Al principio, no existía la palabra.
Se ha dicho muchas, quizás demasiadas, veces que el lenguaje le da forma al mundo humano.
No recuerdo ya quien fue el primero en formular tal concepto.
Al principio, no existía la palabra.
El viento era nuestro guía, las estrellas nuestra brújula y la luz nuestro reloj.
No había fruto maldito, no había gente de barro.
Al principio, no existía la palabra.
Sin palabra, no hay realidad. No puede existir aquello que no puede ser descrito.
La descripción como tal, solo ha de existir si además existe un método por el cual manifestarla.
Al principio, no existía la palabra; solo existía la observación.
Hoy, solo son recuerdos.
La lluvia. La cruel, fría lluvia empapando mi cuerpo entero, aplastando mi sucia cabellera, enfriando el pelo que cubre mi cuerpo y filtrándose entre las cedras de mi barba.
La lluvia, la inmisericordiosa lluvia, acompañada por esos horribles relámpagos, derribando árboles y causando la muerte de tantos pares. Ahogando mi refugio, obligándome a retirarme y a tan solo observar mientras aquellos como yo perecían.
La lluvia, la incomprensible lluvia.
Yo era joven, pero no era temeroso.
La lluvia, esa lluvia... viéndolo en retrospectiva, no sería incorrecto considerar que esa fue la primera lluvia.
De principio, a fin, recuerdo cada una de las gotas que cayeron durante esa noche. Ninguna se me ha olvidado. Individualmente, en mis ojos y oídos siguen presentes, cada una de ellas.
La lluvia paró ya cuando hubo luz.
Hacía frio. Yo tenía frio.
Escuché el último estruendo sonar, y, por pura naturaleza giré mi cabeza en su dirección.
Y ahí, la humanidad nació.
Era cálido.
Esa combinación entre el color del atardecer, el color de la sangre y el color de alguna flor, era atractiva.
Peligroso, y capaz de causar un dolor único; lo comprobaron mis propios dedos cuando intenté apropiarme de él.
Entonces no, pero hoy lo comprendo: estaba maravillado. Intrigado, absorto y un poco confuso.
Brillaba tanto, y bailaba silenciosamente, casi como invitándome, pidiéndome que juegue con él.
Primero hacía resplandecer, y luego oscurecía esa corteza de árbol caído sobre la cual intentaba mantenerse vivo.
Fui curioso.
Recuerdo tomar unos pocos hilos de pasto y echárselos encima. Creí haberlo matado. Su luz dejó de verse, tan solo si por unos momentos. Grité por la sorpresa cuando esos mismos pastos fueron también consumidos.
Y eché más.
Y más, y más.
Hojas, ramas, hojas, ramas. Acerqué un pequeño tronco, y le permití expandirse. Más, más y más.
Solo el agua lo hacía retroceder, así que me aseguré de mantenerla lejos de él.
Más, más y más.
Pronto, frente a mí se alzó una luz danzante tan alta que casi alcanzaba mi altura.
Me inspiraba temor, pero no demasiado.
Lo había comprendido, lo había analizado y lo había contemplado. Había entendido como hacerlo crecer, había entendido que no le tomaba trabajo salirse de control, y había entendido qué debía hacer si se esparcía más allá de cuanto yo quería. Había visto que era capaz y que no de quemar, lo había visto causar daños, lo había visto ser dominado. No, ya no lo tenía miedo. Era mío. Claro, claro que era mío. No había nadie a mi alrededor que pudiese intentar robármelo y, aún si lo intentase, no sería capaz de controlarlo tal como lo hacía yo.
Era mío.
Me había apropiado de él.
Esa luz centellante que desprendía calor.
Casi con total seguridad, no debí ser el primero en verlo. No, eso sería atribuirme demasiado mérito. Pero sí quedó claro ante mí, la naturaleza y el universo entero, que fui yo quien lo dominó. Fui yo quien se ganó el derecho a proclamarlo como suyo.
Nadie, jamás, me discutió ese derecho.
El fuego divino.
Lo usé.
Ciclo tras ciclo del sol mostrándose y ocultándose, lo usé.
Entendí la manera de moverlo de un lado al otro.
No dejé morir esa llama durante tantos días.
Asimilé que, si a mí podría causarme daños, seguro a todo lo demás también. Y así lo usé para defenderme, y atacar.
Me dio el calor que el viento quería quitarme, y me dio el refugio que me resultaba tan vital; me dio la luz, que por primera vez me permitió alejar de forma efectiva los peligros de la noche.
Yo lo mantuve vivo, y él a mí.
Un día, volvió a llover.
Mi preparación fue inadecuada.
La llama murió, el fuego se extinguió.
Permanecí de pie bajo la lluvia, ignorando las gotas que caían sobre mí.
Con mis ojos abiertos de par en par, esperé otro más de esos estruendos, pero no hubo ninguno.
Cuando la lluvia paró, ya no quedó nada detrás que diese calor.
Volví al lugar donde todo comenzó, y vi ahí, tendido sobre el húmedo pastizal, ese primer tronco que alguna vez vi arder. Negro, pero apagado.
Lo había perdido.
Nuevamente, volvía a estar en completa desventaja ante la naturaleza.
Así debió ser.
Pero eso no fue permitido.
Yo rompí con las normas que la propia naturaleza había propuesto.
Me salí de la regla.
Así fuese por accidente, y solo durante un par de días, fui el rey del planeta entero, el pináculo de la cadena alimenticia, la criatura más poderosa y con mayor potencial que jamás había visto la luz.
Se apareció ante mí.
Envuelto en una túnica tan blanca como las nubes de un día caluroso, la cual irradiaba una luz extremadamente potente, pero extrañamente no enceguecedora; me habló.
Allí, la palabra nació.
No entendí sus palabras, y no puedo repetirlas, puesto que se expresó en un lenguaje que jamás ha sido inventado.
No entendí sus palabras, pero todo me quedó claro.
La luz de la túnica no me dejó ver su rostro, ni su silueta, pero pude sentir su mano reposando sobre mi cabeza.
Así, me enseñó cómo crear el fuego.
Me hizo entender que cuando decidí controlarlo, mi destino entero fue escrito.
Me asignó un rol, besó mi frente, y desapareció.
Esa misma noche, refugiado en una cueva, choque dos piedras entre sí.
El calor me abrigó una vez más.
. . .
Innumerables milenios han pasado desde entonces.
La muerte nunca me llevó.
No he vuelto a verlo.
La humanidad le ha puesto muchos, demasiados nombres, han creado religiones enteras entorno a él, imaginándolo a su antojo.
La humanidad lo venera, pero para mí es un amigo.
Me dio una misión, una misión que probablemente me permita vivir hasta el final de los tiempos.
Soy... un guía. Ya no poseo sobre los hombres el poder que lucí hace tantos miles de años, y hace demasiado tiempo que ya nadie sabe quien soy.
Pero, a pesar de todo, sigo siendo el guía. El guía de la humanidad entera.
La misión que aquella deidad me otorgó es sencilla: Tú, que te has alzado por encima de toda la vida que te rodea, le has otorgado a tu especie el derecho supremo a dominar estos bosques y montañas. Escribe el camino que aquellos como tú deben seguir.
Así es como estoy ahora, frente a ti, algo así como dos millones de años después, aún cumpliendo mi rol.
No me preguntes mi nombre. Nunca tuve uno, así que dame el que tu quieras, yo voy a recordarlo.
Lo único que debes preguntarte es:
¿Por qué he venido a verte?
Merci pour la lecture!
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