fernandocampoy Fernando Campoy

Linda era una mujer incansable...hasta que se cansó. Solo le quedaba energía para vengarse... Sus ojos ya no transmitían alegría. Se había transformado en una persona resentida con la vida. Se había transformado en una víctima del destino. Justo en ese momento, planeó su venganza. Sabía que el plan era demasiado arriesgado y que su vida estaba en juego. Decidió continuar...pero no se iba a ir sola. Muchos más habrían de pagar por ella. Era su plan de escape. Era su respuesta al maltrato. Era, su ajuste de cuentas.


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Y cayó sobre las rosas

Sacó la aguja de la carne y la envolvió en una servilleta de papel.

Arropó el envoltorio en una bolsa de plástico y lo sepultó en su mochila.


Trabajaba en el restaurante de una cadena de hamburguesas...y ese sería su último día.


La vida no la había tratado nada fácil, sus ansias de ser, crecer y tener más, se estampaban con la cruel mueca del destino. Ese anacrónico destino que, agazapado en las tinieblas con su carcajada burlona, atomiza planes, y vidas.


Esta puta vida es un asco –decía Linda, ese aciago día.


Vivía en una colonia tenebrosa, en un edificio de departamentos olvidado y descuidado por todos, hasta por sus propios moradores.


La zona estaba repleta de delincuentes de poca monta con especial predilección por los robos fáciles. Basaban su comunicación a silbidos. Armonías mortales que advertían. Trompetas del caos que atemorizaban.


Pero esos malhechores ya conocían a Linda.


Cuando caminaba, los silbidos se agolpaban en sus oídos. La piropeaban hasta el cansancio. Todos deseaban una parte del pastel de su cadera que danzaba serpenteando las banquetas. Después de todo, Linda era muy agraciada físicamente.


No le importaba ser codiciada por esos milicianos desviados de dios. No le harían ningún daño. Incluso, tiempo atrás, con uno de ellos engendró a su hija, que cursaba el segundo año de educación básica.


El progenitor en cuestión, cuando supo de los latidos del embrión creciente, se fue a los Estados Unidos.


Huyó de su responsabilidad. Encontró trabajo en un minisúper de Chicago limpiando y engrasando frutas y verduras. Nunca se hizo cargo de la manutención de su primogénita y jamás regresó.


Linda decidió poner un salón de belleza unisex en un local sin baño de reducidos metros, pero abundante en sueños, cerca del boulevard de su casa. En los 2 meses que estuvo en el local, la asaltaron 4 veces, y una noche, ya casi al cerrar, la violaron entre 3 tipos, ahí, entre las cartulinas verdes y las cabezas-maniquíes que usaba para promocionar sus peinados.


Por eso y muchas cosas más, decidió vengarse.


Sentenció con mano de hierro, que todos debían pagar por ella. Todos debían pagar lo mismo que ella. El odio que sentía, el resentimiento que la agobiaba, la furia que la consumía y la impotencia que la ahogaba, no tenían un destinatario en concreto, y a la vez, los tenía a todos. Todos eran sujetos imputables por su desdicha. Todos eran responsables, desde su óptica. Todos, se la iban a pagar.


Empezó a moldear su plan.


Compró en una farmacia un paquete de 20 jeringas de las más económicas y las llenó de raticida líquido.


El plan de Linda, era inyectar una buena cantidad en la carne para hamburguesas y perforar algunas papas fritas con el veneno. Si sobraba, vaciaría el resto en el depósito de refrescos.


El plan,realmente,era matar a todos y finalmente, matarse ella misma.


Sin que nadie la viera, carnes, papas, refrescos y panes fueron dosificados con la mezcla de la muerte.


Fueron regados por las lágrimas de Linda, qué, en forma de veneno, buscaban extenderle el dedo medio al mundo y a la vida.


Total, me vale un coño a cuantos me lleve por delante—decía Linda, mientras suministraba los pasajes al más allá, en las ennegrecidas rodajas de carne asada.


Allá arriba que arreglen sus asuntos —decía con los ojos iracundos.


Ya había inyectado más muerte de la que pudo y alcanzó a ver, antes de irse, cómo era engullida sin piedad por individuos de prominentes vientres, frentes sudorosas, dedos engrasados y abultadas mejillas.


Y se fue.


El café de moda, estaba lleno ese día en el que Julio, decidió proponerle matrimonio a Estela, su novia.


Llevaba en la cajuela de su auto un ramo de 500 rosas rojas que había comprado horas antes para entregárselo ahí, en el café, frente a todos.


Todo ese despliegue de ternura estaba coronado por un anillo de compromiso que mandó a hacer al centro joyero de la ciudad y que le había costado 6 meses de adeudo en la tarjeta de crédito.


Cuando Estela iba a la mitad de su café, Julio fue al coche a extraer su futuro en forma de argolla rodeada de pétalos.


