante esas noches, al llegar a casa, no podía evitar quedarme pensando quién era aquel hombre. ¿Por qué vestía siempre igual? ¿Para quién eran tantas flores? ¿Cuánto tiempo llevaba haciendo lo mismo? Podría pensar que era el diablo, cobijado por la oscuridad, apareciéndose puntual para atormentar espíritus intranquilos y que debajo del sombrero ocultaba sus cuernos, posiblemente menos exagerados que lo que solemos imaginar. Incluso podría tener solamente un cuerno. Era posible también, que el olor a flores marchitas y tierra mojada fuera el aroma del infierno. Tal vez el hombre era un asesino en serie y cada ramo era un símbolo de cada víctima. Tal vez aquel hombre era la muerte, que siempre habíamos concebido como una entidad femenina hecha de hueso, y el aroma a flores y tierra era porque salía de entre las tumbas de algún panteón. No. Seguramente había alguna explicación que no tuviera que ver con nada sobrenatural. Quizá era el dueño de una floristería que tenía una amante, a la cual sólo veía durante las noches, y por eso necesitaba llevarle tantos regalos; por eso también tenía ese olor a flores marchitas. Tal vez era un amante de las flores, dueño de un invernadero donde cosechaban margaritas y gustaba de llevar un poco de su pasión a casa, para adornarla siempre. Con tantos ramos, inevitablemente su hogar debería oler a flores marchitas y, por su trabajo, debería oler a tierra mojada. Tal vez era un hombre que trabaja hasta tarde, cuya esposa recién falleció y esas horas eran las únicas en las que podía visitarla y rendirle luto. Sí, debería ser eso. Después de tanto tiempo de vestir de negro aquel hombre era, para mí, el hombre del luto infinito.

Transcurrieron dos semanas de repetir la misma rutina de sentarme, esperar y observarlo pasar hasta que sucedió lo que intuía que en algún momento ocurriría. Fue, de nuevo, una noche de miércoles; todo parecía ir con normalidad. La hora había llegado y, a lo lejos, vi aparecer la ya tan conocida silueta. Recorrió la calle con la mirada al frente, sin desviarla, y al llegar a la esquina donde solía dar vuelta, rompió su ritual. Antes de girarse y desaparecer en la distancia, volteó hacia el lugar donde yo estaba. Me dirigió una mirada y lo supe. El hombre sabía de mi existencia y también sabía que lo había estado espiando durante semanas. La mirada duró poco menos que segundos, pero dijo todo lo que había que decir. Me quedé helado y sentí que en cualquier momento se giraría por completo y, con sus largas piernas, de un enorme paso llegaría hasta mí. No era capaz de imaginarme que podría pasar después. A pesar de las explicaciones que había intentado crearme, su presencia seguía inquietándome; había algo de sobrenatural en el hombre alto.

Pero no sucedió nada. El hombre retomó su camino y volvió a desparecer. Al volver a casa no pude conciliar el sueño.

Durante el siguiente día, en mi cabeza rondó la idea de seguir al hombre y descubrir de una vez por todas quién era esa misteriosa presencia. No podía quedarme con la duda y de cualquier forma, en algún momento acosarlo de esa manera me traería problemas. Tenía que acabar con eso de una vez.

El día terminó y al llegar a casa me preparé para descubrir por fin para quién eran el luto y tantas flores. Me coloqué los zapatos más ligeros que tenía para no hacer ruido al caminar y evitar que me pudiera descubrir. También llevé una chamarra, por si la lluvia decidía hacer acto de presencia. Pasé una parte de la noche sentado en la parada de autobuses, con las manos sudando del nerviosismo que me provocaba pensar qué pasaría si se llegara a dar cuenta de que lo seguía. Cuando faltaron algunos pocos minutos para que apareciera, tomé mi posición. Me escondí detrás de unos arbustos plantados sobre la banqueta y esperé. A las once en punto apareció, caminando con el ramo en la mano. Esta vez no volteó hacia la parada. Debía estar seguro de que la mirada que me había dirigido la noche anterior había sido suficiente para ahuyentarme.

El hombre del luto infinito siguió su conocida ruta hacia quién sabe dónde. Cuando hubo recorrido un par de calles, salí de mi escondite y apuré el paso para no perderlo de vista, manteniendo siempre el cuidado de que no pudiera descubrirme. Durante mi labor de espionaje descubrí que aquel hombre no desviaba su mirada ni siquiera para cruzar las calles. Parecía estar seguro de que no iba a morir. Aunque si mi hipótesis de que él era la muerte era cierta, no tendría por que preocuparse por mirar a ambos lados de la calle antes de cruzar. Lo seguí durante casi una hora en la cual dimos algunas vueltas que yo consideré innecesarias, pues acababan conduciéndonos a calles a las que pudimos llegar de maneras más directas. El hombre del luto infinito verdaderamente debería ser una persona de rituales.

Por fin llegamos a un edificio alto de departamentos, en medio de la calle, que parecía bastante reciente. Algunos de ellos ni siquiera estaban ocupados aún. Yo me detuve en la esquina y busqué escondite detrás de algunas plantas bastante frondosas. La noche estaba despejada y la luz de la luna me permitía ver a la perfección lo que sucedía. El hombre se paró en frente de la entrada y se quedó observando hacia arriba, como esperando que alguien se asomara y saliera a su encuentro. Tal vez la idea de que visitaba a una amante era la correcta. Pero nadie salió. Tampoco intentó hacer ninguna llamada ni tocar ningún timbre. Simplemente se quedó quieto en frente del edificio. Transcurrieron algunos minutos antes de que escondiera el ramo en una de las jardineras cercanas y retirara otro ya marchito del escondite. Guardó las flores marchitas en una bolsa que sacó de entre sus ropas y se dio la vuelta. Al girar, el viento le dio directo en la cara y movió de su lugar el sombrero que siempre llevaba puesto, descubriendo unas pequeñas protuberancias de hueso que sobresalían de su frente. Bajo la luz de la luna, su mirada, clavada sobre mis ojos, se veía diferente. No podía moverme. Estaba paralizado.

31 Mars 2022 05:47 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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La fin

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