Retumbaba por todo lo alto el choque de los aceros y hierros, ahogando los sonidos de la playa. Una tempestad de furia y bramidos incoherentes. Insultantes. Desesperados. Silbaban las flechas y atravesaban las lanzas a diestra y siniestra entre tumultos de uno y otro bando… que enfangaban la tierra con el manantial rojo de sus mortales heridas.
Fuego y cenizas matizaban en grises y pardos la cruenta escena. Los cadáveres obstaculizaban a los vivos en su ansia de supervivencia y expectación de una nueva lucha. Era un pantano de miembros y entrañas, y las olas devolvían a aquella tierra fangosa los cuerpos de los caídos. Apestaba. Hacía mucho que la batalla había perdido su brío inicial. Ya quedaban unos pocos… Cinco… Tres… Uno… Y silencio.
Un hombre yacía arrodillado, moribundo, aferrándose a cada aliento, contemplando la playa y más allá del campo. Graznaban los cuervos por aquel festín irrepetible. Olía a carne quemada, sal e inmundicia… Y el infierno cayó del cielo con una apariencia escamosa, cornuda, amenazante, que batía sus alas escupiendo sus llamas y devorando con placer mientras que a lo lejos una bandera ondeaba al viento con un color vino muy oscuro… añorando aquel momento en que una vez fue blanca.
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