Ya estaba de acuerdo con los meseros, a quienes un día antes les había dado un cd de los que vende el locutor de un programa romántico de radio local, para que a la señal acordada sonara fuerte y envolviera ese pacto de amor entre dos corazones, entre dos espíritus flechados, entre esa esencia repartida en dos cuerpos que demandaba a gritos del corazón su unión en sacramental matrimonio. Entre lo peludo y lo depilado.


Nada podía salir mal, ya llevaban 2 años de novios y a pesar de las peleas, estaban en una relación que necesitaba del siguiente paso. Por lo menos eso pensó él.


Cuando Julio entró de nuevo al local, el sonido anunció "Everything i do (i do it for you)", de Bryan Adams.


Estela, sentada de espaldas a la entrada, súbitamente volteó hacia atrás, pues la gritería femenina y las risas nerviosas de los hombres rompieron el ajetreo habitual y fueron lo suficientemente importantes para que algunas computadoras portátilesfueran cerradas en beneficio de observar el espectáculo.


Julio, armado con una carrillera de sueños y un arsenal de deseos, se arrodilló y tras soltar unas palabras de amor, su índice y pulgar mostraron la sortija en la que reinaba un diamante en solitario.


Hizo la pregunta estelar.


—Estela, ¿quieres casarte conmigo?


Las mujeres, presas de los nervios, mordiéndose las uñas. Los hombres, divertidos.


Estela dijo no.


Y campeó el silencio.


La música fue interrumpida y decenas de suspiros fueron exhalados en ese lugar con wifi gratis.


Todos arquearon la boca y levantaron las cejas.


Estela sentenció la negativa al azotar el vaso de plástico a medio consumir, en la mesa. Tomó su bolsa de mano y se fue presurosa sin dar más explicaciones.


Julio sonreía forzado en medio del húmedo tifón que pronosticaban sus ojos tristes y se irguió desconsolado. Dejó las flores en el sillón, pagó la cuenta y dio las gracias.


—¡¡Las flores que no se le olviden!!—dijo el mesero que lo veía partir.


Métanselas por el culo —fue su primer pensamiento, pero alcanzó a decir: "se las regalo, pongan una en cada mesa...o tírenlas, ustedes sabrán", y abandonó el naufragio.


El gerente las ofreció a sus empleadas, quienes las rechazaron por la carga de malos agüeros que representaban para ellas.


No le quedó de otra al mandamás de aquel local, que depositarlas en el contenedor de basura en la parte trasera del negocio, justamente pegada a la pared del alto edificio contiguo, antes del drive thru.


Linda estaba ya en la azotea de ese inmueble de varios pisos, que representaba al capitalismo global en versión menor. En región cuatro. El edificio colindaba con el café de moda de la ciudad, donde minutos antes, había habido un alboroto por una propuesta matrimonial.


Ahí se despediría del mundo, de aquel mundo cruel que tanto la había lastimado. El daño estaba hecho. El picaporte del infierno que había desatado, ya había dado vuelta.


El aire cálido soplaba fuerte intentando alejar el llanto que agrietaba su rostro y balanceaba ese torneado cuerpo. Tenía una pierna en el precipicio y la otra a punto de acompañarla al viaje. A ese viaje que empieza viendo a lo lejos la luz de un túnel y se extingue alcanzándola.


Levantó los brazos y vio su entorno. Las luces tintineaban incesantes.


Los autos iban y venían. El ruido abrasador confundía sus propios pensamientos.


Los cláxones, frenados intempestivos y el murmullo de motores viejos, impactaban esos oídos que nunca recibieron una palabra de afecto, agudizando la emoción del momento.


Estaba decidida.


Se escuchaban las sirenas de las ambulancias muy cerca, llegando al lugar de comida rápida a evacuar a los moribundos.


El trabajo estaba hecho. La muerte, a través de ella. La muerte, era ella. En medio de toda esa podredumbre que manaba de sus recuerdos, distinguió una cara de facciones tersas y juguetonas.


Era el rostro de su hija.


No podía exponerla a que le pasara lo mismo que a ella, no quería que sufriera el abandono de sus padres como lo sufrió ella. Quería que se superara, que fuera alguien en la vida, que encontrara a un buen hombre, que la respetara y le diera una familia de bien. Que tuviera una carrera, tal vez hasta podría ser doctora. Que viviera protegida en un ambiente sano. Que tuviera siempre, en sus cabellos, la amorosa mano de su madre, como nunca la tuvo ella.


Se acordó demasiado tarde. Cuando quiso bajar de la cornisa y correr a casa con su hija, resbaló e inició entre gritos desgarradores su viaje al vacío. El viaje a la negrura de su abismo interior. El recorrido a los demonios que la esperaban carcajeándose.


Y cayó. Cayó sobre las rosas.


Ese día hubo 42 muertos en el restaurante. Y ella.

8 Novembre 2021 09:38 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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La fin

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