vecchio92 Natalia Marcovecchio

Ella estaba más silenciosa que de costumbre. Los sauces lloraban sus lágrimas, el viento soplaba sus suspiros. Y ella ahí, demasiado erguida, demasiado sólida y callada...


Histoire courte Tout public.

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Silencio, Emilia

Ella giró en la cama. Pensó en cualquiera que estuviera vivo o hubiera cumplido el rito incomprensible de vivir, en cualquiera que estuviera viviendo o lo hubiera hecho siglos atrás, con preguntas que solo obtenían el consabido silencio. Hombre o mujer, ya daba lo mismo.

“Tan triste como ella” - Juan Carlos Onetti





Ella estaba más silenciosa que de costumbre. Los sauces lloraban sus lágrimas, el viento soplaba sus suspiros. Y ella ahí, demasiado erguida, demasiado sólida y callada.

— ¿Nunca me vas a decir por qué?— preguntó como de costumbre Julio. Y ella como de costumbre eludió la pregunta. Los días pasaban lentos, desagradables y dolorosos, era como tragar arena. Si… así se sentía el tiempo en aquellos momentos. El tiempo pasado con Emilia había sido un trago dulce, algo con miel y cielo, una ambrosia para lo poco dios que se sentía aquel hombre. La piel de Emilia, brillosa y vital, la sonrisa, de colmillos un poco montados sobre los incisivos pero muy blanca, el cabello con aromas florales, los ojos grande siempre felinamente atentos, observando cada movimiento, las orejas pequeñas pero pendientes de cada palabra, las cicatrices de la infancia en el campo en sus mejillas. Emilia era primavera y como toda estación había llegado a su fin. Pero, pensó tristemente Julio, Emilia no volvería a florecer. Seguiría triste, taciturna y gris como el más indiferente y cruel invierno, él lo sabía. Y él no comprendía, no lograba llegar al núcleo de Emilia y averiguar qué había pasado allí.

Le había comprado, como siempre, un regalo para alegrarla, llevaba el ramo apretado entre los dedos, contra el pecho.

—Pero si estaba todo bien. No entiendo nada— dijo Julio como el mejor de los hombres. Emilia negaba. Era el infinito, la nada. Y julio siguió reclamando. Porque no podía ubicar ese instante del pasado en el que dejó de ver los colmillos graciosos de Emilia y su atención gatuna se empapó de ojeras violáceas.

Habían pagado las deudas, Emilia era una persona austera, nunca precisaba nada. Tan poco era lo que precisaba que lo había ayudado a Julio a pagar sus deudas. Y él, aliviado, le regaló flores y un beso.

Habían decidido tener hijos, una gran familia. Pero la situación económica aplacó los ánimos. Sin embargo, Emilia seguía contenta porque “nada dura para siempre” y pronto saldrían de esa.

¿Era ella la que se detenía a olfatear los jazmines de las casas cuando caminaba por la calle? ¿La que se sentaba debajo del naranjo en flor a tocar la flauta traversa y sentir el sol en la cara? ¿Era ella la que jugaba con el mar y construía castillos de arena?

El pañuelo, la palidez, el pañuelo de nuevo. No, no y no. ¿Y por qué ese pañuelo? Justo ese pañuelo. Su favorito. El que le había regalado Julio cuando cumplieron el año de novios. Le vendó los ojos con él para darle la sorpresa del regalo y la llevó a cenar. ¿Dónde había quedado todo eso? ¿Dónde la emoción que hacía brillar los ojos de Emilia y convertía su mirada en galaxia?

Emilia solía perderse en las estrellas tarareando canciones de cuna, se levantaba temprano, acostumbrada al campo, deseosa de ver el amanecer, pero no abría la ventana porque Julio dormía hasta las nueve y le molestaba la luz. Emilia tenía la esperanza de tener hijos y al fin una familia porque hacía muchos años que no tenía una familia y la familia de Julio… bueno… no era lo mismo.

Extrañaba a Julio cuando se iba con tanta frecuencia con sus amigos. Volvía tarde, oliendo a humo, alcohol y cosas agrias. Cuando Emilia lo “abandonaba” para salir a tomar fotografías a las montañas con la única amiga que había hecho en aquel sitio, Julio no le hablaba por tres días. Pero Emilia sonreía condescendiente, con su sonrisa de dientes montados. Dientes blancos. Blancos como el pañuelo blanco.

Pero Julio no se percato de que la sonrisa de Emilia era cada vez más antinatural y forzada. ¿Una costumbre? ¿Un reflejo? ¿Estímulo- respuesta? Entonces un día Emilia calló. Su figura autómata vagaba como un fantasma resolviendo la vida de Julio, como una sombra cerca de su derecha, susurrando lo correcto al oído de su amado aunque en el fondo de su corazón el vacío mismo de un infierno congelado le dijera que no había sentido en todo aquello. Y no. No lo había ya. Emilia lo sabía. Las montañas se volvieron grises, los recuerdos se resumieron a cenizas de las cuales le costaba trabajo recuperar el campo y las flores, incluso cuando se tocaba distraídamente las cicatrices. Se había caído del caballo varias veces, pero ya no sentía el raspón de la tierra, el dolor agridulce de los moretones y cortadas y las ganas de volver a intentarlo pasara lo que pasara. ¿Por qué haberse ido a vivir tan lejos? ¿Por qué haberla separado de todo lo que ella conocía y amaba?

Pobre Julio que ya no obtenía respuestas. Pobre Julio que ahora se culpaba por lo del pañuelo. Pero todo lo demás había sido sin lugar a dudas culpa de ella. ¿Por qué no le dio señales? ¿Por qué no le dijo nunca nada? Y ahora de nuevo, nada nunca. Nunca más.

Julio volvió a repetir las mismas preguntas en un susurro. Esta vez sin esperanza. Casi tan autómata como se había puesto Emilia cuando calló. Otra vez las preguntas, cada vez más bajitas, y la saliva desperdiciada.

Julio se irguió dolido, pero decidido. Ya basta de todo eso. Basta. Ella ya no se merecía nada de él. Después de todo lo que él ya había hecho… ¡qué más daba!

Antes de irse, Julio golpeó la lápida con el puño. No había más daño que ella pudiera hacerle. Y Emilia... Emilia se quedaría sin flores aquella tarde.

3 Juillet 2021 13:03 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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La fin

A propos de l’auteur

Natalia Marcovecchio Disfruto escribir. Ojalá les guste lo que tengo para contar. ¡Bienvenidos!

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